3. LA TUMBA DEL MONO NEGRO

I

Cualquiera habría pensado, en el transcurso de aquella singular reunión en la cabaña, que la vida no tenía más sorpresas que ofrecerle. Poco imaginaba lo que me deparaba el destino. Aquello era sólo el principio. El alba se acercaba; sin embargo, antes de que el sol tiñese de rojo el valle del Nilo, me vería obligado a afrontar experiencias incluso más extrañas.

Salí de la cabaña con Rima y nos encaminamos a la tienda. Cualquier sensación de seguridad se había esfumado. Nadie sabía qué esperar una vez que la sombra de Fu-Manchú se cernía sobre nosotros.

—Imagínense a una persona alta, delgada y felina, de hombros altos, cejas como las de Shakespeare y rostro de demonio… Unos ojos alargados, magnéticos, verdes como los de un gato…

No conseguía alejar de mi pensamiento la descripción hecha por Petrie; sobre todo aquello de «alta, delgada y felina… ojos verdes como los de un gato…».

Vi encenderse una luz en la tienda de Rima. Recogió a toda prisa parte de su equipo fotográfico y se reunió conmigo, mientras Ali se acercaba a nosotros con el rifle al hombro.

—¿Alguna novedad, Ali Mahmoud?

—Nada, efendi.

Cuando regresamos a la cabaña, me percaté de que todos nos aguardaban con impaciencia. Aquella timidez deliciosa que tanto me gustaba —pues pocas chicas son tímidas— se adueñó de Rima cuando comprendió que todos estábamos deseando escuchar lo que iba a decirnos. Era tan menuda y encantadora, estaba tan llena de vida, que la nota grave que teñía su voz en momentos críticos me había parecido, la primera vez que la oí, ajena a su verdadera personalidad. Los ojos grises y fijos pertenecían a la auténtica Rima, a la muchacha tímida.

—Por favor, no esperen gran cosa —advirtió echando un rápido vistazo en derredor—, pero creo que quizá les ayude en algo. En realidad, yo no tenía preparación suficiente para trabajar aquí, pero… tío Lionel fue un encanto, y yo quería venir. La verdad es que sólo he hecho fotografías de la naturaleza; quiero decir hasta ahora. —Se inclinó y abrió la carpeta que había dejado sobre la mesa—. Suelo poner trampas para todo tipo de pájaros y animales —agregó.

—¿A qué se refiere con «trampas», señorita Barton? —preguntó Weymouth.

—Bueno, quizás usted no lo sepa. Consisten en un cebo sujeto al disparador de la cámara.

—Queda claro. No hace falta que explique más.

—Fotografiar animales nocturnos resulta más complicado, porque el tirón del cebo tiene que hacer estallar una carga de polvo de magnesio además de exponer la película. Falla a menudo. Sin embargo, coloqué una trampa (con la cámara bien escondida) en el altiplano, justo a la entrada del viejo pozo.

—¡El pozo de Lafleur! —exclamé.

—Sí; me pareció ver un rastro de chacales y nunca he tomado un primer plano de un chacal. ¡La noche anterior a mi partida hacia Luxor algo cayó en mi trampa! Me quedé atónita, porque el cebo parecía intacto. Era como si alguien hubiese tropezado con él, pero no alcanzaba a imaginar cómo alguien había ido a parar allí a esas horas de la noche; ni a ninguna hora, en realidad. —Guardó silencio por un instante y miró a Weymouth. Luego continuó—: Me llevé la película a Luxor, pero hasta hoy no la había revelado. ¡Cuando he visto la imagen, no daba crédito a mis ojos! He hecho una copia. ¡Miren!

Rima colocó la fotografía sobre la mesa, y todos nos inclinamos para mirarla.

—Para disparar la cámara y aparecer enfocados, tenían que estar saliendo del pozo. La verdad, no acierto a comprender por qué dejaron la cámara donde estaba, a menos que no lograran encontrarla o que el flash los asustase.

Miré la fotografía, aturdido.

Aparecían tres rostros; uno de medio perfil, borroso e irreconocible. El más cercano era inconfundible. ¡Se trataba del hombre bizco que me había seguido a El Cairo!

Aquello por sí solo ya resultaba alarmante. Sin embargo, la segunda cara —la de alguien situado justo detrás de aquel— me dejó literalmente sin habla. Era el rostro de una mujer. Llevaba el velo negro de las nativas, pero se lo había echado a un lado, de modo que sus rasgos marcados se distinguían a la perfección.

Ojos brillantes, una pizca rasgados… Nariz tallada con precisión, algo grande para los cánones clásicos… Labios carnosos y entreabiertos… Contorno ovalado…

—¡Ese es un dacoit! —oí decir a Petrie—. ¡Señorita Barton, es increíble! ¡Mire la marca que lleva en la frente!

—Ya la he visto —contestó Rima—, pero no sabía qué significaba.

—Pero… —interrumpí yo, nervioso.

—¡Greville! —exclamó entonces Forester—. ¿La ve?

—La veo perfectamente —dije yo—. Weymouth… ¡La mujer que aparece en la fotografía es madame Ingomar!

El regreso de Fu-Manchú
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