II

Transcurrió una semana. El tratamiento de Petrie obró maravillas y, cierto día, mirando el bullicio de Picadilly desde la salita del hotel, comprendí que lo peor había pasado.

Había perdido un mes de mi vida. Como en los antiguos relatos árabes, me habían transportado desde el oasis de Jarya hasta algún lugar de Limehouse. Habían cortado en seco el discurrir de mis tranquilas costumbres, y la impresión sufrida al saberlo me había desorientado. No obstante ya estaba resignado, por decirlo de algún modo, y también más predispuesto a afrontar la verdad; en suma, me hallaba casi recuperado.

—Los extraordinarios resultados obtenidos con sir Lionel —dijo Petrie, que estaba justo a mi espalda— han sido de gran ayuda en su caso, Greville.

—¿Se refiere al éxito del tratamiento que le sugirió sir Brian Hawkins?

—Sí… Al menos, eso creía.

Desvié la vista de la ventana y miré a Petrie con curiosidad. Su expresión me llamó la atención.

—No lo entiendo, doctor. Usted envió un telegrama desde Luxor a sir Brian, a Londres, explicándole cuál era el estado del jefe. Él respondió que había comentado los pormenores del caso con un tal doctor Amber (un antiguo ayudante suyo), quien por suerte estaba en El Cairo, y que dicho ayudante se pondría en contacto con usted.

—Exacto, Greville. El tal doctor Amber me telefoneó, discutió el caso conmigo, dijo que estaba de acuerdo con las sugerencias del doctor Brian y me mandó, por correo urgente, una caja pequeña. Contenía un tercio de un dracma líquido de cierto preparado, cuya etiqueta indicaba: «Uno al día mínimo por vía subcutánea hasta que el paciente se recupere». Tras cuatro inyecciones, sir Lionel se repuso por completo, pero no recordaba lo sucedido desde el momento del ataque hasta el instante de abrir los ojos en su habitación del hotel de Luxor.

—Todo parece muy sencillo, Petrie, y un gran acierto por parte de Brian Hawkins. Usted llegó a la conclusión de que yo sufría los efectos de una sobredosis de la misma droga…

—Así que probé el mismo tratamiento… con idénticos y fantásticos resultados. —Calló por un instante, me miró fijamente a los ojos y prosiguió—: Cuando llegamos a El Cairo (como ya sabe, pospuse la partida), el doctor Amber ya se había marchado del hotel. Y cuando llegamos a Londres, sir Brian Hawkins estaba en el extranjero. Ha regresado esta mañana.

—¿Y bien? —dije, pues había vuelto a interrumpirse y continuaba mirándome con aquella curiosa expresión.

—Sir Brian Hawkins no recibió mi telegrama.

—¿Qué?

—No conocía a nadie llamado doctor Amber, y el preparado, del cual yo había traído una muestra, le resultaba totalmente desconocido.

—¡Dios mío!

—No se preocupe por eso, Greville. Hemos caído víctimas de una ingeniosa conspiración, pero el conspirador desconocido ha salvado dos vidas muy valiosas… ¡Y ha derrotado a Fah Lo Suee! Discúlpeme, pero ahora debo marcharme. Por favor, quédese, como si estuviera en su casa. Mi mujer quiere hacer algunas compras, y nunca la dejo salir sola, ni siquiera en Londres. Ya sabe por qué —añadió en tono significativo.

Asentí.

—Rima y sir Lionel llegarán mañana —me informó—, y me imagino que estará usted contando las horas.

El regreso de Fu-Manchú
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