II
—Ojalá viniera Nayland Smith —dijo Weymouth.
El doctor Petrie, cuyo rostro aparecía muy demacrado a la luz de la lámpara, lo miró.
—Acabo de pensar lo mismo —contestó—. He de zarpar hacia Inglaterra el jueves. He estado contando los días. Me encontraré con él…
Sabía que jamás volvería a presenciar una escena tan singular. Una parte de la cabaña hacía las veces de laboratorio: en un extremo de la misma, dedicado al terreno de actividades de Forester, había una mesa repleta de frascos, probetas y demás utillaje. El resto era un museo. Había planos, diagramas y fotografías —las fotografías de Rima— colgados en las paredes; pedruscos marcados con etiquetas y amontonados en el suelo; y cajas abiertas con toda clase de fragmentos hallados durante las primeras fases de la excavación y debidamente clasificados en su interior.
El extremo más apartado de la cabaña contenía un sarcófago muy deteriorado que nos había cedido el grupo de exploración de Egipto y que no nos habíamos molestado en trasladar. La tapa reposaba contra la pared. Al lado había una mesa alargada y desnuda, hecha de un material muy tosco, sobre la que amontonábamos los hallazgos al final del día, los examinábamos y los clasificábamos según su valor. De esto en particular me encargaba yo. Sin embargo, como ya he dicho, en aquel momento la mesa estaba vacía. La última vez que la había visto, antes de partir hacia El Cairo, el cuerpo de sir Lionel Barton yacía sobre la misma, cubierto con una manta gris.
Llevaba unos veinte minutos casi en completo silencio, observando al antiguo inspector jefe de Scotland Yard efectuar un minucioso examen de aquel escenario tan singular.
Weymouth no se había limitado a registrar la cabaña sino que, con ayuda de una linterna, había estudiado la cerradura de la puerta, las ventanas y el camino exterior. Al final había regresado y se había quedado mirando la mesa.
Después me miró.
—Señor Greville —dijo—, usted no alberga la clase de sospechas que compartimos el doctor Petrie y yo. Le he pedido al señor Forester que alojase consigo a Jameson Hunter porque quería quedarme a solas con ustedes dos. Verá, comprendo que está agotado, pero también sé cómo se siente respecto a lo sucedido, así que voy a hacerle unas cuantas preguntas.
—Las que quiera —contesté.
El superintendente Weymouth se sentó en el banco, junto a la puerta, y frunció el ceño.
—¿Dónde está el capataz, Ali Mahmoud? —preguntó.
—Forester me ha dicho que esta noche lo ha enviado a Luxor con una carta para el gerente del Winter Palace, que es amigo nuestro. En la carta, Forester le pedía que se pusiese en contacto con usted, superintendente, y le explicase lo sucedido. Ali ya debería haber vuelto.
Weymouth asintió con ademán pensativo.
—Dejando a un lado de momento las circunstancias de la muerte de sir Lionel —dijo—, ¿cuánto tiempo transcurrió desde que lo encontró muerto en su tienda hasta que trasladaron el cadáver a esta cabaña?
—Unas dos horas —respondí tras meditarlo por unos instantes.
—¿Durante esas dos horas la tienda estaba vigilada?
—Por supuesto.
—¿Cuándo decidieron trasladarlo?
—Cuando se me ocurrió ir a El Cairo. Ordené que colocaran el cadáver en esta cabaña… Soy el segundo al mando. Forester se mostró de acuerdo, aunque él juraba que Barton había muerto. Supervisé la tarea personalmente. Cerré la cabaña, le di las llaves a Forester y me metí en la cama con la esperanza de dormir un poco antes de partir hacia Luxor.
—¿Durmió?
—No; estuve en la cama despierto hasta el momento de ponerme en marcha.
—¿Sucedió algo anormal durante la noche?
Reflexioné a conciencia.
—Sí —contesté—; se oyeron unos aullidos de perro muy extraños. Ali Mahmoud se levantó. Dijo que no parecían perros pero, claro, estaba muy inquieto. Todos lo estábamos. Salimos a mirar, pero no vimos nada.
—Hum… ¿A qué hora sucedió esto?
—Lo siento, no sabría decirle… Un rato antes del alba.
—¿Abrió esta cabaña?
—No.
—¡Ah! —suspiró Weymouth meditabundo—. Lástima. En fin, señor Greville, hay otra cuestión que me hace dudar. Ha hablado usted de la sobrina de sir Lionel. ¿Dónde está y dónde se encontraba en el momento de la tragedia?
Me esperaba aquella pregunta, desde luego, pero no sabía muy bien cómo responderla. Vi que el doctor Petrie me observaba con curiosidad y, por fin, contesté:
—¡No sé dónde está!
Comprendí que aquellas palabras sonaban muy extrañas.
—¿Qué? —exclamó Weymouth—. ¿No era la fotógrafa oficial?
—Sí, pero… ¡Bueno! ¡Nos peleamos! Se marchó a Luxor el martes a mediodía. ¡No la he visto desde entonces!
—Ah, ya veo —dijo Weymouth—. Perdóneme. No había captado la situación. ¿Sir Lionel sabía que se había ausentado?
—Sí. Le parecía divertido. Él era así. Rima a menudo dormía en Luxor y trabajaba aquí durante el día.
—¿Aprobaba él la… relación?
—Sí; al menos eso creo.
—Dado que no ha regresado, ¿supongo que no está al tanto de lo sucedido?
—Supongo, pero estoy muy preocupado…
—Naturalmente. —Weymouth se puso muy serio y agregó—: Será mejor, señor Greville, que haga pasar a Forester.
Abrí la puerta y salí a la oscuridad densa del uadi, Un nuevo ambiente parecía envolverlo, una atmósfera que no deseaba calificar, siquiera mentalmente, pero que de todos modos ponía los pelos de punta.
¿Qué significaba la desaparición del cuerpo de sir Lionel? ¿A quién podía beneficiar? Y el misterio más exasperante de todos: ¿qué información secreta compartían Weymouth y Petrie y por qué se empeñaban en ocultarla?
Absorto en tales consideraciones, caminé entre las sombras. La luna no se veía desde el uadi, pero las estrellas lucían maravillosas. De repente, la ley natural de las cosas se impuso, y Rima pasó a ocupar mi pensamiento en detrimento de todo lo demás.
Su tienda vacía, la que ocupaba cuando pasaba la noche en el campamento, se erguía en la ladera, justo delante de mí. La luna iluminaba una parte de la misma, pero la entrada estaba en penumbra.
«Si molesto —me pareció oírla decir de nuevo—, puedo irme…».
¡Si molestaba! ¿Qué había querido decir? No tenía posibilidad alguna de averiguarlo. Ella se había marchado. Sin duda, se le había metido alguna idea extraña en la cabeza. Pero ¿dónde estaba…? ¿Sabía lo que había ocurrido?
Llegué a la altura de su tienda, y algo —pura nostalgia, sin duda— me impulsó a asomarme al interior. En cuanto lo hice, sucedió una cosa increíble; o más bien dos cosas increíbles. Sonó el lúgubre aullido de un perro bastante cerca del campamento, ¡y algo se agitó en la oscuridad de la tienda!
Sofoqué un grito, me incliné hacia delante con los brazos extendidos… ¡y abracé un cuerpo suave y esbelto!
Ni siquiera entonces comprendí la verdad; no fui capaz de reconocer a mi presa hasta que oí un grito ahogado:
—¡Shan! ¡Shan! ¡Me haces daño!
—¡Rima! —exclamé, y no habría sabido decir cuál de los dos corazones latía con más fuerza, si el suyo o el mío.
No dije una sola palabra más. Me incliné y la besé con una desesperación nacida probablemente del temor a que me negara la oportunidad de volver a besarla jamás. Sin embargo, gracias a Dios, mi miedo era infundado. Mientras el lúgubre aullido se extinguía, ella me rodeó el cuello con los brazos.
—¡Shan, Shan querido, estoy aterrorizada!
Por fortuna, sus besos me habían restituido el derecho a consolarla.
—¿Cuándo has llegado, cariño? —le pregunté cuando por fin fuimos dueños de nuestros actos.
—He regresado con Ali. Me lo ha contado todo, de modo que he tenido que volver, como es natural.
—Pero ¿por qué te fuiste?
Acurrucó aquella cabecita despeinada y adorable contra mí.
—¡No me regañes, aunque me haya portado mal! —dijo—. No, por favor, Shan. Aquello lo dije en serio. Pensaba de verdad que estaba molestando.
—¿Molestando a quién?
—Si me hablas así no te contestaré. Además, ahora no tenemos tiempo. Habría regresado esta noche aunque hubiera tenido que venir sola. Tengo que contarte algo increíble…
En aquel momento, unas voces nos interrumpieron.
—Le aseguro que no era un perro —oí decir a Forester.
—¡Desde luego que no! —susurró Rima—. Pero debes irte, Shan. Ya estoy bien. ¿Quién está en la cabaña grande?
—El doctor Petrie y el superintendente Weymouth.
—Eran viejos amigos, ¿verdad?
—Sí, cariño. Anímate. Al contarlo suena absurdo, pero tienen la teoría de que el jefe…
—Dímelo, por favor.
—No sé si debo, puesto que yo mismo no me lo creo, ¡pero piensan que quizás está vivo!
Se aferró a mí con fuerza.
—¡Pues yo también lo pienso! —musitó.