34. DERCETO

—¡Fleurette! —exclamé.

Llevaba una bata de seda sobre su camisón, y sus pies delgados y morenos calzaban unas sandalias. Me miraba muy seria.

—¡Fleurette! ¿Quién me ha llamado?

—Lo he llamado yo.

—Pero —pregunté con estupefacción—, ¿cómo sabía…?

—Sé la mayor parte de las cosas que ocurren aquí —contestó tranquilamente.

Me acerqué y vi la esfera detrás de ella. Mi número, el ciento tres, estaba marcado.

—¿Cuántas veces me ha llamado? —inquirí.

—Dos veces.

Me lanzó una mirada de reproche que me molestó.

La idea de que era una víctima del poderoso y malvado doctor cuyo fin era la aniquilación de la civilización occidental quizá fuese una mera invención mía. Recordé que se había criado en ese ambiente desde que nació. Invadido por cierto malestar, de pronto, caí en la cuenta de que esa muchacha a quien yo consideraba mi compañera de infortunio, mi cómplice, podía perfectamente desenmascararme. Decidí recurrir a la diplomacia.

—Sí, claro, me ha llamado dos veces.

¡Nayland Smith debía de haber recibido la segunda llamada! ¿Cómo la habría interpretado?

—¿Por qué no ha acudido? —preguntó—. ¿Dónde estaba?

Sus ojos espléndidos se fijaban en mí de un modo que me aterrorizó. Una hora antes, unos minutos antes, habría anhelado esa mirada, pero ahora dudaba.

Después de todo, la historia de amor entre esa muchacha y yo era un puro producto de mi imaginación, un simple castillo de arena cuya única base residía en su inmensa belleza. Era, como había dicho el doctor Fu-Manchú, la joya más preciosa, la mujer más perfecta.

Pero yo, por mi parte, distaba mucho de ser un hombre perfecto. Me había cegado la vanidad. Ella pertenecía en cuerpo y alma a la corte que rodeaba al médico chino. Y tal vez debía aceptar de buen grado que ella, y nadie más, se erigiese en juez, un juez lleno de poesía, y me delatarse.

—Estaba en el invernadero. Nunca había visto unos árboles como esos. Ya sabe que soy botánico.

—Pero ha tardado mucho en acudir —insistió—. ¿Estaba solo, de verdad?

Como si una nube negra se hubiera borrado súbitamente del cielo, entreví, o me atreví a pensar que entreveía, la verdad en la mirada de esos ojos violetas como una puesta de sol. ¿O acaso volvía a engañarme a mí mismo, me dejaba cegar otra vez por la vanidad? Me acerqué.

—¡Solo! —repetí—. ¿Con quién quería que estuviera a estas horas de la noche?

Y entonces, por fin, osé mirarla a los ojos.

—La princesa es muy bella —dijo en voz baja.

—¿La princesa?

No comprendí enseguida a quién se refería pero, poco a poco, mis esperanzas renacieron y sentí, con regocijo, que no todo estaba perdido.

Mi repentina y loca pasión por esa muchacha deliciosa e inaccesible no resultaba, después de todo, del todo descabellada. ¡Sus celos renacieron la prueba evidente de que yo no le era indiferente! Y ahora, al contemplarla, entendí, por fin, de quién me hablaba.

—¿Te refieres a Fah Lo Suee?

Se volvió bruscamente con una mueca.

—Me pregunto a qué ha venido usted aquí —murmuró—. Si la llama así, está todo aclarado. Era simple curiosidad. Buenas noches. —Se dirigió hacia la puerta.

—¡Fleurette! —grité—. ¡Fleurette!

Siguió adelante.

La alcancé de un salto, la rodeé con mis brazos y la retuve. Continuó dándome la espalda, inmóvil. No obstante, mis dudas y mi timidez habían desaparecido. Mi corazón cantaba de alegría…

Me había hecho la señal ancestral que es privilegio de las mujeres. Ahora, me tocaba a mí actuar. Había sido una revelación tan repentina, tan inesperada, que me sentía transportado por la alegría. Con cierta vergüenza, debo confesar que, aunque en aquel momento me reclamaban unos asuntos de una importancia vital, lo único que contaba para mí era mi nueva relación con Fleurette.

Me había enamorado perdidamente de ella a primera vista. El hecho de que quizá correspondiese a mi amor me producía un estado de exaltación que rayaba en el delirio.

—¡Fleurette! —dije, mientras la sujetaba firmemente contra mí y me inclinaba hacia ella—, a esa mujer a quien llamas la princesa, yo la llamo Fah Lo Suee porque así me dijeron que era su nombre: no le conozco otro. Significa tan poco para mí como, supongo, debe de significar para ti. Antes de venir aquí la había visto una sola vez…

Me interrumpí; tenía que medir mis palabras. Fah Lo Suee me había dicho: «Posee sangre oriental, y las mujeres orientales se enamoran muy deprisa». De todos los discursos de la hija de Fu-Manchú, este era el único que estaba dispuesto a creerme.

Fleurette volvió de repente la cabeza y me miró.

Nada, en ese momento, salvo una muerte instantánea, habría sido capaz de detenerme.

Apoyé mi brazo izquierdo en su hombro, le di vuelta y la estreché entre mis brazos. Y, acercándome a esos labios deliciosos y temblorosos, la besé hasta quedarnos sin aliento.

Hizo un breve movimiento de rechazo antes de abandonarse deliciosamente hasta que, por fin, ocultó su adorable cabecita contra mi hombro y, mientras oía los latidos precipitados de su corazón, pensé que en el mundo entero no había hombre más feliz que yo.

Mi madre solía hablar de una vieja tradición familiar: nos cuesta mucho odiar y muy poco amar. Fleurette y yo poseíamos este rasgo en común. Dudaba que un amor hubiera alguna vez podido surgir en circunstancias más extrañas.

No presté mucha atención a lo que me contó luego, y quizá mis preguntas no eran las que Nayland Smith hubiera formulado. No obstante, aprendí mucho respecto a la extraña casa del doctor Fu-Manchú.

Vislumbré por primera vez la magnitud del peligro que representaba; a través de las palabras de Fleurette, empecé a comprender, en efecto, que quienes lo servían, lo adoraban.

Quizás, entre su servidumbre, reinaba el terror. Pero adiviné —y no me sentí con derecho de decir una sola palabra que quebrantara esa fe— que Fleurette le profesaba una profunda admiración.

Mahdi Bey, su guardián, le había enseñado a respetar al médico chino como al más grande de todos los hombres. Era un honor fabuloso haber sido elegida por el príncipe que, algún día, regiría los destinos del mundo… que se convertiría en su emperador todopoderoso…

Fleurette había recibido una esmerada educación, desde las alturas austeras de una filosofía asexuada, impartida en un monasterio budista, al norte de China, hasta el feminismo pragmático de una famosa universidad inglesa. Sin embargo, vibraba como una mujer, mientras permanecía entre mis brazos, contestando en un murmullo a mis preguntas impacientes.

No la habían privado por completo de la compañía de los hombres, pero siempre, en cualquier sitio del mundo adonde el azar la hubiera llevado, no le habían permitido estar a solas con ellos durante más tiempo que los escasos minutos que el código social de Occidente recomienda. Estaba rodeada de chicas de buena familia y de su misma edad, cuya única misión, al parecer, era la de acompañar a Fleurette…

Desconfiaba y a la vez temía a Fah Lo Suee, a quien llamaba la princesa. Fah Lo Suee, según me contó, poseía sus propios aliados entre los cabecillas de ese curioso movimiento que Fleurette conocía con el nombre de las tendencias políticas de Si-Fan. En cuanto a las tendencias políticas de la organización, lo ignoraba prácticamente todo. Sólo estaba enterada de la inminencia de una terrible guerra, en el transcurso de la cual el doctor Fu-Manchú pensaba adueñarse del mundo: los objetivos políticos de dicha guerra le eran desconocidos.

El doctor Fu-Manchú podía llamarla sin recurrir al teléfono de Ericksen, me dijo, y ella tenía que obedecer.

A veces le hacía contemplar un disco en cuyo interior aparecían extrañas imágenes.

En algunas ocasiones —y esta noche había sido una de ellas—, el dominio que el doctor ejercía sobre ella desaparecía y entonces, de un modo inevitable, empezaba a preguntarse cuál sería el sentido de su vida, y a seguir sus propios impulsos. Estos intervalos, sin duda alguna, aunque yo no le comenté nada, correspondían a los períodos de inconsciencia que el opio provocaba en Fu-Manchú.

—¿Por qué me dijiste que pensara en ti como Derceto?

Fleurette soltó una risita triste.

—Porque me encontraste a la orilla del mar… y porque quererme, significa destruirse…

Mientras relataba esta extraña historia, había permanecido entre mis brazos y habíamos compartido algunos momentos de silencio. Pero al fin, me pareció oír la voz brusca de sir Denis reclamando que antepusiera el deber…

El regreso de Fu-Manchú
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