6. LA JUGADA DEL SI-FAN
Caía una fina llovizna cuando Smith subió al taxi que el portero del hotel había llamado. La maleta negra que llevaba en la mano contenía el cofre de latón que, en definitiva, tenía la culpa de nuestra presencia en Londres. La última vez que vi a Smith, a través del cristal de la ventanilla, estaba encendiendo una cerilla para prender la pipa, que rara vez dejaba enfriarse.
Agobiado por una inexplicable aprensión interna, permanecí en el vestíbulo contemplando los tonos grises de Londres en noviembre. Me bastó un mínimo esfuerzo mental para borrar aquel paisaje apagado y evocar en mi imaginación un balcón con vistas al Nilo; una imagen de palmeras polvorientas, el deslumbrante muro blanco cubierto de flores púrpuras y, encima de todo, la brillante bóveda celeste de Egipto. En el balcón, mi imaginación pintó una figura y la llenó de detalles encantadores: la figura de Karamaneh. Pensé que sus ojos maravillosos estarían tristes, sus labios quizás algo temblorosos, cuando, acodada en la barandilla del balcón, mirase las cúpulas y los minaretes de El Cairo, al otro lado de aquel río amable… y más lejos, hacia la borrosa lejanía. Me vería en la gris y lluviosa Londres como yo la veía en Gezireh, bajo el cielo despejado de Egipto.
Casi con rabia, desperté de estas ensoñaciones tiernas pero tristes, y me puse en camino por las calles lodosas hacia Charing Cross, pues quería aprovechar la ocasión para pasar por casa del doctor Murray, que había comprado mi pequeña consulta de las afueras cuando me había marchado (para siempre, creía entonces) de Londres.
Este asunto me mantuvo ocupado casi toda la tarde, y regresé al hotel New Louvre poco después de las cinco. Como no vi a ningún conocido en el vestíbulo, me dirigí sin más demora a nuestros aposentos. Nayland Smith no estaba allí, y tras cambiar un poco mi atuendo bajé de nuevo y pregunté si había dejado algún mensaje para mí.
El recepcionista me comunicó que Smith no había dejado ningún recado, así que me resigné a esperar. Compré un diario vespertino y me acomodé en el salón, desde donde veía sin obstáculos las puertas de entrada. La hora de la cena se acercaba, pero mi amigo seguía sin hacer acto de presencia. Empezando a impacientarme, me metí en una cabina telefónica y llamé al inspector Weymouth.
Smith no había estado en Scotland Yard, donde tampoco habían recibido mensaje alguno de él.
Quizá parezca que esta circunstancia no representaba gran motivo de alarma, pero acostumbrado a la puntualidad de mi amigo y a sus costumbres regulares, me intranquilicé. No quería hacer el ridículo, pero la inquietud creciente me impulsó a llevar a cabo algunas averiguaciones sobre el taxista con quien se había marchado Nayland Smith. El resultado de las mismas, lejos de disipar mis temores, los incrementó.
El portero del hotel no conocía al hombre; no era uno de los taxistas que aparcaban normalmente por la zona. Por otro lado, nadie se había fijado en el número del taxi.
Amargas dudas y miedos me asaltaron. El conductor, recordé, era un hombre pequeño y moreno, que poseía unas facciones angulosas y una tez olivácea. De no haber llevado gafas, habría resultado muy guapo, aunque con una belleza algo afeminada.
A esas alturas, sabía casi con certeza que no era inglés; estaba convencido de que a Smith le había sucedido algo terrible. Habíamos desatendido por unos instantes nuestra vigilancia sin tregua… ¡Y aquel era el resultado!
Las sucursales de algunos bancos importantes cuentan con un recadero interno. Aun suponiendo que así fuera en este caso, dudaba que el hombre pudiera ayudarme a menos que, por casualidad, estuviese familiarizado con el aspecto de mi amigo, lo cual era posible, y lo hubiera visto por allí ese día. Decidí intentarlo de todos modos; volví a entrar en la cabina y pedí que me comunicasen con el banco.
Resultó que sí había un recadero interno y, al cabo de un rato, se puso al aparato. Conocía bien a Nayland Smith de vista y, como había estado de servicio en la oficina pública del banco a la hora en que mi amigo debía haber llegado, ¡me aseveró que no había pasado por allí aquel día!
—Además, señor —añadió—, ¿dice que ha venido a depositar un objeto de valor?
—¡Sí, sí! —exclamé con ansiedad.
—Yo me ocupo siempre de bajar esta clase de objetos en el ascensor a la cámara acorazada por la noche, señor, bajo la supervisión del ayudante del director, y puedo asegurarle que hoy no nos han dejado nada parecido.
Salí de la cabina telefónica tambaleándome. Incluso tuve que sujetarme a la puerta para no caer.
«¿Qué significa Si-Fan?», había preguntado aquella mañana el sargento Fletcher. Ninguno de nosotros fue capaz de contestarle; ninguno de nosotros lo sabía. Con la visión empañada y el ajetreo del vestíbulo ante mí, comprendí que el Si-Fan —aquella organización siniestra y desconocida— había alargado el brazo y, en mis narices, había arrancado a mi amigo del bullicio circundante para llevarlo a su silencio misterioso y mortal.