47. EL DOCTOR PETRIE

—Adelante —indicó una voz débil.

Sir Denis permaneció quieto durante unos minutos que me parecieron siglos, con la mano en el picaporte.

Al fin, se decidió a abrir la blanca puerta del camarote.

¡Desde la cama, debajo de una portilla, Petrie nos observaba fijamente con una mirada ojerosa! Nunca olvidaré la expresión de su rostro mientras Nayland Smith se precipitaba hacia él.

—¡Petrie! ¡Petrie, amigo mío…! ¡Gracias a Dios!

No alcancé a ver la cara de sir Denis, vuelto de espaldas y agarrado a la mano tendida de Petrie. Pero veía a Petrie; y sabía que estaba embargado por la emoción y era incapaz de pronunciar una palabra. El silencio de sir Denis debía de significar lo mismo.

Al cabo de un largo rato aflojaron ese largo apretón de manos.

—¡Sterling! —dijo el enfermo con una sonrisa—. Has hecho mucho más que salvarme la vida. Me has devuelto una felicidad que pensaba haber perdido para siempre. Smith, amigo mío —alzó la mirada hacia sir Denis—, mande un mensaje por radio a Kara, en El Cairo, en cuanto pueda. Pero tenga cuidado al darle la noticia. ¡La felicidad podría hacerle perder la razón!

Se volvió otra vez hacia mí.

—He creído entender, Sterling, que quiere conservar lo que se ha encontrado, ¿no es así?

Nayland Smith me miró.

—Espero que tenga recursos económicos suficientes, Sterling —soltó con una sonrisa que iluminó su rostro cansado, una sonrisa de felicidad.

—¿Lo sabe ya? —preguntó con voz insegura.

Petrie asintió.

—Voy a verla —dije—. Le dará una gran alegría.

Abandoné el camarote, dejando solos a esos viejos amigos.

Regresé a cubierta.

¿Qué no tendrían que contarse ahora Petrie y sir Denis? Era, supongo, un momento histórico. Petrie, después de muerto y enterrado, había revivido. Y sir Denis había culminado una carrera excepcional con el mayor acontecimiento en los anales de la policía, la captura del doctor Fu-Manchú…

La actitud de los miembros de la tripulación hacía pensar que el barco solía utilizarse con fines legítimos.

Uno por uno, en un camarote situado en la proa, los interrogaron el policía francés y su ayudante.

Había oído las declaraciones del primer y segundo oficiales. El barco pertenecía a un tal Santos da Cunha, millonario argentino que solía ponerlo a disposición de sus amistades, entre las cuales figuraba el doctor Fu-Manchú, a quien ellos conocían con el nombre de marqués Chûan. A veces el marqués llevaba a unos invitados a bordo y, según los testigos, ¡era un capitán de categoría y un marino excelente!

Sus sirvientes particulares, cuatro en total, habían embarcado en Mónaco; no creo que hubiera mucha información que obtener de ese cuarteto inhumano. Los oficiales y la tripulación negaron saber nada de la existencia de un submarino.

Cuando el doctor Fu-Manchú había parado los motores y ordenado que la lancha fuera echada al agua, habían obedecido sin conocer sus motivos.

Yo en particular no dudaba de que el submarino se encontraba allí cerca, pero que el doctor había preferido sacrificarse antes de dar la orden al submarino de emerger en el momento en que con la llegada del avión se había dado cuenta de que sus movimientos estaban vigilados.

¿Por qué?

Probablemente porque había pensado que no lograría escapar.

Me acerqué al camarote de Fleurette, llamé a la puerta, la abrí y entré.

Estaba justo detrás y vi que me esperaba.

No guardo recuerdo alguno de lo que ocurrió justo después; estaba transportado a otro mundo.

¡Cuando, al fin, volví a la realidad, la primera idea que atravesó mi mente fue la de la inmensa alegría de Fleurette al descubrir que tenía un padre y conocerlo!

Su impaciencia por ver a su madre era tan intensa como una sensación de hambre física.

No era fácil comprender estos extraños acontecimientos a través de sus ojos; pero al escucharla, al contemplar fascinado el brillo de sus lágrimas al borde de sus pestañas oscuras mientras se acurrucaba nerviosa en mis brazos, pensé que debía de existir un gran vacío en la vida de quienes jamás han conocido a sus padres.

Lo que ensombrecía su felicidad era pensar que la había alcanzado al precio de la derrota del doctor Fu-Manchú.

Intenté en vano distraerla de estos tristes pensamientos.

Ella, ella sola, era responsable…

Era evidente que Petrie, consciente de la admiración exaltada que Fleurette profesaba hacia la personalidad excepcional del chino, no había hecho nada para disuadirla.

No sabría decir cuánto tiempo pasamos allí juntos hasta que Fleurette habló por fin.

—Tendrías que irte, querido. Yo no me muevo de aquí. No soy capaz de enfrentarme…

Me arranqué de sus brazos y me encaminé hacia el camarote de Petrie.

Nayland Smith seguía junto a él. Estaban charlando con animación; callaron al verme entrar.

—He resuelto un misterio —empezó sir Denis, mirándome—. ¿Recuerda que, cuando Petrie padecía la peste violeta y Fah Lo Suee estaba junto a usted, una voz le avisó de pronto que tuviera cuidado con ella?

—Sí.

—¡Era yo, Sterling! —dijo Petrie.

Excepto por la repentina y extraña blancura de su pelo, volvía a ser casi el mismo Petrie de antes. La felicidad es la medicina de los dioses. Había encontrado a una hermosa muchacha en la cual, como en un espejo, había visto a su mujer; se había enterado de que se trataba de la hija que les habían arrebatado en la infancia. Y, en unas horas, se había visto salvado de una muerte en vida para encontrar a Nayland Smith junto a su cama.

—Lo sospeché; pero entonces parecía difícil de creer.

—¡Claro! —era sir Denis quien hablaba—. Pero acabo de enterarme de una cosa extraordinaria y horrible a la vez, Sterling. Las víctimas de esa catalepsia provocada por el doctor Fu-Manchú permanecen conscientes.

—¡Cómo!

—Es difícil que lo comprenda —interrumpió Petrie, cuando salí de mi asombro—. Sin lugar a dudas, mi fórmula «seiscientos cincuenta y cuatro» es totalmente eficaz. Si hubiera seguido el tratamiento, habría sobrevivido. Estaba en coma, pero la inyección de Fu-Manchú que provoca la catalepsia ¡me sacó de mi inconsciencia!

»Ignoro cuánto tiempo transcurrió antes de que me la administrasen. A propósito, esa gata me pinchó en el muslo, debajo de la sábana, mientras estaba sentada junto a mi cama. ¡Oh!, no lo culpo, Sterling.

—Heredó la genialidad de su padre —murmuró sir Denis.

—Cuando la vi por última vez —dije ferozmente— estaban castigándola.

—¿Cómo? No lo sabía.

—La azotaban…

Sir Denis y Petrie se miraron.

—Los detalles pueden esperar —dijo el primero—. Por muy inhumano que parezca, no siento la menor lástima.

—¿Se imagina, Sterling —continuó Petrie—, que, desde el momento en que recobré la conciencia y encontré a Fah Lo Suee en la habitación, me enteré de todo lo que ocurría?

—No querrá decir…

Sir Denis asintió con un breve gesto.

—Sí… eso también —aseguró Petrie—. Y cuando vi a esa gata hacerle mimos, intenté hablar, avisarle. ¡Era la última prueba de que todavía estaba vivo! Oí decir que había muerto; vi las lágrimas de Cartier. Me sacaron de allí precipitadamente: un caso de peste. Los de la funeraria me levantaron y me depositaron en un ataúd.

—¡Dios mío! —gruñí, pensando en el valor que había tenido.

—¿Sabe lo que pensaba, Sterling, mientras yacía en el cementerio? ¡Rezaba para que no se le ocurriera a nadie interponerse en los planes del doctor Fu-Manchú! Porque su intención era clara; y sabía, desde mi punto de vista, que, si mis amigos intervinieran, me quedaría…

—¡Enterrado vivo!

La voz de Nayland Smith resonó como un gruñido.

—Exactamente, amigo. ¿Se ha fijado en mi pelo? Ocurrió entonces. Cuando oí que sacaban los tornillos y vi a dos birmanos, con sus caras de demonio, inclinados sobre mí, o mejor dicho, los veía en algunos momentos porque no podía mover los ojos ¡recé una acción de gracias!

»Me sacaron de allí; mi cuerpo, por supuesto, estaba casi rígido; me colocaron en una hamaca y me transportaron corriendo a un coche que aguardaba en el sendero de atrás. De la sustitución de la que me han hablado ustedes, no vi nada. Me llevaron en coche hasta Sainte Claire y me instalaron en la habitación donde me encontró, Sterling, bajo los cuidados de un médico japonés que dijo llamarse Yamamata.

»Me puso una inyección para relajar mis músculos y luego me dio una dosis de aquel preparado que parece coñac pero que sabe a demonios.

»Usted y yo, Smith —miró a sir Denis—, ¡ya lo conocemos!

—¿Está el doctor Yamamata a bordo? —pregunté.

—No. Me bajaron en una especie de litera hacia aquella cueva en la que, según me dijo Smith, ustedes han estado, y me hicieron cruzarla en un bote plegable que, supongo, debe de pertenecer al submarino; desde allí atravesamos el túnel hacia la playa. Una lancha del yate nos esperaba; subí a bordo, vigilado por el doctor Fu-Manchú y acompañador por Fleurette. Embarcamos en el yate en Mónaco. Me resigné a la idea de convertirme en un súbdito más del nuevo emperador chino del mundo.

El regreso de Fu-Manchú
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