26. «EL DEMONIO MISMO»

Por los cristales del tragaluz contemplé una escena tan extraña que olvidé por un momento mi verdadero entorno y me trasladé mentalmente a El Cairo; a aquel barrio que rodea la famosa plaza de la Fuente; a las calles indescriptibles en las que flota el perfume del mal eterno, donde, al compás de la música melancólica e incitante del caramillo, danzarinas maquilladas se contonean con el salvaje abandono de danzas que ya eran antiguas cuando Tebas era la ciudad de las Cien Puertas. Me parecía haber regresado a al-Wasr.

La sala de debajo era rectangular, y a lo largo de tres de las paredes había divanes con cojines de colores estridentes desparramados por encima, mientras que alfombras de vivos colores orientales cubrían el suelo. Vi cuatro lámparas colgadas de cadenas; dos de ellas pendían de sendas vigas que cruzaban la estancia de parte a parte. También atisbé hermosas piezas de latón perforado del país.

En los divanes había unos ocho o nueve hombres sentados, la mitad de los cuales eran orientales o mestizos. Cada uno tenía delante una mesa taraceada sobre la que descansaba una bandeja de latón; y encima de las bandejas había cajas variadas, algunas de las cuales debían de contener dulces, otras cigarrillos. Uno o dos de los visitantes fumaban en una pipas de caña larga y bebían café.

Mientras me hallaba allí, inclinado sobre la plataforma, observando aquella escena increíble (increíble en una calle del Soho), entró otro devoto del hachís; un hombre alto, de aspecto distinguido, que llevaba un abrigo ligero sobre el esmoquin.

—¡Cáspita! —musitó Smith, que estaba a mi lado—. ¡Sir Byngham Pyne, de la Compañía de las Indias! ¿Lo ve, Petrie? ¿Qué le había dicho? Este lugar es un señuelo. ¡Dios mío…!

Se interrumpió cuando yo lo así del brazo con fuerza.

Una vez que el recién llegado se hubo acomodado en un rincón del diván, dos pesadas cortinas que colgaban ante una entrada situada a un extremo de la habitación se separaron y entró una muchacha con una bandeja idéntica a las demás.

Llevaba un vestido de gasa morado, ribeteado de tisú dorado y adornado con bordados de hilo de oro y perlas; alrededor de sus hombros flotaba, tan etéreo que la joven parecía moverse en una nube violeta, un pañuelo de muselina de Delhi. Iba embozada en un velo blanco con adornos de tisú.

El corazón empezó a latirme con violencia y creí que me ahogaba. La maravillosa melena me habría bastado para reconocerla; los ojos grandes y brillantes; la forma de sus tobillos blancos y delgados; cada movimiento de aquella silueta exquisita. ¡Era Karamaneh!

Me alejé de la barandilla como loco… y Smith me agarró del brazo con mano férrea.

—¿Adónde va? —me espetó.

—¿Que adónde voy? —exclamé—. ¿Cree que…?

—¿Qué se propone hacer? —me interrumpió enfadado—. ¿Acaso sabe tan poco de los recursos de Fu-Manchú como para lanzarse a ciegas a ese antro? ¡Maldita sea, hombre! Ya sé que está pasándolo mal… pero espere, tiene que esperar. No podemos actuar con precipitación; debemos reflexionar a fondo antes de actuar.

Me obligó a recuperar mi posición anterior y me posó la mano en el hombro con ademán compasivo. Aferrado al pasamanos como un poseso, miré de nuevo aquel antro infame esforzándome por recuperar la compostura.

Con desgana, Karamaneh colocó la bandeja sobre la mesita que tenía delante sir Byngham Pyne y se retiró sin dignarse a obsequiarlo con una sola mirada de agradecimiento por la admiración manifiesta del otro.

Momentos después, por encima del lejano rumor de la ciudad, llegó a mis oídos un sonido que completó el efecto mágico de la escena y que convirtió aquella plataforma aérea de un tejado londinense en una alfombra mágica capaz de transportarme al dorado Oriente. Aquel sonido fue el lamento de un caramillo.

—Ya han llegado todos —murmuró Smith—. Me esperaba esto.

De nuevo las cortinas se separaron y una ghazeeyeh se deslizó al interior de la sala. Lucía un vestido blanco, muy ajustado de los hombros a las caderas, ceñidas por una faja adornada, y una falda de gasa azul cielo que la cubría como el oro cubriera a lo. En sus brazos brillaban brazaletes de oro y esclavas del mismo metal precioso adornaban sus tobillos. Llevaba la melena, rizada y negra como ala de cuervo, suelta, libre de adornos, y lucía un pañuelo de vivos colores de modo que ocultaba casi todo su rostro, aunque lograba acentuar el brillo de sus ojos grandes y chispeantes. No podía negarse que era hermosa, pero cuán distinta me pareció su belleza al dulce encanto de Karamaneh.

Con una gracia descarada, caminó hasta el centro de la habitación, meciendo los brazos de un lado a otro y haciendo chasquear los dedos.

—¡Zarmi! —exclamó Smith.

No obstante, la exclamación resultaba innecesaria pues yo ya había reconocido a la malvada euroasiática que con tanta eficiencia servía al doctor chino.

El lamento de los caramillos continuó y poco después distinguí la vibración lejana de un darabukeh. Sin duda alguna, aquello era al-Wasr. Empezó la danza, y la variopinta clientela de la casa de hachís siguió cada una de sus fases con entusiasmo. Zarmi bailaba con indiferencia insolente y aun así lograba realzar al máximo su belleza exótica. Era ágil como una serpiente, graciosa como una pantera joven, una segunda Lamia llegada para condenar el alma de los hombres con aquellas artes denunciadas en una época muy antigua por Apolonio de Tiana.

Parecía, al mismo tiempo, una dama duende en pena,

la señora de algún demonio, o el demonio mismo…

Embelesado contra mi voluntad, contemplé a la euroasiática hasta que, acabada la danza, salió de la habitación, y las cortinas la ocultaron de todas las miradas. En mi mente convivían la esperanza y el temor de volver a ver a Karamaneh… Cuánto ansiaba atisbarla siquiera un instante y cuánto detestaba sin embargo la idea de que se hallase en aquella casa infame.

Estaba prisionera, de ello no cabía duda, cautiva en manos de ese criminal inconmensurable cuyas tretas no tenían fin, cuyos recursos eran inagotables, cuya tremenda astucia le había permitido, durante años y años, tejer sus nefandos complots en el mismo corazón de la civilización y permanecer inmune.

—¡Esa mujer es una hechicera! —susurró Nayland Smith de repente—. Tiene algo de serpiente, repulsivo y fascinante a la vez. Sería interesante, Petrie, enterarse de qué secretos de Estado han sido arrancados de las mentes de los parroquianos de este antro, y también me gustaría averiguar dónde está la mirilla oculta por la que Fu-Manchú espía a sus presas. Si…

Su voz fue apagándose de una manera muy rara, y siempre he pensado que se trató de un caso de auténtica telepatía. Pues, mientras Smith hablaba de la mirilla del doctor Fu-Manchú, de repente comprendí que la teníamos delante: ¡era la extraña plataforma en la que nos hallábamos!

Me alejé de la barandilla y me volví hacia Smith. Supe, por su expresión, que albergábamos idénticas sospechas.

—¡Miren! ¡Miren! —musitó Weymouth entonces.

Estaba observando la trampilla, que se elevaba despacio, centímetro a centímetro. Fascinados, embelesados, todos nos quedamos mirando. Una cabeza apareció en la abertura… y el reflejo de alguna luz difusa nos dejó ver dos ojos alargados, estrechos, una pizca oblicuos, que nos observaban. Eran de un verde brillante.

—¡Por Dios! —rugió el vozarrón de Weymouth—. ¡Es el doctor Fu-Manchú!

Nos abalanzamos hacia la trampilla como un solo hombre. Se cerró, con un fuerte golpe, y oí con toda claridad que echaban el pestillo.

Abajo, a lo lejos, habló una voz gutural; la inconfundible e inolvidable voz de Fu-Manchú. Me di vuelta y corrí hacia la barandilla de la plataforma para asomarme de nuevo a la casa del hachís. Los ocupantes de los divanes se dirigían hacia la entrada encortinada. Algunos, que parecían aturdidos, precisaban ayuda, y los otros se la prestaban; aquel hombre, Ismail, había acudido también a asistirlos.

No vi el menor rastro de Karamaneh, de Zarmi ni del doctor Fu-Manchú.

De repente, las luces se apagaron.

—¡Es para volverse loco! —exclamó Nayland Smith—. ¡Para volverse loco! Sin duda hay otra salida, un escondrijo… ¡y se nos escurren entre los dedos!

El inspector Weymouth arrancó un estridente pitido a su silbato. Smith corrió hacia el pasamanos de la plataforma y se puso a romper los cristales del tragaluz con el pie.

—¡Es inútil, señor! —exclamó Weymouth—. Se destrozará la pierna con los cristales rotos.

Smith desistió, con una exclamación de furia, y comenzó a golpearse la palma de la mano izquierda con el puño derecho mientras fulminaba con la mirada al hombre de Scotland Yard.

—Ya sé que tengo la culpa —reconoció Weymouth—; pero las palabras se me han escapado sin darme cuenta. ¡Ah! —exclamó cuando abajo, en la calle, sonó un pitido de respuesta—. Pero ¿nos encontrarán?

Emitió otro silbido estridente. Varios silbatos contestaron… y una voluta de humo salió flotando por el cristal roto del tragaluz.

—¡Huelo a petróleo! —murmuró Weymouth.

Un rumor cada vez más fuerte, no muy distinto al que se oye en el mar cuando se acerca una tormenta, subía desde las calles de abajo. Los silbatos sonaban, lejanos y conocidos, y voces aisladas destacaban de vez en cuando entre aquel fragor de fondo. En alguna parte, en las entrañas de la casa de hachís, se oían constantes golpes y astillazos, como si alguien estuviera decidido a derribar una puerta. Brilló una luz a través de la claraboya.

Una vez más me abalancé hacia la barandilla, miré la habitación de abajo… y vi algo que nunca olvidaré.

De un lado a otro, del diván a la cortina de la entrada, de los cojines amontonados a las mesas apiladas, con una tea hecha de periódicos enrollados en la mano, el doctor Fu-Manchú recorría la habitación.

Había empapado de petróleo todas las cosas inflamables de la sala y, con el resplandor del creciente incendio reflejado en su rostro enjuto y amarillo, que de tal modo que no parecía el rostro de un hombre, sino el de un diablo del infierno, prendía fuego a un objeto tras otro…

—¡Smith! —grité—. ¡Estamos atrapados! ¡Ese demonio se propone quemarnos vivos!

—¡Y el lugar arderá como una cerilla! ¡Esta vez no tenemos salida, Petrie! Si saltamos al tejado inclinado, nos estrellaremos contra la calle con seguridad…

Extraje la pistola de mi bolsillo y empecé a disparar a ciegas contra el caos de abajo. No obstante, el terrible chino había escapado, seguramente por alguna salida reservada para su uso personal, pues debía de saber que la puerta que daba al patio estaba interceptada.

Las llamas empezaban a sisear a través de la claraboya. Se oyó un terrible estallido cuando se rompió el cristal. El humo comenzó a colarse por las grietas del entablado al que estábamos encaramados… y la multitud, en las calles, profirió un fuerte grito.

A lo lejos —parecía proceder de un punto muy, muy lejano—, sonó una nueva nota en aquella tempestuosa sinfonía humana. Aumentó de volumen, como si se arrastrara hacia nosotros, más cerca, más cerca, cada vez más cerca. Sonaba ya en las calles contiguas al Café de l’Egypte… y al fin, ¡bendito sonido!, se oyeron gritos de alegría.

—¡Los bomberos! —dijo Weymouth con serenidad, y se subió a la parte inferior de la barandilla, pues la plataforma empezaba a estar demasiado caliente.

Las lenguas de fuego ya asomaban, aviesas, a mis pies. Salté al pasamanos a mi vez y me monté a horcajadas… mientras un extremo del tablado estallaba en llamas.

El calor de la habitación incendiada empezaba a resultar insoportable y el humo amenazaba ahogarnos. Tenía la sensación de que me ardía la cabeza; fuegos internos consumían mi garganta y mis pulmones.

—¡Dios bendito! —susurró Smith—. ¿Nos rescatarán a tiempo?

—No, si no llegan antes de treinta segundos —contestó Weymouth en tono grave.

Cambió de posición para esquivar una llamarada que, ávida, intentaba alcanzarlo.

Nayland Smith se dio la vuelta y me miró a los ojos. Las palabras temblaron en sus labios, pero nunca llegó a pronunciarlas…; pues de repente, de entre el humo, salió un casco de latón, seguido de un segundo…

—¡Rápido, señor! ¡Por aquí! ¡Salte! ¡Lo atraparé!

No llegué a saber qué sucedió exactamente a continuación; pero se produjo una fuerte salva de aplausos, la sensación de tensión cedió y la tarea de respirar se tornó menos dificultosa.

Mareado, me encontré rodeado de una gran multitud, muy excitada. Weymouth estaba a mi lado, y Nayland Smith me sujetaba del brazo.

—Han atrapado a ese tal Ismail, pero… —oí entre la confusión.

Un estampido hueco ahogó el resto de la frase. Una lluvia de chispas salió disparada hacia la oscuridad de la noche.

—¡La plataforma ha caído!

El regreso de Fu-Manchú
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