Capítulo 43
Myrtle Beach,
Carolina del Sur
Riggins y Constance estaban comprando un par de bocadillos de pavo de camino al aeropuerto de Myrtle Beach para coger un vuelo a las diez de la mañana cuando sus teléfonos móviles comenzaron a sonar al mismo tiempo. Dos ayudantes diferentes de Casos especiales llamaban para comunicar la misma horrible noticia: avión chárter privado estrellado en los montes Apalaches. Diez muertos; piloto desaparecido. Pero el dato más inquietante de todos: parecía ser obra del Asesino de las Cartas del Tarot.
Los primeros en llegar al lugar del accidente habían encontrado algo en el avión que lo había confirmado. Después de mirarse, Riggins y Constance comprendieron que habían oído la misma información.
—Ese hijo de puta tiene un programa acelerado —musitó Riggins.
Constance sostuvo el teléfono pegado a la oreja.
—Estoy llamando al aeropuerto. Debemos llegar lo más cerca posible del lugar del accidente. El hecho de que el piloto haya desaparecido lo dice todo. Es probable que saltara en paracaídas en mitad del vuelo.
—Sí —convino Riggins—. Y en este momento podría estar en cualquier parte. Como D. B. Cooper[5].
—Cierto, pero es posible que dejara algo en la cabina del piloto… Sí, soy la agente especial Brielle, quiero hablar con el piloto, por favor. Necesitamos despegar inmediatamente.
Mientras Constance se encargaba de ultimar los arreglos del viaje, Riggins metió las manos en los bolsillos. No había nada en ellos con lo que pudiera jugar. Ni siquiera una moneda para lanzarla al aire. Nada que hacer salvo esperar. Esperar mientras aquel sádico cabrón planeaba alguna otra cosa, solo Dios sabía dónde. Tal vez tendría que largarse del aeropuerto y buscar la tienda de artículos esotéricos más cercana. En un refugio turístico como Myrtle Beach debía de haber alguna, porque era allí donde se encontraban las mejores marcas. Sí, quizá entrar allí, poner un billete de veinte sobre el mostrador y exigir una lectura urgente: «Que les den a las cartas del tarot, señora. Encienda la bola de cristal. Muéstremelo todo como si fuera la jodida Dorothy en El mago de Oz, ¿o quizá tiene una ouija a mano? Estaría bien consultar con algunos de mis ex compañeros sobre este caso, si es que no están muy ocupados en la otra vida». Sin embargo, por la manera en que había tratado a algunos de ellos, Riggins solo podía esperar que sus desvaídas formas fantasmales lo mandaran a tomar por culo.
Todo ese rollo del esoterismo le fastidiaba. En su opinión, las personas que se escondían detrás no eran más que estafadores. Humo, espejos, cartas, truenos, luces, toda esa basura solamente para ocultar la verdad: eran ladrones que querían robarte.
La única diferencia era que ese ladrón quería robar tu vida.
Una vez que estuvieron instalados en sus asientos, Constance miró a Riggins. Cuando estaba de ese humor era prácticamente inaccesible. Áspero era un calificativo que no alcanzaba a describirlo. Pero ahora Riggins parecía estar realmente perdido en sus pensamientos. Había mostrado esa característica desde…, bueno, desde que Steve se había marchado.
A pesar de lo que él dijera, Constance no creía que Riggins confiara en ella de la misma manera. Él había sacado a Dark de la oscuridad del Departamento de Policía de Nueva York y lo había llevado a Casos especiales, donde habían trabajado codo con codo durante casi dos décadas. ¿Qué era lo que Riggins y ella compartían realmente? ¿Un par de incómodos meses como compañeros? Constance sabía que Riggins nunca llegaría a considerarla como una igual. Para él, ella siempre sería la ayudante que había conseguido un ascenso. Nada más.
A pesar de eso, Constance había jurado que el caso sería siempre lo primero. Steve se lo había enseñado. Dejar a un lado las cuestiones personales, la política, las manipulaciones, la adulación, las habladurías entre oficinas… y centrarse en el trabajo. Atrapar a los monstruos era todo lo que importaba.
Por eso se sintió lo bastante segura como para volverse hacia Riggins y preguntarle:
—¿Qué pasa con Steve?
Al principio, él no reaccionó. Siguió mirando fijamente la pista negra y húmeda a través de la diminuta ventanilla ovalada.
—Riggins, estoy hablando en serio. Tendríamos que llamarlo para este caso.
Él se volvió con un brillo de ira en los ojos.
—¿Dark? Ni hablar. Él tomó su decisión.
—Eso no significa que no puedas llamarlo.
—Wycoff ya se está subiendo por las paredes porque Dark estuvo en las escenas del crimen, ¿y tú quieres que lo haga volver ahora, nada menos?
—Venga, Riggins, ¿cuándo has actuado siguiendo las reglas? Dark prácticamente está implorando entrar en este caso. ¿Por qué no utilizarlo como recurso? ¿De manera extraoficial? Es algo que hacemos todo el tiempo.
—No con Dark.
Lo que a Riggins más le irritaba era que sabía que Constance tenía razón.
Una parte de él deseaba incluir a Dark en ese caso. Joder, Dark ya tenía los cinco sentidos metidos en eso. Riggins había visto las cartas del tarot en la casa, y eso había sido mucho antes de que Knack revelara esa conexión en los medios de comunicación.
Y si había algo que Riggins sabía acerca de Constance era que no se daría por vencida. Podía dar la impresión de que lo hacía, pero encontraría alguna manera de seguir insistiendo, cansándolo, tratando de arrancarle un «sí». Pero no podía decirle la verdad a Constance. ¿Cómo iba a hacerlo?
El Steve Dark que ella idolatraba compartía un vínculo genético con el peor asesino en serie que habían encontrado nunca.
No se trataba de un rumor ni de un testimonio de oídas, ni siquiera de una evidencia accidental. Riggins había realizado la prueba personalmente, alzando la mano sin vida de Sibby y pasando el palillo por debajo de la uña con la mayor suavidad posible. Sibby había luchado por su vida y la vida de su hija recién nacida con todo lo que tenía a su alcance. Había conseguido desgarrar el traje de látex de aquel psicópata asesino y arrancarle un diminuto trozo de piel. El ADN estaba ahora en el extremo de ese palillo.
Al principio, Riggins intentó descartar una espantosa posibilidad: que la hija de Sibby hubiera sido engendrada por aquel maníaco.
Pero había acabado confirmando algo que era incluso más horrendo.
Había analizado la muestra personalmente en el laboratorio. Si aquel monstruo tenía algún familiar cuyo ADN había sido introducido alguna vez en el sistema, ese dato aparecería en el análisis. Los resultados llegaron con un cling digital: siete de los once alelos coincidían. Con Steve Dark.
Riggins seguía queriendo a Dark como a un hijo, pero sabía de la violencia que ese hombre era capaz de ejercer. Lo había visto una vez, en aquel sótano. ¿Por qué había abandonado Casos especiales?
¿Acaso porque sabía que, tarde o temprano, Riggins descubriría la verdad?