8. ZARMI, DE LA JOY-SHOP

Por el centro de la habitación se acercó una joven que portaba el único objeto ornamental que hasta entonces había visto en la Joy-Shop: una gran bandeja oriental de latón. Aquella figura habría constituido el centro de atención en cualquier parte, tanto más en un sitio como aquel. Su atuendo constaba de una serie de incongruencias que producían la sensación de algo primitivo y bastante excéntrico. Llevaba zapatillas de tacón y, como su falda corta de gasa se encargaba de resaltar, medias de seda negra. Lucía también un pañuelo oriental de colores vivos atado a la cintura y anudado al vientre; las puntas, adornadas con borlas, colgaban como las de un cinturón. Una especie de camisola, parecida a la anteree de las mujeres egipcias, completaba el atavío, junto con varias alhajas bárbaras, algunas de ellas de plata, que adornaban sus manos y brazos.

Sin embargo, pese a lo extraño de sus vestiduras, fue el rostro de la joven lo que atrajo mi mirada de manera irresistible. Saltaba a la vista que, al igual que la mayoría de los presentes, era mestiza, pero, a diferencia de los demás, poseía una hermosura perversa. Empleo el adjetivo «perversa» a propósito, pues la cara ovalada, de tez morena, los labios gruesos y rojos que sostenían un largo cigarrillo amarillo y los ojos almendrados y entrecerrados estaban dotados de una belleza que tal vez hubiese seducido a un artista de la escuela moderna, pero que en mí provocó más rechazo que admiración. Pues la conocía, la había reconocido de aquel encuentro breve pero muy reciente y sabía, sin sombra de duda, que pertenecía a la banda del Si-Fan.

La muchacha se echó hacia atrás la melena rizada, negra como ala de cuervo y libre de cualquier tocado u abalorio, y cruzó la habitación hacia nosotros sin vacilar, contoneando su cuerpo menudo con la gracia de una ghazeeyeh.

Miré a Fletcher, que estaba sentando frente a mí.

—¡Zarmi! —susurró.

De nuevo levanté la vista hacia el rostro que, a la sazón, estaba muy cerca del mío y reparé en que estaba temblando de nervios…

¡Cielos! Acababa de comprenderlo todo, demasiado tarde. O bien yo era víctima de una extraña alucinación, o Zarmi había sido la conductora del taxi en que cual Nayland Smith había salido del hotel New Louvre.

La joven colocó la bandeja de latón en la mesa y se inclinó hacia nosotros, con los codos sobre la misma, las manos vueltas hacia arriba y la barbilla sobre las palmas. El humo del cigarrillo que sostenía entre los dedos se enredaba con su melena despeinada. Me miró directa a la cara, con una mirada larga e inquisitiva; después, sus labios se separaron con la sonrisa lenta y voluptuosa de Oriente. Sin mover la cabeza, volvió aquellos ojos maravillosos (el doble de luminosos gracias al kohl con que había sombreado párpados y pestañas) hacia Fletcher.

—¿Qué bebéis tú y este tipo duro? —preguntó con suavidad.

La voz presentaba un deje ronco que delataba el origen oriental, aunque poseía el reclamo de las sirenas que representa el antiguo legado de la mujer oriental, una herencia aún más antigua que la tribu de los ghazeeyeh, a cuyos miembros me recordaba Zarmi.

—Lo mismo —contestó Fletcher de inmediato. Levantó la mano y jugueteó con el enorme zarcillo de oro de la mujer.

Sin quitar los codos de la mesa e inclinándose aún más entre nosotros, Zarmi fijó en mí aquellos ojos negros y adormilados y después, con languidez, los posó en Fletcher. Se llevó de nuevo el cigarrillo a los labios. Él seguía jugueteando con el pendiente.

De repente, la muchacha se incorporó y de entre los pliegues del pañuelo de seda sacó un kris malayo con el mango enjoyado. ¡Despidiendo fuego por unos ojos desorbitados, atacó a mi compañero!

Estuve a punto de levantarme de la silla y ahogué un grito de horror, pero Fletcher, con la mirada clavada en la joven, ni siquiera pestañeó… ¡y Zarmi detuvo el gesto justo cuando la daga rozaba la garganta de mi amigo!

—¿Ves —musitó ella despacio pero con vehemencia— qué pronto puedo matarte?

Antes de que me hubiera recuperado del horror y la sorpresa, me agarró de repente por el hombro y, separándose de Fletcher, colocó la punta del kris contra mi garganta.

—¡A ti también! —susurró—. ¡A ti también!

Se inclinó cada vez más, con la punta afilada del arma hincada en mi piel, hasta que su rostro hermoso y malvado casi rozó el mío. Entonces, como por milagro, el fuego se extinguió en su mirada: volvió a entornar los párpados, y sus ojos recuperaron la expresión indolente de una ghazeeyeh. Rio suavemente, con picardía, y me lanzó el humo del cigarrillo a la cara.

Tras enfundarse la daga en el cinturón y recuperar la bandeja de latón, se alejó contoneándose por la habitación, cantando una canción exótica con su voz ronca.

Inspiré a fondo y miré a mi compañero. Sabía que, debajo del maquillaje que me tapaba la piel, había palidecido un tanto.

—¡Fletcher! —dije en voz baja—, estamos a punto de hacer un gran descubrimiento. Esa joven…

Me interrumpí, agarré la mesa con ambas manos y agucé el oído.

En la habitación que había detrás de mí, el fumadero de opio cuya entrada estaba a menos de dos pasos de nuestra mesa, sonaban unos pasos renqueantes y un golpeteo. Despacio, con precaución, empecé a volver la cabeza, pero a los jugadores de fan tan les dio por ponerse a hablar de repente y el parloteo ahogó el sonido siniestro.

—¡Lo ha oído, doctor! —musitó Fletcher.

—¡El hombre que renquea! —carraspeó—. ¡Está aquí, Fletcher! Estoy muy confundido. Creo que en este lugar se encuentra la clave de todo el misterio; creo que…

Fletcher me dirigió una mirada de advertencia. Me volví y vi que Zarmi se acercaba con su paso sinuoso portando dos vasos y una jarra en la bandeja adornada. Colocó los objetos sobre la mesa y se puso a dar vueltas al recipiente sobre la punta del dedo índice mientras nos contemplaba con los ojos entrecerrados.

Mi compañero extrajo unas monedas, pero la joven, con la mano libre, empujó a un lado el pago ofrecido, mientras con el índice de la otra seguía haciendo girar la bandeja.

—Enseguida pagas la bebida —dijo—. Vas a hacerme un favor, ¿eh?

—Sí —contestó Fletcher con indiferencia, sirviendo ron en los vasos—. ¿Cuándo?

—Enseguida te lo digo. Espera aquí. ¿Este es un tipo duro? —dijo al tiempo que me señalaba.

—Claro —respondió mi amigo arrastrando las palabras—. Es fuerte como un toro.

—Vale. Si se porta bien, le daré un besito.

Lanzó la bandeja al aire y la recogió. Con el borde del plato apoyado en la cadera, dio media vuelta y se alejó por la sala exhalando el humo del cigarrillo.

—Escuche —dije acercándome a la mesa—, era Zarmi la que conducía el taxi que ha ido a buscar a Nayland Smith.

—¡Dios mío! —murmuró Fletcher—. Entonces ha sido la Divina Providencia la que nos ha traído aquí esta noche. ¡Sí! ¡Ya sé cómo se siente, doctor! Pero debemos jugar las cartas cuando nos llegue el turno. Tenemos que esperar… Esperar.

Zarmi salió del fumadero de opio con una mano en la cintura y la otra alzada, con un cigarrillo amarillo encendido entre los dedos índice y medio. Nos indicó con los ojos que nos reuniésemos con ella, se dio la vuelta y desapareció de nuevo por aquella entrada baja.

Había llegado el momento… ¡Íbamos a ver la Joy-Shop entre bastidores! Tendríamos la oportunidad —no lo dudé ni por un momento— de vengar al pobre Smith si es que no conseguíamos salvarlo. Me percaté de que un nerviosismo contenido me hormigueaba por dentro; palpé furtivamente la culata de la pistola Browning que llevaba en el bolsillo. La sombra del difunto Fu-Manchú parecía cernirse sobre mí. ¡Dios, cómo detestaba y temía aquel recuerdo!

—No podemos hacer planes —le susurré a Fletcher cuando nos levantamos juntos de la mesa—, debemos dejarnos guiar por las circunstancias.

Para entrar en aquella salita repleta de los olores dulzones del opio, tuvimos que agachar la cabeza. Bajamos dos peldaños y fuimos a parar a un lugar tan oscuro que titubeé por un instante mirando en derredor.

Por lo visto, había cuatro o cinco personas acuclilladas y tendidas en la oscuridad. Algunas estaban acurrucadas sobre tarimas de madera alineadas en las paredes, otras repantigadas en el suelo, en el centro del cual, sobre una arqueta de té, había una lámpara de latón humeante.

La habitación y sus ocupantes me parecieron igual de agobiantes. De una de las literas salía un balbuceo ahogado; el murmullo vago y obsceno que saturaba el lugar me llenó de asco.

Zarmi se detuvo en el extremo más alejado, su pequeña figura recortada contra la tenue luz que entraba por la puerta. Vi que levantaba la mano y nos hacía señas.

Rodeando la arqueta donde descansaba la lámpara, atravesamos el hediondo cubil y salimos a un pasaje angosto y mal iluminado, pero de ambiente menos cargado.

—Ven —dijo Zarmi, tendiendo su mano larga y esbelta hacia mí.

La tomé, sólo para guiarme en la penumbra, y ella de inmediato me obligó a rodearle la cintura con el brazo. Se apoyó contra mi hombro, me acercó los labios rojos a la cara haciendo un puchero y me sopló una nube de humo directamente a los ojos.

Cegado por un instante, retrocedí con una exclamación ahogada. Dadas las sospechas que albergaba respecto a aquella tigresa mestiza, habría sido capaz de devolverle con creces sus salvajes bromas.

Mientras me llevaba las manos a los ojos para aliviar el escozor, Fletcher emitió un fuerte grito. Me volví a tiempo para ver que la chica le rozaba el cuello con la punta incandescente de su cigarrillo.

—¿Estás celoso, eh, Charlie? —dijo—. Pero si también te quiero a ti… Vamos, valientes.

Siguió avanzando por el pasaje, meneando las caderas con paso insinuante y mirando por encima del hombro con una sonrisa coqueta.

Mis ojos todavía lagrimeaban cuando llegamos a una especie de cobertizo tosco, con el suelo de piedra, cubierto de desperdicios varios. En él había una linterna y junto a esta… De repente, el suelo me daba vueltas.

Junto a la linterna había visto una caja de madera, de unos dos metros de largo, con resistentes asas de cuerda en cada extremo. Saltaba a la vista que habían clavado la tapa de la caja hacía poco. Cuando Zarmi la rozó con la punta de su zapatilla roja, me agarré a Fletcher en busca de apoyo.

El se aferró a mi brazo con fuerza. A él también lo había invadido una certeza espantosa: la horripilante idea que ninguno de los dos se atrevía a expresar con palabras.

¡Tendríamos que cargar con el ataúd de Nayland Smith!

—Por aquí —oí a lo lejos—, y después os digo qué hacer…

Recuperé la sangre fría, de repente, de manera inexplicable. No dudé ni por un instante que mi mejor amigo yacía muerto a los pies de aquella muchacha diabólica que se hacía llamar Zarmi, y comprendí que, puesto que ella, disfrazada, lo había llevado a la muerte, sin duda estaba involucrada en el asesinato.

Sin embargo, me dije, aunque el aire húmedo de la noche se colaba por la puerta que Zarmi había abierto, aunque el trajín de la ribera del Támesis sonaba a lo lejos, aún estábamos dentro de los límites de la Joy-Shop, con una veintena de rufianes asiáticos o más a las órdenes de la mujer…

Sin alejarme un ápice de la verdad puedo afirmar que no conservo el menor recuerdo de haber ayudado a Fletcher a transportar el baúl hasta el borde de la zanja, pues era allí a donde se abría la puerta. La niebla se había condensado todavía más y, aparte de atisbar el lento movimiento del agua a mis pies, apenas distinguía lo que nos rodeaba.

Lo poco que vislumbré lo vi gracias a la luz del farol que colgaba de la popa de un bote. En la proa me pareció advertir la presencia de una figura encogida, envuelta en mantas, y entreví unos ojos velados que me observaban desde la oscuridad. En la popa, de pie, había un hombre que parecía un lascar.

Debía de estar comportándome como un borracho, pues el contacto de un cigarrillo encendido en el lóbulo de mi oreja derecha me devolvió a la realidad.

—¡Date prisa, guapo! —dijo Zarmi con suavidad.

En aquel momento fue como si un nervio muy fino de mi cerebro que ya no soportase más la tensión hubiese estallado. Me di la vuelta con un grito salvaje e inarticulado, los puños alzados por encima de la cabeza, histérico.

—¡Demonio! —le chillé a aquella euroasiática burlona—. ¡Demonio del infierno!

Estaba fuera de mí, enloquecido. Zarmi retrocedió un paso, pasando la mirada rápidamente de mi rostro crispado al de Fletcher, pálido pese al bronceado artificial.

Saqué la pistola del bolsillo y, por un instante crucial, las ansias de matar se apoderaron de mí… Después me volví hacia el río y, tras apuntar a lo alto, disparé al aire un tiro tras otro.

—¡Weymouth! —gritaba—. ¡Weymouth!

Un siseo penetrante sonó a mis espaldas; una exclamación ahogada…, y algo se estrelló contra mi cráneo. Como una gata salvaje Zarmi me esquivó y saltó al bote. Atisbé por un momento su piel olivácea, sus ojos negros y centelleantes. Alguien empujó el bote hacia el canal, y se lo tragó la niebla.

Me volví, medio mareado, y vi que Fletcher caía de rodillas con una mano en el pecho.

—Me ha alcanzado… con el cuchillo —susurró—, pero no se preocupe… ocúpese de usted mismo y… de él…

Señaló algo con debilidad y cayó inconsciente a mis pies. Me abalancé sobre el arcón de madera con un grito feroz y sollozante.

—¡Smith, Smith! —balbuceé y, aun en mi estado, me di cuenta de que estaba comportándome como una mujer histérica—. ¡Smith, querido amigo! ¡Hábleme! ¡Hábleme!

El exceso de emociones pudo conmigo al fin y, abrazado al arcón, perdí el conocimiento.

El regreso de Fu-Manchú
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