V

Los dos indios del reservado se levantaron y se dirigieron a la puerta.

—¡Ellos nos guiarán! —dijo Nayland Smith cuando la pareja desapareció—. Salga usted primero, Weymouth. Será nuestro enlace.

Se levantó y dio palmadas para atraer la atención del camarero. Weymouth entendió la idea al instante, asintió y salió.

—¡Sígalo, Greville!

Comprendí el plan y salí detrás del superintendente. La emoción de la aventura empezaba a adueñarse de mí. Se trataba de una empresa en verdad arriesgada… ¡Nos jugábamos la vida!

Íbamos a enfrentarnos a personajes tremendamente peligrosos y, por añadidura, asesinos expertos. Aquellos que habíamos logrado identificar en el café quizá sólo integraban una pequeña parte de los fanáticos criminales reunidos aquella noche en Al Jarya…

Weymouth abrió la marcha y yo lo seguí. Había captado la intención de Nayland Smith y sabía que Petrie saldría en pos de mí. Una vez pagada la cuenta, Smith seguiría los pasos de Petrie.

Vi la silueta gruesa del superintendente al otro extremo de la plaza. Se detuvo junto una calle angosta, miró al frente y echó un vistazo a sus espaldas.

Levanté la mano. Weymouth desapareció.

Cuando llegué a la calle a mi vez, busqué al superintendente. Vi un túnel recto. Lo reconocí porque lo habíamos atravesado para llegar a la plaza. Al otro lado había un espacio abierto y divisé a Weymouth allí de pie, a la luz de la luna. Comprendí que yo también le resultaba visible, o al menos mi silueta.

Levantó el brazo. Le contesté y miré hacia atrás.

¡El doctor Petrie estaba cruzando la plaza!

Intercambiamos señales y seguí a Weymouth. La cadena se había cerrado.

Durante un rato, pensé que la casa del jeque Ismail debía de estar en algún punto de la carretera que habíamos tomado para llegar a la ciudad desde el palmeral. Sin embargo, me equivoqué. Weymouth, delante de mí, se detuvo e hizo una señal: a la izquierda.

Por lo visto, la ruta continuaba por un sendero angosto que discurría a través de los arrozales, donde las posibilidades de refugio se limitaban a un árbol de vez en cuando. Si a los hombres que caminaban a unos pocos cientos de metros por delante de Weymouth se les hubiese ocurrido mirar atrás, lo habrían visto sin remedio. Rogué que, de hacerlo, diesen por sentado que era uno de los suyos.

El sendero, al igual que las tierras de cultivo, parecía desembocar en un punto donde una cúpula, muy blanca a la luz de la luna, se erguía a la sombra de una acacia; el lugar de descanso de un santo. Más allá, el desierto se extendía hacia las colinas lejanas.

Weymouth paró junto al santuario, se dio vuelta e hizo un gesto. Miré hacia atrás, pero no vi a Petrie por ninguna parte. Aguardé, nervioso… y entonces lo vi internarse en el arrozal.

Cruzamos señales y seguí avanzando.

A la izquierda de las tierras de cultivo, invisible desde el arrozal, había una tupida arboleda de palmeras de dom. Mientras rodeaba el santuario con precaución, sin ver otra cosa que desierto ante mí, miré a derecha e izquierda de un modo instintivo. ¡Ahí estaba Weymouth, a menos de cincuenta metros!

Me reuní con él.

—La casa está justo detrás de los árboles —me informó—, cercada por una tapia alta. Los dos indios han entrado.

Esperamos hasta que llegó Petrie, y poco después apareció Nayland Smith. Se dio la vuelta y escudriñó la senda. Por lo visto, ningún otro grupo se acercaba todavía. El camino que atravesaba el arrozal estaba desierto hasta donde abarcaba la vista.

—¿Y ahora qué? —dijo Smith—. Me temo que he dejado demasiadas cosas al azar. Tendríamos que haber visitado al mudir. El asunto empieza a cristalizar. Ahora ya sé a qué atenerme. —Se volvió y dijo—: Weymouth, ¿recuerda la redada en la casa de Londres en 1917?

—¡Por Dios! —exclamó Weymouth—. ¿Se refiere a la asamblea del Consejo de los Siete?

—¡Exacto! —afirmó Smith.

—Seguramente la última.

—En Inglaterra, desde luego.

—¿El Consejo de los Siete? —pregunté—. ¿Qué es el Consejo de los Siete?

—¡Es el Si-Fan! —contestó Petrie sin entrar en detalles.

No sabía de qué hablaba, pero el tono de su voz me hizo estremecer pese a la calidez de la noche.

—El Consejo de los Siete —explicó Weymouth con su amabilidad habitual— era una organización con sede en China…

—En Henan —interrumpió Nayland Smith.

—… cuyo presidente, o eso creímos siempre —prosiguió el superintendente—, era el doctor Fu-Manchú. Nunca supimos qué se proponían, salvo a grandes rasgos.

—Dominar el mundo —apostilló Petrie.

—Bueno, en resumen, sí. Sus prácticas, Greville, incluían robo a gran escala y asesinato. Todos quienes se cruzaban en su camino desaparecían. El veneno, animal o vegetal, era su método favorito, y al parecer controlaban los bajos fondos de Europa, Asia, África y América. Cometieron el error de reunirse en Londres. —Adoptó un tono lúgubre—. Capturamos a unos cuantos.

—Sí, pero no a todos —agregó Nayland Smith. De repente, me aferró el hombro y me preguntó—: ¿Empieza a comprender lo que escondía la tumba del Mono Negro?

Lo miré de hito en hito.

—No veo la relación —confesé.

—Algo —siguió diciendo en tono tenso— que ha permitido a la mujer que usted conoce como madame Ingomar convocar el Consejo de los Siete tras un paréntesis de trece años.

El regreso de Fu-Manchú
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