III
La ilusión persistía. Tenía la sensación de que se había repetido durante varios días y noches, a lo largo de muchas semanas… por un período inconmensurable.
En cada ocasión, aquel perfume vago y exótico precedía mi despertar. Invariablemente, me sacaba de un estado de inconsciencia en el que me parecía llevar sumido eras enteras. Una vez se apoderó de mí la terrible idea de que había resuelto el misterio de la vida eterna, pero que estaba condenado a vivirla en una tumba…
A continuación, vi a la diosa verde de ojos de jade. Sabía que su cuerpo suave no era más que el milagro de algún artista oriental inmortalizado en marfil; que su cabello de cobra brillaba tanto debido a capas y capas de maderas exóticas escogidas con cuidado. El vestido esmeralda sólo era el efecto de una hábil iluminación; sus movimientos, un espejismo.
No obstante, cuando se arrodilló a mi lado, los ojos de color verde jade poseían vida, el frío marfil era cálido satén. Y unas manos delgadas e insidiosas, aromáticas flores de loto, me acariciaban.
Al fin llegó el auténtico despertar… acompañado de los recuerdos.
¿Dónde estaba? Obviamente, en la casa del jeque Ismail, donde se había reunido el Consejo de los Siete. Yacía en un diván, recostado en varios cojines, en una habitación pequeña, más bien un gabinete.
No tenía modo de saber si era de día o de noche. Unas pesadas cortinas de felpa en verde y oro oscurecían por completo lo que, según deduje, debía de ser la ventana. Me sentía débil como un recién nacido. De hecho, cuando intenté incorporarme para observar el extraño ambiente que me rodeaba, no fui capaz de hacerlo.
¿Qué me había pasado?
Una gruesa alfombra verde cubría el suelo, y una magnífica lámina dorada tapaba la pared situada justo delante del diván donde estaba tendido. En el centro de la estancia colgaba un farol cuadrado que bañaba de luz ámbar toda la habitación.
A mi lado vi una silla de ébano tallada, sin duda de artesanía china, y junto a esta una mesa con tablero de cristal sobre la cual había ampollas, instrumentos y otros objetos quirúrgicos.
Sintiéndome muy débil, me miré el cuerpo. Llevaba un pijama de seda que nunca había visto y zapatillas chinas en los pies.
¡Por todos los santos! ¿Qué me había pasado?
En aquel momento, mi memoria empezó a funcionar.
¡Nayland Smith!
¡Ya me acordaba! Nos habían delatado, o quizá debería decir que nos habíamos delatado nosotros mismos en aquella increíble reunión del Consejo, en las afueras de Al Jarya. Recordé la voz aguda y sibilante del terrible mandarín que nos había denunciado; la mirada fija del espantoso jeque… y no pude recordar más.
¿Dónde estaba Nayland Smith? ¿Qué había sido de Petrie y de Weymouth?
Era evidente que había transcurrido algún tiempo, como demostraba mi inexplicable cambio de atuendo. Pero ¿por qué no habían intentado rescatarme? ¡Dios mío! Acababa de asaltarme una terrible duda. ¿Y si Weymouth y Petrie habían caído en una trampa?
¡No habían conseguido llegar a Al Jarya!
Una espantosa certeza se adueñó de mi pensamiento. ¡Estaban muertos! El enemigo sólo había respetado mi vida por alguna razón que no alcanzaba a comprender, y, por lo visto, había estado muy enfermo; aún lo estaba.
Centímetro a centímetro —había perdido la facultad de coordinar los movimientos musculares—, me volví, intentando atisbar la parte de la habitación que quedaba a mi espalda. Sólo vi una puerta verde, lisa, encajada en el dorado mate de la pared. Delante de mí había una segunda puerta en la que ya había reparado, idéntica a la otra.
Mientras recuperaba penosamente la postura inicial, se abrió esta última, una puerta corredera.
Un chino entró en el cuarto. Llevaba una gran bata blanca como las que usa el personal de los hospitales. Cerró la puerta tras de sí.
Me atreví a echarle un vistazo y advertí que era un hombre de frente despejada y joven en comparación. Llevaba gafas negras y un cuaderno en la mano. Enseguida cerré los ojos y me quedé quieto.
Ocupó la silla que había a mi lado, me levantó la muñeca y comprobó el pulso. Cuando me soltó la mano, le lancé otra mirada furtiva. Estaba anotando mi pulso en el cuaderno.
A continuación, me desabrochó la chaqueta del pijama, me colocó un termómetro clínico bajo la axila izquierda y, tras dejarlo allí, hundió la punta de una jeringuilla en un vaso de agua y la secó suavemente con un trozo de algodón. Aquello también lo observé a hurtadillas.
Absorto en su tarea, no me miraba. Vi que cargaba la jeringuilla con una dosis de alguna droga desconocida.
Cerré de nuevo los ojos.
El cirujano chino me quitó el termómetro y registró la temperatura.
Se produjo un largo silencio. Yo seguía con los ojos cerrados. Algo me decía que el chino estaba intrigado, observándome.
Por fin, noté que acercaba la cabeza a mi pecho desnudo. Apoyó el oído contra mi corazón. Permanecí inmóvil hasta que, con un acento casi imperceptible, dijo:
—Ah, señor Greville, se encuentra mejor, ¿eh?
Abrí los ojos.
El chino continuaba mirándome. Su rostro era tan inexpresivo como el tono de su voz.
—Sí —respondí, pero sólo me salió un hilo de voz.
—Bien —asintió—. Empezaba a estar preocupado por usted. Ahora, todo va bien. Me parece que podremos prescindir de la nutrición artificial. Sí, seguramente. ¿Cree que le sentarían bien una buena sopa y a lo mejor un vasito de vino tinto?
—¡Desde luego!
¡Aquel susurro en el que se había convertido mi voz me tenía horrorizado!
—Me ocuparé de ello, señor Greville.
—Dígame —musité—, ¿dónde está Nayland Smith?
El cirujano chino adoptó una expresión confundida.
—¿Nayland Smith? —repitió—. No conozco a nadie que se llame así.
—Está aquí… ¡en Al Jarya!
—¿Al Jarya? —Se inclinó y me dio unas palmadas en el hombro—. Ya veo. No piense en eso ahora. Me encargaré de que lo atiendan.