4. LA FLOR DEL SILENCIO

—Ahora no nos enfrentamos, como antaño, al doctor Fu-Manchú —dijo Nayland Smith mientras recorría la sala de un lado a otro, incansable—, sino a una incógnita: el Si-Fan.

—¡Por el amor de Dios! —exclamé—, ¿qué es el Si-Fan?

—El mayor misterio del enigmático Oriente, Petrie. Piense. Usted sabe, como yo, que un ser malvado, el doctor Fu-Manchú, pasó un tiempo en Inglaterra «preparando el terreno» (creo que fui yo quien acuñó esta expresión) para el advenimiento de un colosal imperio asiático, nada más y nada menos. Este sueño es lo que millones de europeos y americanos denominan «el peligro amarillo». Muy bien. ¿Y qué necesita un imperio?

—¡Un emperador!

Nayland Smith interrumpió su paseo justo delante de mí.

—¿Por qué no una emperatriz, Petrie? —soltó.

Estas palabras cayeron como una bomba; me sentí incapaz de darle una respuesta apropiada.

—Quizá se sienta tentado a recordarme la posición poco favorecida que ocupan las mujeres en Oriente —siguió diciendo rápidamente—. Puedo mencionarle excepciones notables, antiguas y modernas. De hecho, basta reflexionar sobre ello por un instante para comprender las múltiples ventajas que supondría una emperatriz sobre un emperador en la creación de una hipotética organización dinástica en Asia. Además, en todo el Lejano Oriente existe la tradición compartida de que algún día una mujer gobernará a todos los pueblos conocidos. Un erudito muy bien informado me aseguró hace algunos años que una princesa de linaje remoto, residente en un monasterio secreto de Tartaria o del Tíbet, estaba considerada la futura emperatriz del mundo. Creo que esta tradición, o el vasto grupo que se encarga de mantenerla vigente, es lo que se conoce como el Si-Fan.

Yo no cabía en mí de la sorpresa.

—¿Entonces esa mujer ya no es joven? —pregunté.

—Al contrario, Petrie. Se mantiene siempre joven y hermosa mediante una serie continua de reencarnaciones; de este modo conserva también la sabiduría acumulada durante muchos años. En suma, ella es el arquetipo del lamaísmo. El auténtico secreto del celibato lama radica en la existencia de esa gobernante inmaculada para quien el Gran Lama sólo es un sumo sacerdote. Sus sirvientas son doncellas de buena familia, escogidas por sus encantos personales. Las dejan mudas para que nunca informen de lo que vean y oigan.

—¡Smith! —barboteé—. ¡Todo esto resulta de lo más increíble!

—Las esclavas no sólo son mudas, sino también ciegas, pues contemplar la belleza de la diosa a rostro descubierto implica la muerte.

Me levanté con impaciencia.

—Me toma el pelo —espeté.

Nayland Smith me puso las manos en los hombros con ademán impulsivo y me miró a los ojos, muy serio.

—Perdóneme, amigo —dijo—. Le he contado todos estos pormenores fantásticos como si yo los creyera. Gran parte del relato pertenece a la leyenda, ya lo sé; algunas cosas son meras supersticiones, pero… ahora hablo en serio, Petrie: una parte es verdad.

Me quedé mirando aquel semblante cuadrado y bronceado, y la boca adusta no hizo el menor amago de sonreír.

—Tal vez esa mujer sólo sea una leyenda, Petrie, pero de todas formas constituye el puntal de esa inmensa conspiración a la que se adscribían las actividades de Fu-Manchú. Hale se dio de bruces con este extraordinario asunto; por lo que ha contado Beeton y por lo que he visto, es obvio que ese cofre —señaló la arquilla de latón que descansaba, recia, a un lado— contiene algo indispensable para el éxito de la vasta conspiración amarilla. No cabe duda de que agentes de la sacerdotisa desconocida lo siguieron hasta aquí, al mismo hotel, pero —añadió lúgubre— ¡no han conseguido su objetivo!

Un millar de posibilidades atroces pugnaban por hacerse hueco en mi mente.

—¡Smith! —exclamé—. La mestiza que he visto en el hotel…

Nayland Smith se encogió de hombros.

—Probablemente fuese un aya, como ha sugerido el señor Samarkan —dijo, pero aprecié un deje curioso en su voz y una expresión extraña en sus ojos.

—Por otro lado, estoy casi seguro de que no hay que echar en saco roto el aviso de Hale respecto al «hombre que renquea». ¿Va a abrir el cofre de latón?

—De momento no, ni soñarlo. En vista de la suerte que ha corrido Hale, no me atrevería a pasar por alto su advertencia. Yo estaba con él cuando murió y es imposible que ellos sepan cuánto me ha contado. ¿Cómo murió? ¿Cómo introdujeron la Flor del Silencio en una habitación tan vigilada?

—¿La Flor del Silencio?

Smith soltó una carcajada hueca.

—En la época en que estaba en la Alta Birmania, me enviaron a ver a un forastero (una especie de peregrino budista, me pareció entender) que había manifestado el deseo de transmitirme cierto mensaje en persona. Estaba agonizando en una cabaña cochambrosa de las afueras de Manipur, en las colinas. Nada más verlo supe que era un monje tibetano. Debió de cruzar el río y bajar por Assam, pero nunca llegué a enterarme de qué quería decirme. ¡Había perdido el habla! Balbuceaba sonidos inarticulados, al igual que el pobre Hale. Al poco rato de mi llegada, exhaló su último aliento. El tipo que me había llevado al lugar se inclinó sobre él (nunca olvidaré la escena) y enseguida se echó hacia atrás como si hubiera pisado una víbora. «Tiene la Flor del Silencio en la mano —exclamó—. ¡El Si-Fan! ¡El Si-Fan!». Y salió disparado de la cabaña.

»Cuando examiné el cadáver, comprobé que en la mano sostenía un ramillete de flores estrujado. No lo toqué con los dedos, como es natural, pero me las ingenié para pasar un trozo de cordel por el tallo y, con cuidado, conseguí tomar las flores y llevárselas a un buscador de orquídeas que conocía y que por casualidad estaba de visita en Manipur.

»Grahame (así se llamaba el hombre de las orquídeas) dictaminó que el espécimen pertenecía a una especie no clasificada de jatropha perteneciente a la familia de las curcas. Descubrió una suerte de cuerno hueco, casi como un colmillo, entre las flores, pero fue incapaz de deducir para qué servía. Sin embargo, extrajo cierto aceite esencial de las flores en cantidad suficiente para envenenarnos a los dos.

—Seguramente, la flor, al romperse…

—¿Expulsa algo de ese aceite acre por el cuerno? En otras palabras, ¿la planta pica cuando uno la lastima? Esto pienso yo también, Petrie. Y puedo imaginar cómo esos fanáticos orientales aceptan la pena (el silencio y la muerte) cuando la merecen, a manos de la misteriosa organización, sometiéndose a esta nueva modalidad de haraquiri. El caso es que mientras tenga el cofre en mi poder no dormiré tranquilo, al menos hasta que sepa de qué manera se indujo a sir Gregory a tocar la Flor del Silencio y cómo se las apañaron para meterla en su habitación.

—Pero Smith, ¿por qué esta noche me ha obligado a pronunciar las palabras «Sakya Muni»?

Smith sonrió a su pesar.

—Fue después del incidente que acabo de relatarle cuando conocí a ese experto, cuya versión he citado para explicarle los hechos. Admitió que la Flor del Silencio era un instrumento empleado a menudo por cierta banda y añadió que, según los entendidos, alguien que hubiese tocado la flor quizá se salvaría de morir si pronunciaba de inmediato el nombre sagrado de Buda. De todos modos, él no era un fanático y, al percibir mi incredulidad, me explicó que la verdad era la siguiente:

»Nadie cuya capacidad de habla esté mermada pronunciaría correctamente las palabras “Sakya Muni”. En consecuencia, puesto que el primer efecto de esa planta terrible es la trabazón de la lengua, la pronunciación del nombre sagrado de Buda se convierte en una prueba que permite a la víctima comprobar si el veneno ha penetrado en su sistema nervioso o no.

Reprimí un estremecimiento. Era como si un ambiente de terror empezara a envolvernos como niebla.

—Smith —dije despacio—, debemos estar en guardia. —Al fin había logrado aprehender aquel recuerdo escurridizo—. O mucho me equivoco, o el «hombre» que se ha colado misteriosamente en la habitación de Hale y la supuesta aya que me he encontrado en el piso de abajo son la misma persona. ¡Al menos dos miembros de la banda amarilla están en el New Louvre en estos momentos!

La lámpara de pie iluminaba el cofre de latón que descansaba sobre la mesa, a mi lado. Al parecer, la habitación se había despejado de niebla, pero dado que en la quietud de la noche distinguía los sonidos ahogados de las sirenas, procedentes del río, y los pitidos del ferrocarril, deduje que aquella neblina tan agobiante seguía empañando la noche. Según el plan acordado, habíamos decidido custodiar por turnos «la llave de la India» (fuera lo que fuese) durante toda la noche. En suma, temíamos dormir sin vigilancia. Consulté el reloj y vi que pronto serían las cuatro en punto, momento en el que debía despertar a Smith y retirarme a dormir en mi habitación.

Nada había turbado mi guardia; es decir, nada tangible. Es verdad que una vez, hacía una media hora, me había parecido oír el golpeteo y el roce de antes procedentes de arriba, pero puesto que el pasillo del piso superior aún no estaba acabado y que ninguna de las habitaciones del mismo se encontraban en condiciones, deduje que me había confundido. De hecho, la escalera que había al final de nuestro pasillo y que comunicaba con el corredor superior continuaba obstruida con sacos de cemento y losas de mármol.

A mis oídos llegaron débiles las campanadas de los relojes de Londres, que tocaban las cuatro. Sin embargo, permanecí sentado junto al misterioso cofre, sin querer despabilar a mi amigo antes de lo necesario, sobre todo porque yo no tenía sueño.

Aquella noche aprendería una lección: la importancia de atenerse estrictamente a lo convenido. Habíamos quedado en que despertaría a Nayland Smith a las cuatro. Sin embargo, me entretuve, con la idea de acabar la pipa antes de entrar en su habitación, y el destino estuvo a punto de arrebatarme la posibilidad de volver a despertarlo jamás.

A las cuatro y diez, en un silencio tan absoluto que el crujido de mis zapatillas sonaba estrepitoso, crucé la habitación. Estaba a oscuras, pero apreté el interruptor que había justo a la entrada y que encendía la lámpara del centro del techo.

Eché un vistazo a la cama y al instante noté que algo había cambiado, aunque al principio me costó distinguir cuál era la diferencia. Me quedé quieto por un momento, dudando. Entonces advertí en qué radicaba el cambio.

Sobre la cama pendía una lámpara sujeta a un mecanismo móvil que permitía subirla o bajarla a voluntad del ocupante del lecho. Cuando Smith se había ido a dormir, no tenía ganas de leer ni había encendido la lamparilla de noche siquiera; la había dejado pegada al techo.

La posición de la misma había variado. A la sazón, colgaba tan cerca de la almohada que el fleco de seda de la pantalla casi rozaba el rostro de mi amigo, quien dormía a pierna suelta con una mano delgada y morena abierta sobre el cobertor.

Permanecí en el umbral contemplando el fenómeno, atónito; habría continuado allí sin hacer nada hasta que hubiera sido demasiado tarde de no ser porque, al mirar hacia el bloque de madera del que por lo común pendía la lámpara, advertí que no había tal bloque, sino sólo una cavidad negra y redonda por la que asomaba el cable blanco.

Entonces, con un grito ronco que escapó de mis labios, atravesé la habitación como loco…, ¡pues había visto algo más!

Prendido a una de las cuatro borlas que adornaban la pantalla de la lámpara, casi tocando la mejilla del durmiente, había un ramillete de flores… ¡la Flor del Silencio!

Tomé la pantalla con la mano izquierda y levanté el cable con la derecha, y cuando Smith se incorporó en la cama con los ojos como platos, tiré con todas mis fuerzas. Mi vista se posó en el techo y atisbé una mano amarilla con uñas largas y puntiagudas. Se oyó un sonoro chasquido: una chispa eléctrica crepitó malevolente en la abertura circular del techo y, sin soltar la lámpara ni la cuerda, rodé por la alfombra, mientras la otra bombilla se apagaba al instante.

A duras penas vislumbré a Smith, en pijama, que saltaba al suelo por el otro lado de la cama.

—¡Petrie, Petrie! —gritó—. ¿Dónde está? ¿Qué ha pasado?

Solté una risilla histérica. Me rehíce y corrí hacia la sala iluminada.

—¡Rápido, Smith! —lo apremié, aunque no reconocía mi propia voz—. Rápido, salga de esta habitación.

Me acerqué al diván y, temblando de pies a cabeza, me dejé caer en él. Nayland Smith, aún con los ojos desorbitados y la estupefacción pintada en el rostro, salió del dormitorio y se quedó mirándome.

—Por el amor de Dios, ¿qué ha ocurrido, Petrie? —preguntó, y empezó a tirarse del lóbulo de la oreja izquierda, mirando en torno a sí aturdido.

—¡La Flor del Silencio! —exclamé—. Alguien ha estado trajinando en el pasillo de arriba… Sabe Dios cuándo, pues desde que ocupamos estas habitaciones apenas nos hemos alejado de ellas… El mismo truco que usaron con el pobre Hale… Usted le habría dado un manotazo a la planta…

Noté, por la expresión de mi amigo, que empezaba a comprender. Irguió la espalda y en un tono alto y ronco pronunció las palabras:

—Sakya Muni. —Y otra vez—: Sakya Muni.

—Gracias a Dios —dije con voz temblorosa— no he llegado demasiado tarde.

Nayland Smith, con mucho tintineo de vasos, sirvió dos copas de licor fuerte.

—¡Chist! ¿Qué ha sido eso? —susurró entonces.

Se puso alerta, en tensión, con la cabeza algo ladeada.

Se oía un golpeteo y un roce, como si arrastrasen algo a intervalos regulares, un ruido muy débil procedente, o esto me pareció, de la escalera inacabada que comunicaba con el pasillo superior.

—¡El hombre que renquea! —musitó Smith.

Se abalanzó hacia la puerta y ya tenía la mano en el pestillo cuando se volvió y clavó la vista en el cofre de latón.

—¡No! —gritó—; a veces debe imperar la prudencia. ¡Ninguno de nosotros saldrá de la habitación esta noche!

El regreso de Fu-Manchú
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