4. FAH LO SUEE
I
—Será mejor que se meta en la cama, Greville —aconsejó Petrie de inmediato—. Al menos recuéstese. No creo que duerma, pero ya ha tenido bastante para una noche. Su trabajo ha terminado de momento. Ahora me toca a mí.
Me siento incapaz de relatar cómo reaccionaron los demás ante nuestro alucinante hallazgo; no estaba en condiciones de formarme una opinión.
Me apoyé en Petrie para remontar la cuesta del pasaje, y después me hizo beber un buen trago de su petaca, lo que me permitió subir las escalerillas con ayuda de Ali. Estaba furioso conmigo mismo por verme obligado a retirarme justo cuando la operación más asombrosa jamás emprendida por cirujano alguno estaba a punto de efectuarse: ¡la resurrección de un muerto! Sin embargo, cuando al fin me dejé caer en la cama, de vuelta en la tienda, terribles dudas se apoderaron de mí. Empecé a cuestionarme mi propia cordura.
Por suerte, la expresión de Ali Mahmoud, que, allí plantado, me miraba con preocupación, me tranquilizó al respecto. Aquel hombre imperturbable parecía conmovido hasta lo más profundo de su ser.
—Efendis —susurró—, ¡es magia negra! ¡Esa tumba es un lugar prohibido! —Se tocó el anillo de hierro que llevaba en la mano derecha y pronunció el takbir, pues era un musulmán devoto—. Todo el mundo me lo ha dicho. ¡Y es verdad!
—Eso parece —musité—. Regresa allí. Te necesitarán.
Siempre he apreciado al jefe, y aquella última ojeada a su rostro grisáceo, en las alucinantes circunstancias de nuestro descubrimiento, me había ofuscado. Lo que sabía acerca del doctor Fu-Manchú conformaba una especie de fondo borroso, como un panorama en movimiento detrás de aquella increíble fantasía. La cordura brillaba por su ausencia; no había nada seguro a lo que aferrarse.
¿Estaba muerto sir Lionel o aún vivía? Vivo o muerto, ¿quién había robado su cuerpo y por qué? Y el interrogante más inextricable de todos: ¿con qué objeto lo habían escondido en el sarcófago?
Un millar de preguntas más, igual de absurdas, se agolpaban en mi mente como una horda de incoherencias. Me apreté la cabeza y gemí. Oí unos pasos suaves, alcé la vista y vi a Rima de pie en la entrada de la tienda.
—¡Shan, querido! —exclamó—. ¡Tienes muy mal aspecto! No me extraña. Ya me han contado lo sucedido y, la verdad, aún no puedo creerlo. Oh, Shan, ¿de verdad… de verdad piensas que…?
Se arrodilló junto a mí y me tomó la mano.
—No lo sé —dije. Apenas oía mi propia voz—. Han ocurrido muchas cosas en muy poco tiempo y, bueno… casi me desmayo. Pero lo he visto.
—¿Crees que puedo ayudar en algo?
—No lo sé —contesté débilmente—. De ser así, Petrie te avisará. Al fin y al cabo, estamos en sus manos. No quiero que te hagas muchas ilusiones, querida. Lo de ese misterioso «antídoto» me parece una auténtica locura. Esas cosas escapan por completo al conocimiento humano ordinario.
—Pobrecito —dijo Rima, y me acarició el cabello con ternura.
Su contacto me resultaba estimulante y tranquilizador a un tiempo, y me abandoné con gusto a las caricias de aquellos dedos suaves. No existe nada tan beneficioso como el magnetismo de la compasión humana.
—Me apetecería un cigarrillo, Rima —dije al cabo de un rato—. ¡Empiezo a recobrar la conciencia!
Me ofreció uno de la pitillera esmaltada que yo le había comprado en El Cairo como regalo de su último cumpleaños; el único obsequio que le había hecho jamás. Fumamos durante un rato en ese silencio preferible a cualquier conversación.
—Mientras tú estabas fuera con el señor Weymouth, he visto algo raro —dijo Rima de repente—. ¿Estás demasiado cansado o quieres que te lo cuente?
Su tono me pareció extraño.
—Sí; dime lo que has visto —le contesté mirándola a los ojos.
—Bueno —siguió diciendo—, el capitán Hunter llegó cuando ya os habíais marchado. Lógicamente, estaba tan inquieto como nosotros. Al cabo de un rato he salido (dejando la puerta de la cabaña abierta, claro) y me he quedado fuera un momento por si te veía llegar…
Hablaba con inusitada rapidez, y advertí que se había puesto nerviosa. Como es natural, lo atribuí a la tremenda incertidumbre que sufría.
—Ya conoces la senda, la que hay detrás de la cabaña pequeña —continuó—, esa que conduce al altiplano.
—¿La senda del pozo de Lafleur?
Rima asintió.
—Bueno, pues he visto a una mujer (al menos, parecía una mujer) que caminaba a toda prisa por la cima. Sólo era una silueta recortada contra el cielo, y no podría afirmarlo con seguridad. Además, sólo la he visto un instante. Pero es imposible que lo haya soñado, ¿verdad? Lo que me ha extrañado, y llevo dándole vueltas desde entonces, es: ¿qué hacía una nativa, porque parecía nativa, allí arriba a estas horas de la noche?
En aquellos momentos se encontraba sentada a mis pies, con el brazo apoyado en mis rodillas. Alzó la vista hacia mí con expresión suplicante.
—¿Qué piensas en realidad? —le pregunté.
—Estoy pensando en esa fotografía —confesó—. ¡Creo que se trataba de madame Ingomar! ¡Shan, esa mujer me da escalofríos! Una vez le pedí al tío que no la dejara venir… ¡Pero se burló de mí! No entiendo cómo él no se dio cuenta… ¡Esa mujer es mala! Cuando estabas distraído, la pillé mirándote de un modo…
Me incliné y apoyé la cabeza contra sus rizos enmarañados.
—¿Y? —dije pasando el brazo por sus hombros.
—Pensé que… te parecía atractiva. No te enfades. Yo sabía… Estaba segura de que era peligrosa. Me produce la misma sensación que una serpiente. Posee extraños poderes…
—Las muchachas irlandesas son supersticiosas.
—Quizá sí, pero también suelen ser sabias. Algunas mujeres, Shan, mujeres malas, son brujas.
—Tienes razón, querida. ¡Y estoy casi seguro de que la mujer que has visto era madame Ingomar!
—¿Por qué lo dices?
Entonces le expliqué lo sucedido en la tumba.
—Cuando ha desaparecido —dijo Rima cuando hube terminado—, he oído pasos, unas pisadas rápidas y amortiguadas en el otro extremo del uadi. He llamado al doctor Petrie, pero el ruido ya había cesado… Sin embargo, he alcanzado a distinguir la silueta fugaz de un hombre que corría.
—¿Lo has reconocido?
—Sí.
—¿Qué?
Rima alzó la vista hacia mí con ademán pensativo.
—¿Recuerdas al árabe que vino al campamento hace unos días e insistió en ver al tío? —preguntó.
Asentí.
—Creo que sé a quién te refieres. El jefe me pidió que averiguara qué quería, ¿no?
—Sí.
—Un tipo demacrado de mirada penetrante, ¿verdad? Hablaba árabe con un acento muy raro y aseguró que no sabía ni una palabra de inglés. Me contestó de mala manera que no tenía nada que hablar conmigo y que debía ver a sir Lionel. Al final lo mandé al diablo. Cielos, Rima… ¡Fue la noche anterior a la tragedia!
—Bueno —dijo Rima en voz muy baja—, ese es el hombre que he visto correr por la cresta esta noche.
—Esto no me gusta nada —confesé—. Ya tenemos bastantes problemas. ¿Él te ha visto?
—Imposible. Además, iba muy rápido.
Mientras ella hablaba, me dio un vuelco el corazón. Me levanté de un salto, y Rima me estrechó con sus hermosos ojos abiertos de par en par.
¡Alguien se acercaba corriendo a la tienda!
Yo ya no sabía qué esperar. Tenía la imaginación embotada. Cuando apartaron la cortina de la entrada y Ali Mahmoud irrumpió en la tienda sin el menor miramiento, no protesté ni hice ningún comentario. No estaba para reprimendas.
—¡Efendis! ¡Efendis! ¡Deprisa, por favor! Me han dicho que no moleste a Forester efendi ni al capitán Hunter… ¡La cama de campaña!
—¿Qué…? ¿La del jefe?
—Me han ordenado que la lleve a la boca del viejo pozo.
—¡Ali Mahmoud!
Rima se precipitó hacia el capataz y lo agarró por los hombros.
—¡Sí, sí! —Los ojos del hombre brillaban como los de un loco—. ¡Es verdad, señorita! ¡Es magia negra, pero es verdad!
De todos los extraordinarios episodios vividos aquella noche de pesadilla, no hubo ninguno tan grotesco, creo yo, como la estampa que ofrecíamos Ali y yo al transportar el catre de sir Lionel por la empinada senda que conducía a la llanura desolada donde se abría el pozo de Lafleur. Cuando salíamos de la tienda del jefe, oí las voces de Jameson Hunter y de Forester, que se encontraban en la cabaña grande.
Al llegar a nuestro destino, estaba literalmente empapado en sudor. Tras dejar el catre en el suelo, me quedé mirando el panorama que se ofrecía ante mí. Justo a mis pies se extendía el valle sagrado de Dayr al-Baharí; a la derecha, los barrancos escarpados de aquellos dominios de los muertos. Más allá, representado por un trazo verde, serpenteaba el Nilo como un río de eternidad. Lo contemplé todo por unos instantes, y entonces los dedos de Rima se cerraron en torno a los míos.
En la boca del pozo de Lafleur había una linterna.
Empezamos a descender hacia el lugar donde nos aguardaba el grupo.
Jamás, hasta el final de mis días, olvidaré el momento en que Weymouth y el doctor Petrie sacaron a sir Lionel, aún amortajado con la raída manta del ejército, y lo depositaron en la cama de campaña. Ali Mahmoud, delgado y fuerte como un leopardo, había trepado por la escalerilla cargando a hombros con el jefe. Sin embargo, el esfuerzo había sido excesivo para el convaleciente, y el rostro de Petrie al inclinarse hacia él reflejó una honda preocupación.
La palidez de Rima resultaba casi tan fantasmal como la de aquel a quien habíamos rescatado de las garras de la muerte. Observaba a Petrie con temor, como si estuviese mirando a un superhombre. Yo, por mi parte, sentía una extraña mezcla de dicha y espanto: dicha porque a mi querido jefe se le había concedido la oportunidad de volver a la vida; espanto, porque era consciente de que estaba presenciando un milagro científico. De repente, para mi horror, aprecié el genio del doctor Fu-Manchú en toda su magnitud.
En aquel momento, sir Lionel abrió los ojos con expresión ausente y nos vio.
—Anímate, Rima, pequeña —susurró—. Dios os bendiga, amigos. —Luego se dirigió a mí—: Gracias por haber ido corriendo a El Cairo. ¡Eres un buen chico! —Volvió a cerrar los ojos.