5. EL LOCAL DE JOHN KI

—¿Qué significa Si-Fan? —preguntó el sargento Fletcher.

Oteaba por la ventana el panorama de abajo: los árboles que rodeaban el muro de contención del río y el antiguo monolito que durante eras incontables había contemplado las arenas del desierto, con el Nilo al fondo, y que ahora se erguía junto a otro río preñado de misterios. Las vistas parecían tenerlo absorto. Había hablado sin volver la cabeza.

Nayland Smith dejó escapar una risilla.

—Los Si-Fan son los nativos del Tíbet oriental —contestó.

—Pero ¿el término tiene algún otro significado, señor? —dijo el detective; sus palabras sonaron más a afirmación que a pregunta.

—En efecto —respondió mi amigo con tono sombrío—. Creo que es el nombre o tal vez el signo de una sociedad secreta muy importante cuyas ramificaciones se extienden hasta el último rincón de Oriente.

Permanecimos un rato en silencio. El inspector Weymouth, sentado en una butaca junto a la ventana, miró complacido la espalda de su subordinado, que no apartaba la vista del exterior. El sargento Fletcher era uno de los hombres con futuro de Scotland Yard. Poseía una información de primera magnitud para nosotros, y Nayland Smith había dejado para más tarde el recado urgente que tenía pendiente y se había quedado para entrevistarse con él.

—Hasta el momento, señor Smith —siguió diciendo Fletcher, con las manos unidas a la espalda y de cara a la ventana—, su caso, si no me equivoco, se resume más o menos así: una caja de latón, cerrada, cuyo contenido desconocemos, ha caído en sus manos. Ahora está encima de aquella mesa. La trajo del Tíbet un hombre que, sin duda, le atribuía alguna relación con el Si-Fan. Ha muerto, con seguridad a manos de miembros de esta banda. No se ha efectuado ningún arresto. Usted sabe que aquí, en Londres, hay gente ansiosa por recuperar la caja. Baraja teorías respecto a la identidad de algunas de esas personas, pero prácticamente no cuenta con datos concretos.

Nayland Smith asintió con la cabeza.

—Exacto —contestó.

—El inspector Weymouth, aquí presente —continuó Fletcher—, me ha puesto al corriente de dichos datos tal como él los conoce, y creo que tengo la suerte de haber dado con una pista valiosa.

—Lo que dice me interesa, sargento Fletcher —aseguró Smith—. ¿En qué consiste esa pista?

—Se lo diré —respondió el otro y giró sobre sus talones para mirarnos de frente.

Era un hombre moreno, de tez tersa y cetrina y unos ojos hundidos e inquisitivos. Había decisión en la barbilla cuadrada y partida, y fuerza de carácter en las facciones marcadas. Mostraba una actitud alerta.

—Me he especializado en el crimen chino —dijo—; paso mucho tiempo entre nuestros visitantes asiáticos. Estoy bastante familiarizado con los orientales que frecuentan el puerto de Londres y tengo unos cuantos conocidos entre ellos que me prestan sus servicios.

Nayland Smith asintió. Sin duda, el sargento Fletcher sabía qué llevaba entre manos.

—Para mi eterno pesar —prosiguió el sargento—, nunca llegué a conocer al difunto doctor Fu-Manchú. Si no me equivoco, señor, usted cree que era un alto mando de esa peligrosa sociedad, ¿verdad? Sin embargo, creo que podríamos ponernos en contacto con otras personalidades; por ejemplo, me han dicho que a una de las personas que usted busca la han descrito como «el hombre que renquea»…

Smith, que se disponía a encender de nuevo la pipa, dejó caer la cerilla a la alfombra y la pisó. Sus ojos centelleaban como el acero.

—El hombre que renquea —dijo, y levantó el pie despacio—. ¿Qué sabe usted del hombre que renquea?

El rostro de Fletcher enrojeció una pizca; sus palabras habían resultado más impactantes de lo que había pretendido.

—Hay un establecimiento en la zona de Shadwell del que sin duda habrá oído hablar —declaró—; no tiene nombre, pero los asiduos lo conocen como la Joy-Shop

El inspector Weymouth se levantó y su figura fornida empequeñeció la de su colega, más menudo.

—No creo que conozca el establecimiento de John Ki, señor Smith —dijo—. Mantenemos esos lugares bajo estrecha vigilancia, y hasta que afloró el asunto que nos ocupa, el local de John nunca nos había causado problemas.

—¿Qué es la Joy-Shop? —pregunté yo.

—Un lugar al que concurren por elementos sospechosos, la mayoría asiáticos —contestó Weymouth—. Una casa de juego, una licorería sin licencia y algo aún peor; pero nos resulta más útil abierta que cerrada.

—Una de mis tareas habituales consiste en echar un ojo a los visitantes de la Joy-Shop —continuó Fletcher—. Tengo muchos conocidos que frecuentan el lugar. Ni que decir tiene que no están al tanto de mi verdadero trabajo. Bueno, pues últimamente varios me han preguntado si conozco al hombre que se pasea renqueando por el local con dos bastones. Al parecer, todo el mundo lo ha oído, pero nadie lo ha visto.

Nayland Smith se puso a ir y venir por la habitación.

—Yo mismo lo he oído —añadió Fletcher—, pero nunca he conseguido entreverlo siquiera. Cuando me enteré de los pormenores del misterio del Si-Fan, comprendí que quizás él fuera el hombre que andan buscando… En estos momentos tienen una oportunidad de oro para visitar la Joy-Shop y, si la suerte sigue acompañándoles, para echar un vistazo entre bastidores.

—Soy todo oídos —le espetó Nayland Smith.

—Una mujer llamada Zarmi ha hecho acto de presencia hace poco en la Joy-Shop. Hablando claro, apareció más o menos al mismo tiempo que el misterioso hombre que renquea…

Los ojos de Nayland Smith ardían de nerviosismo contenido; recorría la habitación de un lado a otro con rapidez mientras se palpaba el lóbulo de la oreja izquierda.

—De algún modo, es distinta de todas las mujeres que he visto en el local. Es euroasiática y muy guapa, al estilo de una tigresa. He hecho lo posible —esbozó una pequeña sonrisa— por hacer buenas migas con ella y, hasta cierto punto, lo he conseguido. Estuve allí ayer por la noche y Zarmi me preguntó si conocía a alguien que fuera lo que ella llamó «un tipo duro». «Todos estos —me comentó con desprecio refiriéndose al resto de la concurrencia— son unos mamarrachos».

»Yo no tenía nada concreto a la vista en aquel momento, pues no me había enterado de que usted había regresado a Londres, pero pensé que, de todas formas, algo podía salir de aquello, así que le prometí llevar a un amigo esta noche. No sé qué quiere que hagamos, pero…

—¡Cuente conmigo! —le exclamó Smith—. Usted y Weymouth ocúpense de los preparativos, y yo acudiré esta noche a New Scotland Yard con tiempo para ponerme un disfraz apropiado. Petrie —se volvió hacia mí con ademán impetuoso—, me temo que tendré que acudir sin usted, pero como ve iré bien acompañado, y seguro que Weymouth le busca alguna función en su parte del plan de esta noche.

Echó un vistazo a su reloj.

—¡Ah! Debo irme. Si me hace el favor, Petrie, de guardar el cofre de latón en la maleta pequeña, mientras me pongo el abrigo, quizá Weymouth, al salir, tenga la bondad de mandar pedir un taxi para mí. No respiraré tranquilo hasta que nuestra desagradable mercancía esté a salvo en la cámara de seguridad del banco.

El regreso de Fu-Manchú
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