1. FLEURETTE

Sentado al timón de la embarcación, mientras contorneaba el cabo y durante el resto de la travesía, no conseguía apartar mi pensamiento de Petrie. Se suponía que era él quien debía cuidar de mí. Pero, sin duda alguna, necesitaba mucho más que yo los cuidados de otra persona. Se tomaba sus responsabilidades demasiado en serio; y esa extraña epidemia que había obligado a las autoridades francesas a recurrir a su ciencia estaba llevándolo hasta el límite de sus fuerzas. Durante el almuerzo, parecía realmente enfermo; no obstante, había insistido en regresar a su laboratorio.

Se comportaba como si el prestigio de la Royal Society dependiera sólo de él.

No estaba muy seguro de poder dejar la lancha en la calita que había previsto como puerto, pero, por fortuna, logré anclarla sin dificultad. Cuando la pequeña lancha estuvo a salvo, me lancé al agua y eché a nadar hacia un pequeño promontorio que dominaba la bahía y la playa de Sainte Claire de la Roche. El motivo de esta expedición era, probablemente, el deseo de demostrarme a mí mismo de qué era capaz; si no conseguía explorar Sainte Claire desde tierra, abrigaba el firme propósito de invadirla como fuera.

El agua estaba tibia y desprendía ese olor peculiar a estancamiento propio de los mares sin mareas. Rodeé a nado el pequeño promontorio y, a unos veinte metros de la playa, hice pie.

En aquel momento, la vi…

Sentada de espaldas en la arena, estaba peinándose. Mientras avanzaba penosamente por el agua hasta la orilla, pensé que ese único habitante de Sainte Claire no podía ser sino uno de aquellos seres fabulosos llamados sirenas.

Al llegar a la playa, me detuve para contemplarla.

Sus brazos, sus hombros y su espalda eran muy hermosos. La sal y el sol de la Riviera habían dado a su piel un tono bronceado muy apetecible. Sus cabellos ondulados eran de un voluptuoso color caoba. Desde el mar, esta era la única parte visible de la sirena.

Alcancé la playa sin llamar su atención.

Me percaté entonces de mi equivocación: poseía un precioso par de piernas morenas, fuertes y bien torneadas que desmentían de manera definitiva la teoría de que era una sirena. Se trataba sencillamente de una muchacha, con una figura perfecta y un pelo precioso, vestida con uno de aquellos trajes de baño que hacían furor en Cannes.

En ese momento, sin saber por qué, mi admiración se convirtió de repente en miedo y me impulsó a huir. Intenté luchar contra esta extraña sensación, achacándola al hecho de que me encontraba todavía convaleciente de una grave enfermedad. Este, pensé, debía de ser el único motivo de que me sintiera de pronto invadido por un sudor frío. ¿Qué otra explicación cabía dar, si no, al pánico que se apoderaba de mí ante esta hermosa muchacha?

Me acerqué poco a poco.

Al subir por la ligera pendiente de la playa, me oyó y se volvió.

Me quedé contemplando con estupor el rostro más perfecto que había visto jamás. Sus brazos y sus hombros estaban tan maravillosamente torneados que temía llevarme una desilusión: su belleza, no obstante, resultaba deslumbrante.

Su piel, tostada por el sol, no mostraba rastro alguno de maquillaje. Sus rasgos parecían cincelados con toda delicadeza. Sus labios, ligeramente entreabiertos, dejaban ver unos dientecitos blancos. Sus grandes ojos azules —del mismo color que el Mediterráneo— bordeados de pestañas oscuras, me miraban fijamente como si mi repentina aparición la hubiera alarmado. Había soñado alguna vez, como la mayoría de los hombres, con la belleza perfecta, pero no esperaba encontrarla jamás.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó esa criatura de ensueño mientras se apoyaba en un codo para verme mejor.

Tenía un tono de voz melodioso y un tanto sofisticado, pero la naturalidad de su acogida me tranquilizó un poco.

—He venido nadando hasta la playa —respondí—. Espero no haberla asustado.

—Nunca me asusto —contestó con una voz suave y tranquila mientras me examinaba con la mirada de un niño, un niño muy listo y muy observador—. Sólo estaba sorprendida.

—Lo siento. Debería haberle avisado de mi presencia.

Ni siquiera parpadeó; empezaba a sentirme un poco desconcertado. Las curvas de su cuerpo semidesnudo ponían de manifiesto su extrema juventud, pero su belleza se hallaba envuelta en un halo de misterio que su desenvoltura aparente no lograba disipar. De repente, vi formarse un pequeño hoyuelo en su barbilla redonda y firme y me sentí muy aliviado. Sonrió y en ese mismo momento me convertí en su esclavo.

—Acláreme una cosa, por favor —dijo—; no está aquí por una simple casualidad, ¿verdad?

—No —admití—, esto es un complot.

Adoptó una posición más cómoda, acodándose con ambos brazos en la arena y sosteniendo su barbilla entre las manos.

—¿Qué entiende por «complot»? —preguntó, recobrando de golpe su seriedad.

Me senté, un poco avergonzado de mi cuerpo anguloso y feo.

—Quería echar un vistazo a Sainte Claire —contesté—. Hasta ahora, podía visitarse libremente, y es un lugar de considerable interés histórico. Encontré la carretera cerrada. Me contaron que un tal Mahdi Bey había comprado la isla y había decidido prohibir el acceso a la misma. Me dijeron que la finca llegaba hasta el mar. Me puse entonces a explorar y acabé por descubrir esa pequeña bahía.

—¿Y qué pensaba hacer? —preguntó, mirándome con cierta arrogancia.

—Bueno… —vacilé, esperando quizás otra sonrisa—, pensaba explorar Sainte Claire y, en caso de que me descubriesen, alegar que la corriente que rodea el promontorio me había arrastrado hasta la orilla.

Aguardé ansioso a que el hoyuelo apareciese de nuevo, pero no lo hizo. Los rasgos de la muchacha, en cambio, adquirieron una expresión lejana y muy peculiar que le transfiguró de modo extraño el rostro; era como si su espíritu hubiese huido muy lejos, a otro país o a otro mundo, tal vez. Su juventud y su deslumbrante belleza parecían repentinamente modificadas por el pincel oculto de un antiguo maestro. Me invadió de nuevo el deseo insensato de huir.

Empezó a hablar. Sus palabras eran banales, pero su voz parecía llegar también desde muy lejos; me atravesaba con la mirada como si sus ojos estuvieran fijos en un objeto muy lejano.

—Un chico muy emprendedor —comentó—. ¿Cómo se llama?

—Alan Sterling —contesté sobresaltado.

Tenía la extraña sensación de que la muchacha no había formulado la pregunta pese a que sus labios habían pronunciado las palabras.

—Supongo que vive por aquí.

—Así es.

—Alan Sterling —repitió—. Es un nombre escocés, ¿verdad?

—Sí, mi padre, el doctor Andrew Sterling, era escocés, pero se estableció en el Medio Oeste norteamericano, donde nací.

Agitó con energía sus rizos de color caoba como para conjurar un maleficio. Se puso de rodillas y se volvió hacia mí; sus dedos jugueteaban con la arena. Parecía haber recobrado su estado natural y regresado a mi lado, más adorable que nunca. Sus siguientes palabras confirmaron la extraña impresión de que, por un breve instante, su mente y su espíritu habían vagado muy lejos de allí.

—¿Ha dicho que era norteamericano? —preguntó.

—Nací en Estados Unidos, pero —contesté con cierto malestar— me gradué en Edimburgo, de modo que no sé muy bien qué soy.

—¿De verdad?

Se recostó en la arena, adoptando la postura de un maravilloso ídolo.

—Y ahora, por favor, dígame su nombre —supliqué—. Ya conoce el mío.

—Fleurette.

—¿Fleurette qué más?

—Fleurette y nada más. Sólo Fleurette.

—Sí, pero Mahdi Bey…

Supongo que lo quedaba bastante claro lo que quería decir.

—Mahdi Bey —contestó Fleurette— es…

Se interrumpió de golpe. Su mirada se perdió de nuevo a lo lejos. Tuve la clara impresión de que estaba escuchando, atenta a un ruido lejano.

—Mahdi Bey… —insistí.

Me lanzó una breve mirada.

—De verdad, señor Sterling, tengo que irme. No deben verme hablando con usted.

—¿Por qué? —exclamé—. Esperaba que me llevase a visitar Sainte Claire.

Sacudió la cabeza, enojada.

—Por favor, regrese al mar, por donde ha venido. No puede acompañarme.

—No entiendo por qué.

—Porque sería peligroso.

Volvió a guardar tranquilamente su peine en el bolso que se hallaba junto a ella en la arena, recogió un gorro de baño y se puso en pie.

—Puedo ahogarme; ¡esto no parece preocuparle demasiado!

—Tiene su lancha anclada justo detrás del promontorio —repuso con una mirada rápida por encima de su hombro dorado—. He oído el ruido del motor.

Esto fue una revelación.

—Ahora comprendo por qué mi llegada imprevista no pareció asustarla mucho.

—Nunca me asusto. En realidad, soy bastante inhumana en muchos aspectos. ¿Ha oído hablar alguna vez de Derceto?

Los cambios repentinos en su conversación y en su estado de ánimo me desconcertaban.

—Vagamente —contesté—. ¿No era una especie de diosa pez?

—Sí. Cuando piense en mí, hágalo como Derceto, no como Fleurette. Entonces lo entenderá.

En aquel preciso momento sus palabras no me llamaron mucho la atención aunque tuve ocasión, más adelante, de pensar a menudo en ellas. No sé qué me disponía a contestar porque mis pensamientos, que ya eran bastante confusos, fueron atraídos de pronto por un… sonido.

Hasta el día de hoy, no me siento capaz de definirlo aunque me vi obligado a hacerlo antes de que transcurriera mucho tiempo. Se parecía más a un tañido de campana que a cualquier otra cosa, pero no lo era. Se trataba de un sonido muy agudo que llegaba a la vez de todas partes y de ninguna; una nota tenue, de una dulzura casi insostenible, como una trompeta mágica que me sonaba muy cerca del oído.

Me sobresalté y miré en torno a mí, mientras Fleurette, sin una palabra, sin una sola mirada, ¡huyó!

Contemplé, estupefacto, su cuerpo esbelto y moreno que se alejaba por un sendero abrupto hasta que, en una curva, en lo alto, desapareció sin mirar atrás una sola vez.

Entonces me sentí preso otra vez del deseo de abandonar cuanto antes la playa de Sainte Claire de la Roche…

El regreso de Fu-Manchú
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