3. LAS HOJAS MANCHADAS DE SANGRE

—¡Dios mío! ¡Es horrible! Tápelo de nuevo, doctor, es una pesadilla.

Me preguntaba por qué la Providencia, por otra parte tan generosa, permitía que semejantes horrores se abatieran sobre la humanidad. El hombre que se hallaba en el depósito de cadáveres, jornalero en un viñedo de la región, no había alcanzado todavía la madurez cuando esa nueva y tremenda variedad de peste había acabado con su vida.

—Esto es lo más asombroso.

Tocó la frente del muerto. Era de un color violeta oscuro desde el cuero cabelludo hasta las cejas. El rostro, bronceado por el sol, parecía deformado por una espantosa expresión de maldad y tenía los ojos en blanco.

—Es el rasgo más característico —añadió Petrie—. Una hemorragia subcutánea pero localizada en un sitio extraño. Es como si fuera una nube violeta, ¿verdad? Y cuando alcanza los ojos, se acabó.

—¡Que rostro más aterrador! ¡Nunca había visto nada parecido!

Salimos.

—¡Yo tampoco! —admitió Petrie—. Los primeros síntomas son muy parecidos a los de la enfermedad del sueño, pero luego progresan con una rapidez desconcertante. Empieza con unos tumores en los sobacos. Pero la última fase, el estigma negro, la sombra violeta que he logrado evitar en algunos otros casos, desborda el campo de mi experiencia. Y es entonces cuando la peste aparece. Pero ahora, de una manera totalmente inesperada, y confío mucho en que pueda usted ayudarme…

Si me hubiesen pedido que nombrara la cualidad dominante en la personalidad del doctor Petrie, habría contestado con toda evidencia que se trataba de la modestia.

Después de dejar el coche en el garaje, Petrie enfiló el sendero abrupto que bajaba hacia el invernadero donde había montado su laboratorio, a unos cien metros de la villa.

Entramos. El laboratorio era en realidad una amplia cabaña de jardinero que el dueño ausente de Villa Jasmin había convertido en un pequeño estudio. Un gran ventanal se extendía a lo largo de una de las paredes. Habían colocado delante una larga mesa blanca que ocupaba casi todo el espacio frente a la ventana. En un rincón, frente a la puerta, había un banco. Varios estantes soportaban una hilera de tubos de ensayo meticulosamente marcados, y un gran número de portaobjetos se apilaban cerca del microscopio.

En una parte del ventanal, atrajo mi atención el nuevo panel de cristal que había sido sustituido hacía menos de un mes cuando, una noche, lo había roto un misterioso ladrón para explorar el lugar. Petrie había mandado instalar entonces una persiana metálica en el interior de las ventanas que bajaba y cerraba con llave antes de abandonar el laboratorio. No había averiguado nunca la identidad del ladrón ni cuál había sido su objetivo al penetrar en el laboratorio.

De momento, gran parte de las ventanas estaban abiertas y el sol inundaba la habitación. Del jardín llegaba un zumbido continuo de abejas. Petrie tomó un pequeño tubo de ensayo cerrado, quitó el tapón y vertió su contenido en una batea. Se volvió hacia mí con una extraña expresión en su azorado semblante.

—¿Podría identificar esto, Sterling? —preguntó—. Este terreno es más suyo que mío.

Se trataba de unos largos tallos rematados en hojas magulladas que debían de haber sido de un color rojizo oscuro. Tomé una lupa y las examiné con detenimiento mientras el doctor me contemplaba en silencio. Pensé entonces que se trataba sin duda de unas partículas de polen adheridas a una materia espesa que rezumaban las hojas.

Estaban punteadas con unas motitas pardas que, supuse, formaban parte de la coloración de las hojas, pero un examen más minucioso me reveló que eran manchas.

—Es un drosophyllum —murmuré—, una variedad de atrapamoscas, pero de una especie tropical que nunca había visto hasta ahora…

Petrie escuchaba.

—Las manchas parecen lodo de un color pardo oscuro —continué— y diminutas partículas, posiblemente de polen…

—No es polen —interrumpió Petrie—. Son fragmentos de alas y de cuerpos de alguna variedad de insecto muy peludo. Pero lo que quisiera saber, Sterling, es esto…

Dejé la lupa y lo miré. La expresión de su rostro acusaba una seriedad aterradora.

—¿Cree que es posible encontrar esa planta en Europa?

—No, no es una especie europea. Es imposible que crezca tan al norte.

—De acuerdo. Esto, al menos, parece claro.

—¿Y cómo justifica las manchas?

—No sabría justificarlas —contestó Petrie despacio—, pero he descubierto qué eran.

—¿Y qué son?

—¡Sangre! ¡Sangre humana!

—¡Sangre humana!

Me quedé atónito.

—Parece asombrado, Sterling. Intentaré explicárselo.

Petrie repuso los fragmentos en el tubo y lo cerró herméticamente.

—Se me ocurrió esta mañana —prosiguió—, cuando usted se marchó. Me fui a inspeccionar el sitio donde nuestro último paciente había estado trabajando. Pensé que quizá descubriría en el lugar unas condiciones particulares que me proporcionaran una nueva pista. Al llegar, vi que era una terraza de cultivo escalonada, muy parecida a la nuestra. Estaba cercada por una tapia detrás de la cual se abría el desfiladero que une Sainte Claire con el mar. Ayer por la tarde había estado trabajando hasta la caída del sol, aproximadamente en la mitad de la ladera, junto a un depósito de agua. Se puso enfermo durante la noche, y los síntomas característicos aparecieron de madrugada.

»Permanecí allí… Reinaba un silencio absoluto; los inquilinos de la villa están pasando una temporada en Montecarlo; escuché los insectos. Iba preparado para capturar todos los que aparecieran. —Me mostró un equipo dispuesto en una pequeña mesa—. Cacé varios mosquitos de un tamaño respetable, y otras especies. Estaba a punto de marcharme cuando, en una zanja en la que nuestro hombre estaba seguramente trabajando al caer enfermo, vi esto… —Señaló el tubo que contenía las hojas violetas—. Estaban hechas trizas y pisoteadas en el suelo. —Se detuvo por un momento y continuó—: Aparte de los fragmentos que ya le he enseñado, no había nada encima de las hojas. Con seguridad un lagarto, al pasar, las había lamido… Pasé la hora siguiente en busca del árbol de donde procedían sin el menor éxito.

Guardamos silencio por unos instantes.

—¿Cree que existe una relación —pregunté lentamente— entre esa planta y la epidemia?

Petrie asintió.

—Desde luego —admití—, es asombroso. Si aceptara la idea, aunque no puedo, de que esa especie es capaz de crecer libremente en Europa, sería el primero en darle la razón. Según su teoría, las hojas en cuestión poseen la propiedad de propagar y albergar esos extraños gérmenes, de modo que cualquiera que recogiese una de esas hojas y la oliera, por ejemplo, ¿quedaría infectado de inmediato?

—Esa no es mi teoría —replicó Petrie pensativo—. Pero de todas formas, no está mal. No obstante, no explica lo de las manchas de sangre.

Vaciló por un instante.

—Hoy he recibido una carta muy extraña de Nayland Smith —continuó—. No he pensado en otra cosa desde entonces.

Sabía que sir Nayland Smith, ex jefe de policía, era uno de los amigos más antiguos de Petrie.

—Esto cae bastante lejos de su distrito, ¿verdad? —pregunté.

—Usted no lo conoce —prosiguió Petrie, absorto en sus pensamientos—, pero supongo que lo conocerá pronto. Nayland Smith es uno de los cerebros más brillantes de toda Europa y nada está fuera de su…

Calló de golpe, se tambaleó y se agarró a la esquina de una mesa. Un escalofrío violento sacudió todo su cuerpo.

—Escúcheme bien, doctor —grité, sujetándolo por los hombros—, tiene usted un comienzo de gripe o de otra cosa. Trabaja demasiado. Tómese un descanso y…

Se soltó de un tirón. Parecía muy agitado. Se acercó a un aparador, preparó un trago con manos temblorosas y se lo bebió. A continuación, extrajo de un cajón un tubo con una pequeña cantidad de un polvo blanco.

—Lo he llamado «seiscientos cincuenta y cuatro» —dijo, con ojos brillantes de fiebre—. No tengo el valor de experimentarlo con uno de mis pacientes. Pero incluso en el caso de que la madre naturaleza haya enloquecido de repente, ¡creo que esto le asombrará!

Lo miré preocupado:

—La verdad es que debería estar en la cama —dije—, su vida es lo más importante.

—Salga de aquí —repuso, esbozando una sonrisa—. Márchese, Sterling. Mi vida me pertenece y, mientras dure, tengo una tarea que cumplir…

El regreso de Fu-Manchú
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