19. LA JUNGLA SECRETA
El lugar representaba un auténtico paraíso para un aficionado a los bulbos, una jungla de ensueño, casi impenetrable ya que la riqueza exuberante de las plantas había invadido casi por completo los estrechos senderos.
Mientras nos adentrábamos en el invernadero, descubrí que estaba dividido en varios compartimentos y que la temperatura, en lo que eran en realidad unas incubadoras individuales, variaba desde lo tropical hasta lo subtropical. Las puertas disponían de un sistema muy ingenioso de abertura. Mediaba entre ellas un espacio lo bastante amplio para contener a varias personas y, junto a un termómetro, había un indicador que podía graduarse a la temperatura adecuada, y cada puerta se cerraba antes de que se abriera la siguiente.
He de confesar que me sentía como si hubiese dejado de existir. Estaba del todo abrumado por las flores, por esa jungla, por la intensa vitalidad que emanaba de la personalidad de mi guía. Era el reino de la fantasía y al mismo tiempo no lo era. Era una realidad demente, el sueño de un supercientífico, de un genio cuya brillantez rebasaba toda norma y se evidenciaba en un follaje especial, en unos capullos únicos.
El doctor Fu-Manchú tuvo la amabilidad de comentar para mí cada detalle de la visita.
Me enseñó, para empezar, unas especies que yo había estado buscando en vano en las selvas de Brasil; unas orquídeas que, durante una larga expedición en Borneo, me había resultado imposible hallar; unas variedades indias y otras especies de las marismas birmanas…
—Eso es el mango, una fruta que hemos logrado aclimatar hace sólo dos meses… Observe, junto a sus raíces, esas bellas flores que despiden un intenso perfume… Cyripedium cycaste; una especie híbrida que hemos cultivado con éxito en esas incubadoras por primera vez… Aquellas enormes flores son rosas trepadoras…, sin perfume, desde luego, pero muy interesantes…
En un sendero muy estrecho encima del cual colgaba una especie muy particular de Hibiscus cuajado de flores, se detuvo, señalándome algo con la mano.
Vi unas plantas de grandes hojas y, un poco más lejos, un drosophyllum de la misma clase que las que ya había tenido oportunidad de contemplar en dos ocasiones.
—Estas variedades insectívoras —dijo el doctor Fu-Manchú— nos han sido de cierta utilidad en varios experimentos. He retenido algunos aspectos de ese interesante tema sobre el que le rogaré que empiece a investigar en breve. Llegamos ahora a la sala de investigaciones botánicas.
Abrió una puerta y, con una mano amarilla de largas uñas, me indicó que lo siguiera.
Obedecí.
Cerró la puerta y graduó el indicador de temperatura mientras seguía hablando.
—Trabajará bajo las órdenes de nuestro compañero Herman Trenck…
—¿Cómo? —sus palabras me hicieron reaccionar—. ¿El doctor Trenck? ¡Trenck murió hace cinco años en Sumatra!
El doctor Fu-Manchú abrió la segunda puerta y vi un laboratorio magníficamente equipado, pero mucho más pequeño que aquel en el que me encontraba unos momentos antes.
Un chino, vestido con un guardapolvo blanco parecido al mío, saludó a mi guía y se apartó para dejarnos entrar.
Inclinado sobre un microscopio, vi a un hombre de pelo canoso que llevaba barba. Me había sido presentado en una ocasión, y yo había asistido a dos de sus conferencias. Se irguió y se volvió hacia nosotros.
No había duda posible. Se trataba en efecto de Herman Trenck… ¡que había muerto hacía cinco años!
El doctor Fu-Manchú me miró.
—Tendrá usted el privilegio, señor Sterling —dijo—, de conocer, bajo mi techo, a muchos muertos famosos. —Y miró al célebre botánico holandés—: Compañero Trenck permítame que le presente a su nuevo ayudante, el compañero Alan Sterling, de cuyos trabajos ha oído usted hablar.
—Sí, por supuesto —dijo el holandés con cordialidad, y se adelantó para estrechar mi mano—. Tengo mucho gusto en conocerle, señor Sterling, y me siento muy honrado de contar con su colaboración. Estoy familiarizado con sus recientes trabajos en Brasil para la Sociedad Botánica.
Nos dimos un apretón de manos. Estaba soñando. Ese encuentro sólo podía ocurrir en un sueño.
Los méritos del doctor Trenck en vida eran indiscutibles. Se trataba de uno de los grandes de la botánica. Pero ahora, pensé, había penetrado en un mundo de espíritus, guiado por un mago prodigioso.
—Si me permite —dijo Trenck—, hay algo aquí que debo consultar con el doctor.
No contesté. La estupefacción me había dejado sin palabras, con la convicción cada vez más arraigada de que mi primera impresión era correcta y que estaba definitivamente muerto. Vi a la alta y enjuta silueta, en su túnica amarilla, encorvarse sobre el microscopio. Herman Trenck vigilaba con una profunda ansiedad cada uno de sus movimientos.
—Todavía no —dijo el chino al erguirse—. Pero le falta poco.
—Estoy convencido —repuso el botánico holandés con mucha seriedad.
—¿De que me equivoco?
—Probablemente, doctor, el que se equivoca soy yo…
Mientras les escuchaba hablar, seguro ya de hallarme en el más allá, una frasecita pronunciada con una voz suave y musical acudió de golpe a mi memoria: «Piense en mí como Derceto…».
¡Fleurette!
Su recuerdo era lo bastante poderoso como para arrancarme por un momento de aquel laboratorio fantasmal, para hacerme olvidar al doctor Fu-Manchú y al botánico muerto que se dirigía a él con tanta seriedad.
¿Era Fleurette también un fantasma?
¿Formaba parte de esa vida que había sido la mía hasta entonces, o era también una muerta viviente? En cualquier caso, pertenecía al doctor Fu-Manchú; y todo lo que había imaginado respecto a ella estaba aniquilado, devastado por el inexorable maremoto que me había precipitado en ese mundo de espectros… Otra idea me asaltó de repente. ¡Tal vez había perdido el juicio!
Durante mi pelea con el dacoit, quizá me había golpeado en la cabeza y todo eso era solamente un sueño; delirio, imaginación febril.
En medio de todas estas especulaciones caóticas, una voz gutural lanzó una orden:
—¡Sígame!
Y, como un autómata, lo seguí.