Capítulo 8

Capítulo 8

Johnny Knack siempre pensaba que no había un subidón que pudiera compararse con una fecha límite de entrega que se abalanza sobre ti dispuesta a convertirte en pasta de papel. Era periodista, un sabueso de las noticias violentas. Hasta la médula. Pero últimamente —aunque odiaba tener que reconocerlo—, el verdadero subidón no lo provocaban los plazos de entrega.

Lo provocaba una pequeña pila de billetes de cien dólares metidos en un sobre de papel blanco.

Cortesía de sus jefes actuales, quienes aparentemente tenían montones de pasta a su disposición.

Ahora bien, tenías que ser inteligente en ese asunto. No ibas a entregarle a un poli toda la pasta. No, señor. Primero le vacilabas un poco con el fajo de billetes. Abrías el sobre con exagerada cautela, separando un único Franklin del resto de sus amigos. No es ese Franklin solitario el que surte efecto, sino los otros. El poli piensa: «Joder, estos son los cien pavos más fáciles que he ganado en mi vida». Y había muchos más en el mismo sitio de donde había venido esa pasta. Cien pavos y estabas dentro.

Él nunca había disfrutado de ese poder.

Mejor aún, Knack trabajaba para un agregador de noticias en la red que era mencionado con frecuencia en un programa sensacionalista de televisión. Los polis oían ese nombre y sabían que no estaban tratando precisamente con el New York Times. Era un terreno de juego mediático completamente nuevo, y Daily Slab flotaba en ese turbio espacio en la red entre la respetabilidad y la moral dudosa. No era exactamente Daily Beast o Huffpo, pero tampoco Drudge o TMZ.

El rasgo que caracterizaba a Slab —y que era lo que había atraído a Knack hacía ya un año— era una obsesión psicótica extrema por las primicias. Si se había producido un acontecimiento importante en cualquier lugar del mundo, Slab quería ser el primero en contártelo. Y estaban dispuestos a soltar una hemorragia de pasta por ese privilegio.

El dueño de Slab era un antiguo millonario puntocom que había perdido todo su dinero, había vuelto a ganarlo y había decidido que haría su siguiente fortuna con las noticias. Podía permitirse el lujo de pagar por las primicias porque sus cheques eran los más sustanciosos. Su equipo de prensa hacía mucho ruido acerca de «enviar a los principales medios de opinión de vuelta a la Edad de Piedra». El dueño de Slab también tenía pasta de sobra para pagar extensos textos de investigación; bueno, extensos para la red al menos: mil palabras y más.

Knack había estado revisando un dossier de Martin Green, un hombre que hacía algunos años había conseguido evitar milagrosamente las salpicaduras de mierda provocadas por la debacle de las tasas de interés hipotecarias. En la facultad de periodismo te enseñaban a ponerle cara a una historia. No existía una cara de codicia mejor que la de Green.

Y lo que era aún mejor: ¡nadie lo sabía! Su editor en Slab estuvo de acuerdo con él: a los dos les encantaba crear malos de la película casi tanto como robarles una primicia a los principales medios de comunicación. Green sería un malo de la película fascinante.

De modo que la semana anterior Knack había estado fisgando en los alrededores de Chapel Hill, tratando de darle contenido a la biografía de un hombre que había hecho grandes esfuerzos para evitar la exposición pública. Tenía una bonita casa, pero nada que fuese ridículamente ostentoso. Bebía, aunque no en exceso. Estaba divorciado pero, en esos tiempos, ¿quién no lo estaba? No tenía hijos. Tampoco desviaciones sexuales… que Knack supiera.

La historia comenzaba a volverse bastante aburrida hasta poco después de medianoche, cuando sonó el teléfono de Knack y un poli le dijo que Green estaba muerto.

Desde ese momento, Knack había estado rondando la escena del crimen durante horas, pero no había conseguido superar el precinto amarillo de la policía. El lugar estaba cerrado a cal y canto y ni siquiera su sobre lleno de flamantes billetes con la cara de Franklin había conseguido superar esa barrera. Algo que resultaba curioso. Green era un jugador importante, pero no era el jodido presidente.

Y el tiempo se acababa.

Knack advirtió que en el lugar estaban también las brigadas de investigación B y E, junto con una furgoneta de la compañía de seguridad. Eso era interesante. Aparentemente, Green había muerto después de que alguien hubiese forzado la entrada a la casa. La fuente que tenía en la policía se había quedado muda después de darle el primer soplo, pero había añadido por teléfono: «Es un caso extraño».

Traducción: no había sido una trombosis coronaria lo que había matado a Green.

Era otra cosa, algo extraño.

A las 2.31 de la madrugada, Knack sacó su Blackberry, estuvo tecleando durante unos minutos y luego pulsó ENVIAR. Cogió la escueta información oficial que había obtenido de la policía (a saber, que un tío llamado Martin Green había muerto en su casa de Chapel Hill, Carolina del Norte) y la convirtió en un texto de 350 palabras lleno de insinuaciones, preguntas y absolutas patrañas. Basadas en hechos probados, por supuesto.

El editor del turno de noche de Slab abrió el correo electrónico a las 2.36 y lo colgó en el sitio web a las 2.37 hora del Este. Cualquier persona que tuviera un teléfono podía leer las palabras de Knack al instante. ¡Hurra, hurra! Otra primicia para Slab.

Excepto porque Knack odiaba tener que archivar la historia. Ahora incluso los sonámbulos periódicos más importantes conocerían la existencia de Green y allí iría a parar su texto, colgado en la red. Ahora estaría compitiendo por una historia que había sido suya hasta hacía unas horas.

Knack necesitaba que el asesinato de Green fuera suyo a cualquier precio.

No podrás esconderte
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