7. CHINATOWN
—No resultará nada fácil —dijo el inspector Weymouth— vigilar las cercanías de la Joy-Shop de John Ki sin que se lo huelan. La entrada, como verá, está en un callejón de mala muerte, largo y estrecho, que discurre perpendicular al Támesis. Que yo sepa, no hay ningún lugar desde donde se domine el patio de entrada, y la parte trasera da a la zanja de una fábrica de algodón abandonada.
Presté poca atención a sus palabras. Disfrazado de modo que nadie me habría reconocido, ni siquiera mis más allegados, estaba impaciente por ponerme en marcha. Iba a ocupar el lugar de Smith en el plan de la noche pues, tanteada en vano toda posible fuente de información, rogaba a Dios que me permitiese obtener alguna pista sobre el paradero de mi pobre amigo en el garito chino que él había planeado visitar con Fletcher.
Este último, que ofrecía una estampa extraña disfrazado de algo semejante a un marinero mestizo, miró al inspector con ademán pensativo.
—El bote de la policía fluvial —dijo— puede bajar con la marea y quedarse flotando bajo la ribera de Surrey. Hay un muelle vacío orientado hacia el final de la calle. Podemos deslizamos hasta él y encender una luz para indicarles que hemos llegado. Ustedes deben contestar del mismo modo. Si hay algún problema, dispararé al aire con esto —nos enseñó la culata del revólver reglamentario que le abultaba el bolsillo de la cadera—, y ustedes podrán saltar a tierra en un santiamén.
El plan era digno de elogio, sobre todo porque a nadie se le ocurría otro. En consecuencia lo aprobamos y cinco minutos después un coche salió del Yard cargado con el inspector Weymouth y dos acompañantes de aspecto rufianesco: Fletcher y yo.
Todo el entusiasmo con el que en cualquier otro momento habría emprendido una expedición semejante brillaba entonces por su ausencia. Me atenazaba una preocupación tan grande que no era capaz de hablar; sólo daba respuestas monosílabas a preguntas que casi no entendía.
En el almacén de la policía fluvial nos aguardaba el inspector Ryman, un viejo conocido. Weymouth le había telefoneado desde Scotland Yard.
—Tengo una motora en el rompeolas —dijo Rayman mientras saludaba a Fletcher con un gesto y clavaba la vista en mí.
Weymouth estalló en una carcajada.
—¡Está claro que no ha reconocido al doctor Petrie! —dijo.
—¡Eh! —exclamó Ryman—. ¡Doctor Petrie! ¡Cielos, doctor, no lo habría reconocido en la vida! ¿Qué se cuece, pues? —Se volvió hacia Weymouth, arqueando las cejas con gesto inquisitivo.
—El asunto del doctor Fu-Manchú otra vez, Rayman.
—¡Fu-Manchú! ¡Pero si pensaba que el caso de Fu-Manchú se había cerrado hacía mucho tiempo! Siempre fue un misterio para mí, ni una palabra en los periódicos y nosotros tan perdidos como el que más. Pero ¿no habían dicho que el chino, Fu-Manchú, había muerto?
Weymouth asintió.
—¡Sí, pero por lo visto algunos de sus amigos están vivitos y coleando! —respondió—. Al parecer, Fu-Manchú, a pesar de su gran talento (y no se puede negar que era un genio, Ryman) sólo era el agente de alguien muchísimo más importante.
Ryman silbó por lo bajo.
—¿Entonces han dado con el pez gordo?
—Hemos descubierto que nos enfrentamos a lo que se conoce como el Si-Fan.
—¿Qué es el Si-Fan? —le preguntó Ryman sin comprender.
Me reí a mi pesar. El inspector Weymouth sacudió la cabeza.
—Quizás el señor Nayland Smith sabría decírselo —contestó—; ¡porque el Si-Fan lo ha atrapado hoy!
—¡Lo ha atrapado! —exclamó Ryman.
—¡Como lo oye! ¡Ha desaparecido! Y Fletcher ha descubierto que el local de John Ki tiene relación con el asunto.
Los interrumpí, me temo que con impaciencia.
—Pongámonos en marcha, inspector —dije—. Me parece que estamos perdiendo un tiempo precioso, y ya sabe lo que esto puede significar. —Me volví hacia Fletcher—. ¿Dónde está situado ese lugar exactamente? ¿Cómo iremos?
—Un coche nos acercará parte del camino —me informó—. El resto tendremos que recorrerlo andando. ¡Por lo general los clientes de John no aparecen en automóvil!
—Entonces salgamos —dije, y me encaminé hacia la puerta.
—¡No olviden la señal! —gritó Weymouth a mis espaldas—, y no se les ocurra entrar hasta haber recibido nuestra respuesta…
Yo ya estaba fuera, y Fletcher me pisaba los talones. Momentos después ambos íbamos en el coche, que se internaba en un laberinto de calles tortuosas hacia la Joy-Shop de John Ki.
Al anochecer la lluvia había cesado, pero el cielo seguía muy nublado y el aire se notaba pegajoso de la humedad. Era el momento ideal para añorar los cielos meridionales, y cuando, tras despedir al conductor, echamos a andar por una calle lodosa y mal iluminada, flanqueada por paredes de ladrillo cuya monotonía sólo rompía un portalón de vez en cuando, sentí que la depresión que llevaba a cuestas acabaría por hundirme.
A mis oídos llegaron los ruidos del cambio de vía de algún apartadero del ferrocarril; silbidos de tren y avisos de niebla chiflaban y retumbaban. También se oía el murmullo del río, pues nos hallábamos muy cerca del Támesis, esa corriente vieja y gris que ha llevado en andas a más de una pobre víctima del hampa londinense. En lo alto, el cielo refulgía rojizo y sombrío.
—Ahí está la Joy-Shop; un poco más adelante, a mano izquierda —señaló Fletcher interrumpiendo mis pensamientos—. Atisbará una luz tenue; se cuela por la puerta abierta. Bueno, aquí está el muelle.
Palpó a tientas el cerrojo del portalón desvencijado que había ante nosotros.
—Ya está… Entre —me indicó instantes después.
Lo seguí por el hueco estrecho, el único acceso que el estado ruinoso de las puertas le había permitido practicar, y me encontré mirando un arco bajo, con el Támesis al fondo, y unas pocas luces borrosas que se encendían y se apagaban en la otra orilla.
—¡Cuidado! —me previno Fletcher—. Sólo hay unos pocos pasos hasta el borde del muelle.
Oí que se sacaba una caja de cerillas del bolsillo.
—Tome mi linterna —dije—. Dará más luz.
—Bien —murmuró mi compañero—. Ilumine el suelo, para que veamos dónde pisamos.
Con la ayuda de la linterna nos dirigimos hacia los maderos podridos de la peligrosa estructura. La niebla era más densa sobre el río, pero a través de la misma, como si de una cortina de gasa sucia se tratase, era posible distinguir las luces más potentes de la orilla opuesta. No obstante, todas brillaban muy por encima de la cortina de bruma; justo encima del nivel del agua se extendía una franja de oscuridad.
—Déjeme enviarles la señal —dijo Fletcher con un leve estremecimiento, tomando la linterna de mi mano.
Encendió la luz dos o tres veces. A continuación, ambos observamos la franja de oscuridad que empezaba en la ribera de Surrey. El agua lamía los pilares que aguantaban el muelle y bajo nuestros pies sonaban tenues susurros y gorgoteos. En cierto momento oímos un débil chapoteo, abajo, a nuestras espaldas.
—Ahí va una rata —comentó Fletcher con tono distraído, sin apartar la mirada de la oscuridad que se extendía bajo la orilla lejana—. Ha ido hacia la zanja de detrás del establecimiento de John Ki.
Calló y encendió la linterna repetidamente. Entonces, de improviso, apareció un pequeño punto de luz en la oscuridad tenebrosa que escudriñábamos. Parpadeó una, dos, tres veces, muy adentro de aquellas aguas oleaginosas; luego desapareció.
—Es Weymouth con el bote —dijo Fletcher—. Están preparados… Vamos, al local de John Ki.
Avanzamos a trompicones por el trecho desierto que discurría bajo el arco y salimos a la calle, sin olvidar dejar aquellos portalones desvencijados como los habíamos encontrado. Enfilamos el inhóspito callejón que quedaba al otro lado, y justo donde un leve fulgor amarillento iluminaba el camino Fletcher se detuvo por un instante.
—¡No hable si puede evitarlo! —me susurró—. Si lo hace, farfulle algo de jerga en el idioma que quiera, y suelte un montón de maldiciones.
Me agarró del brazo y pronto me vi cruzando el umbral de la Joy-Shop para ir a parar a un cuartucho miserable de unos cuatro metros cuadrados, de techo bajo, donde se apreciaba un fuerte olor a aceite de parafina. Los escasos muebles apenas se distinguían a la luz de una lámpara de hojalata normal y corriente que descansaba sobre un cajón de embalaje en lo alto de lo que parecían las escaleras del sótano.
De repente me detuve, pues aquel antro maloliente no correspondía a la idea que me había formado del lugar. Me disponía a hablar cuando Fletcher me dio un pellizco en el brazo… ¡y de entre las sombras, por detrás de la caja de embalaje, salió una figura pequeña y encorvada!
Me sobresalté, pues no había imaginado que hubiera alguien más en la habitación. La aparición resultó ser un chino y, a juzgar por lo que alcanzaba a ver, un chino muy viejo. Llevaba una bata azul, y sus ojos eran casi invisibles entre el intrincado mapa de arrugas que surcaban el rostro amarillento.
—Buenas, John —saludó Fletcher, y, tirando de mí, caminó hacia el arranque de las escaleras.
Cuando pasaba junto al cajón, el chino levantó la lámpara y me iluminó el rostro de lleno.
Pese a la gran fe que tenía en el maquillaje, la duda y el temor me asaltaron cuando los ojos ancianos y astutos de aquella cara simiesca, parecida a una máscara, me escudriñaron. El chino habló por primera vez.
—¿Has tlaido un amigo, Chali? —chirrió con una voz aflautada.
—A jugar una buena partida —contestó Fletcher con laconismo—. Buen tipo, mucha pasta.
Bajó las escaleras sin soltarme el brazo, y yo lo seguí a la fuerza. Por lo visto, el escrutinio de John y la explicación de Fletcher respecto a mi persona habían sido satisfactorios, pues la lámpara volvía a descansar sobre la tapa del cajón y la pequeña figura encorvada se esfumó de nuevo en las sombras de las que había emergido.
—Todo en orden —oí a lo lejos mientras bajaba a tientas detrás de Fletcher.
Había esperado llegar a un sótano, pero en cambio descubrí que estábamos en un pequeño patio cuadrado, otra vez sumidos en la niebla nocturna. De cara a nosotros, sobre un peldaño, había una lámpara idéntica a la de arriba. Obviamente, tenía la función de señalar la entrada de la Joy-Shop, pues Fletcher abrió la puerta y la luz del interior se reflejó en nuestras caras. Entramos y mi compañero cerró la puerta.
Ante mí, vislumbré una habitación alargada y chata iluminada por quemadores de gas cuyas llamas siseaban y chisporroteaban con la corriente que se colaba por la puerta, pues carecían de toda protección. Había mesas de madera alineadas como en un café, las superficies manchadas con la marca de innumerables vasos mojados. Varios grupos las ocupaban, casi todos de nacionalidad indefinida. En un rincón apartado distinguí a un par de chinos, pero mis escasas nociones de las razas orientales no me permitieron clasificar a la gran mayoría de los presentes. Había también muchas mujeres de aspecto poco atractivo.
Fletcher avanzó hasta el centro del local e intercambió gestos de saludo con dos jugadores de póquer de aspecto abatido. Me complació advertir que nuestra llegada, al parecer, no había llamado la atención. Por una abertura situada a la derecha de la sala, cerca del fondo, atisbé una estancia más pequeña, ocupada exclusivamente por chinos. Jugaban a algo parecido a la ruleta y a otro juego que acaparaba toda su atención. Sólo me atreví a echar un vistazo rápido y enseguida continué andando con mi compañero.
—Fan tan! —me susurró al oído.
En algunas de las mesas se desarrollaban otros juegos, y Fletcher, en silencio, me señaló un tercer departamento iluminado, que daba al rincón izquierdo de la sala principal. El ambiente de este último era abominable; despedía un hedor atroz, y cuando me detuve a la entrada del cubil me llegó una vaharada de un vapor asfixiante. Apenas me formé una vaga impresión del interior; el olor bastó. La dependencia, obviamente, estaba reservada para los fumadores de opio.
Fletcher se sentó a una mesita cerca de allí y yo me acomodé en una silla de madera normal y corriente que él apartó con el pie. No acertaba a imaginar cuál sería nuestro próximo paso. Estaba contemplando la escena sórdida, agobiado por la amarga sensación de no ser capaz de ayudar a mi amigo desaparecido, cuando ocurrió algo que aceleró los latidos de mi corazón y me llenó de inquietud y esperanza a un tiempo. Fletcher debió de notar algo en mi actitud, porque musitó:
—No olvide lo que le he dicho. ¡Sea prudente! ¡Sea muy prudente…!