16. EL DACOIT

—Lo llaman al teléfono, señor Sterling.

Regresé a la realidad bruscamente, como un hombre al que despiertan. Un horrible presentimiento me invadió. Me levanté.

—¿Sabe quién es?

—Creo que el nombre es doctor Cartier, señor…

En aquel instante, olvidé a Fleurette y a su misterioso acompañante; el hombre amarillo que me acechaba se esfumó de mi mente tan de repente como había desaparecido de mi vista. Eran noticias de Petrie, y algo me decía que sólo podían ser malas.

Me apresuré hacia la cabina del teléfono y tomé el auricular.

—¡Diga, diga! Soy Alan Sterling. ¿Es usted el doctor Cartier?

La voz de Brisson me contestó: su modo de hablar no presagiaba nada bueno.

—He dado el nombre del doctor Cartier pensando que, quizá, no se acordaría del mío, señor Sterling. No me habría atrevido a molestarlo, porque sin duda apenas habrá empezado su cena, si no le hubiera prometido ponerle enseguida al corriente de todo lo que ocurriera.

—¿Qué pasa? —pregunté con impaciencia.

—Prepárese a oír lo peor.

—¿No…?

—¡Desgraciadamente, sí!

—¡Dios mío!

—No hubo convulsión final… ni cambio alguno en su estado. El «seiscientos cincuenta y cuatro» tal vez lo habría salvado si hubiéramos sabido qué tratamiento aplicar después de la primera inyección. Pero del coma se decayó poco a poco hasta… morir.

Mientras escuchaba estas palabras, toda mi visión del futuro se modificó en un instante. Una rabia fría, una rabia que nunca me abandonaría, se apoderó de mí. Aquellos implacables demonios, por una razón que no alcanzaba a imaginar, habían acabado con una vida honorable y provechosa; ese hombre tan bondadoso, que había consagrado su vida a ayudar al prójimo, había sido eliminado sin piedad.

Muy bien… Era un crimen, un crimen premeditado y cruel. A este juego podía jugarse entre dos. Lo que ya había hecho una vez lo repetiría todas las veces necesarias, ¡hasta acabar con todos los miembros de esa pandilla de desalmados!

¡El doctor Fu-Manchú!

Si semejante ser existía de verdad, sólo pedía que me pusieran frente a frente con él. Aquel, lo juraba, sería su último momento, y aunaría todos mis esfuerzos para conseguirlo.

Fah Lo Suee, una mujer y, sin embargo, una de ellos. Los franceses no habían dudado en ejecutar a las mujeres espías durante la guerra mundial. Tampoco dudaría yo en adelante.

Me hallaba en lo alto de las escaleras cuando Victor Quinto posó la mano sobre mi hombro. Los detalles de mi plan eran todavía confusos, pero mi objetivo inmediato era claro. Uno de los birmanos vigilaba mis movimientos. Encontraría a ese birmano y, con todas las precauciones posibles para escapar sano y salvo, lo mataría…

—¿Ha recibido malas noticias, señor Sterling?

—El doctor Petrie ha muerto —respondí y corrí escaleras abajo.

Supongo que varias miradas de curiosidad acompañaron mi salida precipitada; Fleurette, quizá, me había visto. Ya no me importaba. Crucé la calle y subí por la acera empinada. Un hombre deambulaba por allí, fumando un cigarrillo, con el aspecto del típico obrero francés; recordé que había permanecido allí casi durante todo el tiempo que el dacoit había estado vigilando el restaurante.

—Perdone —lo abordé.

El hombre se detuvo y se volvió.

—¿Ha visto por casualidad a un oriental que estaba por aquí hace unos minutos?

—Claro que sí, m’sieur. ¿Un marinero de uno de los yates extranjeros del puerto, supongo? Se marchó hará unos dos minutos.

—¿Por dónde?

Alzó la mano, señalando hacia abajo.

—Hacía el Jardín des Suicides —contestó con una sonrisa.

—Un lugar muy adecuado si lo pesco allí —refunfuñé; y en voz alta—: Beba a mi salud —dije, poniendo un billete en su mano—. La necesitaré…

—Gracias, m’sieur, y buenas noches…

Recuerdo que puse el coche en marcha y conduje despacio carretera abajo hacia la esquina del Café de París. No había rastro del birmano. Una vez allí, me detuve para contemplar el bullicio que rodeaba el casino, algunas caras conocidas en las terrazas de los cafés, un gendarme con un informe que parecía sacado de una opereta de Offenbach, el autocar de un hotel…

No había cambiado de parecer; pero me percaté de repente de la inutilidad de aquella búsqueda. Debía echar el anzuelo con cautela; de nada me serviría perseguir a un tiburón furtivo. Mi sitio estaba junto a Cartier, junto a mi pobre y querido Petrie, en el centro mismo de esa escuela del crimen…

Emprendí el camino. No había cenado; tampoco había probado el vino. Sin embargo, me impulsaba un propósito mucho más estimulante que la comida o la bebida.

Dicho propósito, lo comprendía ahora claramente, era la venganza. Una parte de mi ser, la escocesa, había percibido la Cruz de Fuego. Estaba sedienta de sangre. Dedicaría mi vida a una causa sagrada: la destrucción del doctor Fu-Manchú y de todo lo que representaba.

¡Petrie estaba muerto!

Había que aceptarlo. Temía mi próximo encuentro con sir Denis: su dolor sería aún más profundo que el mío.

Y mientras estas amargas reflexiones atravesaban mi mente, seguía carretera adelante a toda velocidad, como si la Providencia guiara el volante.

Sin haberme fijado en señal alguna, me encontré en lo alto de la carretera de la Cornisa. Por encima de un trozo roto del parapeto, tomando una curva cerrada, divisé abajo a lo lejos, frente a mí, unas luces centelleantes. Eran, pensé, las luces de Sainte Claire de la Roche. Aminoré un poco la velocidad para llenar una pipa.

Era una noche apacible. No se oía ningún ruido de tráfico. Recordé haber colocado una caja de cerillas que me sobraba en un pliegue de la capota de lona. Me volví para alcanzarla…

¡Una horrible cara amarilla, con los ojos entornados, me observaba!

¡El dacoit iba subido en el maletero!

No me paré a analizar el significado de su terrible expresión, qué parte podía haber en ella de odio y qué parte de miedo, al verse descubierto de repente. Pero el siguiente movimiento del birmano indicaba claramente que en mi rostro se leía una determinación feroz.

Saltó al suelo y echó a correr.

Se alejó en sentido contrario: no podía dar media vuelta pero salí del coche y me lancé tras él en menos tiempo del que necesito para recordarlo. Era un juego mortífero: ¡la ley del más fuerte!

El hombre corría como un rayo. Ya me llevaba unos veinte metros de ventaja. Aplicando todas mis fuerzas, conseguí reducir un poco la distancia que nos separaba. Miró hacia atrás. Vi brillar sus dientes a la luz de la luna.

Me detuve por un momento, apunté con el revólver y disparé. Siguió corriendo. Disparé de nuevo.

No dejaba de correr. Emprendí otra vez la persecución, pero el dacoit tenía una ventaja de unos treinta metros. Si lo había dudado en algún momento, sabía ahora con certeza que corría para salvar su vida.

En cien metros, no conseguí ganar terreno. A esa velocidad, no tenía suficiente aliento para correr cien metros más. Y, justo en aquel instante —si no me hubiera faltado el aliento, me habría puesto a gritar de alegría—, tropezó, se tambaleó ¡y cayó de rodillas!

Me abalancé sobre él. Estaba a menos de tres metros cuando se volvió, extendió el brazo, y algo rozó mi cabeza agachada con un zumbido.

¡Una navaja!

Me detuve y disparé de nuevo a quemarropa.

El birmano levantó los brazos y cayó de bruces en medio de la carretera.

—¡Otro por Petrie! —exclamé, respirando con dificultad.

Me incliné hacia él e iba a darle vuelta cuando ocurrió una cosa sorprendente.

El hombre se retorció con un horrendo movimiento parecido al de una serpiente. Anudó sus piernas alrededor de mis muslos y ¡me clavó unos dedos como garfios en la garganta!

Con una mueca de animal salvaje, acorralado pero inconquistable, atenazó sin piedad mi cuello entre sus manos… El mundo empezó a girar en torno a mí; un murmullo que me recordaba al del mar empezó a llenar mis oídos.

Tuve la impresión de que, a lo lejos, un coche se acercaba… De entre los dientes apretados del dacoit goteaba una baba sanguinolenta.

El regreso de Fu-Manchú
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