44. EN EL DESPACHO DEL PREFECTO

En su frío y amplio despacho, el señor Chamrousse, prefecto del departamento, un apacible funcionario de barba canosa, hablaba rápidamente por teléfono y tomaba apuntes en una libreta mientras sir Denis iba y venía sobre la alfombra, tamborileando impaciente con los dedos.

Ignoraba cuál era su plan y lo que esperaba. Mi estado mental era cada vez más confuso. ¡Fleurette, la hija de Petrie! Desde su más tierna infancia había llevado la misma vida que todos aquellos otros a quienes el doctor Fu-Manchú utilizaba para sus fines: ¡una vida irreal! Y ahora, Petrie también…

Dominando mis pensamientos, de repente oí la voz autoritaria del hombre sentado detrás de la mesa de despacho.

—Aquí tiene la lista completa, sir Denis Nayland Smith —dijo—. Comprobará que el único barco privado, del tonelaje que sea, que ha abandonado alguno de los puertos vecinos durante las últimas doce horas es este.

Señaló con el lápiz en el papel. Nayland Smith se inclinó con impaciencia hacia él y leyó en voz alta:

M. Y. Lola, de Buenos Aires; cuatro mil toneladas; propiedad de Santos da Cunha.

Se echó hacia atrás y pareció reflexionar.

—¿Santos da Cunha? ¿Dónde he oído ese nombre?

—Por una extraña coincidencia —dijo el señor Chamrousse—, la villa de Sainte Claire perteneció a ese caballero antes de que Mahdi Bey se la comprara.

Sir Denis se golpeó con su puño la palma de la mano.

—¡Sterling! —gritó—. ¡Todavía hay esperanza! Estaba ciego. Ese es el argentino del cual había pedido informes. —Se volvió hacia el prefecto—. ¿Cuánto tiempo estuvo el Lola anclado en Mónaco?

—Casi una semana, creo.

—¿Y zarpó?

—Esta mañana de madrugada, sir Denis, según he leído en el informe.

—¡Lo ve, Sterling! ¿Lo ve? —gritó.

Se volvió otra vez hacia el prefecto:

—Hay que alcanzar al Lola —dijo atropelladamente— sin perder un minuto. Le ruego que dé las instrucciones oportunas para que manden unos mensajes a todos los barcos del litoral a fin de que, en cuanto descubran el barco, nos lo comuniquen.

—Cuente conmigo —dijo el otro gravemente, asintiendo con la cabeza.

—¿Hay algún buque del ejército francés o británico cerca de aquí, en algún puerto de la costa?

El señor Chamrousse alzó las cejas.

—Hay un destructor francés en el puerto de Mónaco —contestó.

—Por favor, ordene a su comandante que esté listo para zarpar en cuanto se lo comuniquemos; de hecho, en cuanto yo suba a bordo.

Este tono autoritario, muy propio de sir Denis y que demostraba un gran desprecio por la burocracia y la rutina ante una emergencia, pareció irritar al funcionario francés.

—Eso, señor —replicó, quitándose las gafas y golpeando con ellas el cartapacio—, es imposible.

—¿Imposible?

El otro se encogió de hombros.

—No depende de mí —declaró—. Es asunto de las autoridades navales. Dudo incluso que el almirante al mando de la flota del Mediterráneo pueda tomar las medidas que usted me pide.

—Quizás —espetó Nayland Smith—, en estas circunstancias tendrá usted la amabilidad de ponerse en contacto con el ministro de Marina, en París.

El señor Chamrousse volvió a encogerse de hombros, con una mirada de asombro.

—En realidad… —empezó.

—La autoridad que me concede el Ministerio de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña —dijo sir Denis con una especie de violencia reprimida— es tal que cualquier demora que usted nos cause podría desacreditarlo gravemente. Los intereses de Francia, tanto como los de Gran Bretaña, están en juego. ¡Demonios, señor Chamrousse! ¡Estoy aquí para proteger los intereses de Francia! ¿Tendré que dirigirme a otra parte o hará usted lo que le pido?

Resignado, el prefecto descolgó el teléfono y pidió una conferencia con París.

Nayland Smith reanudó sus paseos por la alfombra.

—La verdad, sir Denis Nayland Smith —se quejó el señor Chamrousse con una voz seca y precisa—, ha sido un poco desleal que me tuvieran tan mal informado de este asunto. Todo el cuerpo de policía de que dispongo ha sido enviado a toda prisa hacia Sainte Claire y, según las últimas noticias, todavía permanece encerrado allí. No estoy enterado de nada y, además, me encuentro atado de pies y manos. París me ordenó ponerme a su disposición, y es lo que hice, pero la reputación de Mahdi Bey, con quien he charlado varias veces en sociedad, está por encima de toda sospecha. Para mí, todo esto es incomprensible; y ahora me pide…

Este arranque repentino me hizo comprender la frialdad del prefecto hacia sir Denis. Temía las represalias de París. Sir Denis lo entendió también y, deteniendo sus idas y venidas, se volvió para observar al hombrecito barbudo.

—Hay tantas cosas en juego, señor Chamrousse —dijo—, y he cometido ya tantos errores, que quizá me haya mostrado descortés. En ese caso, perdóneme. Pero crea que tengo mis razones. Es de una importancia vital que detengan al yate Lola.

—Le creo, sir Denis —respondió el señor Chamrousse, más apaciguado.

La conversación cesó e, inevitablemente, volví a caer en mis sombríos pensamientos, de los cuales el duelo verbal entre sir Denis y el funcionario francés me había alejado por un momento.

¡Fleurette era la hija de Petrie!

Este descubrimiento asombroso dominaba la confusión total que reinaba en mi mente. Tal vez se encontraban juntos; pero una vez que Petrie se hubiese restablecido de esa terrible enfermedad estaría obligado seguramente a aceptar aquella Bendición de la Visión Celestial de la que me había librado por milagro, y entonces…

Por otra parte, si mi influencia no había «empañado el espejo», según las palabras del doctor Fu-Manchú, ¡una unión monstruosa se consumaría entre ese hombre sin edad y aquella radiante juventud! No soportaba la idea. Sin darme cuenta, apreté los puños e hice rechinar los dientes.

En ese momento obtuvimos la conferencia con París. El señor Chamrousse se levantó y, con una leve reverencia, tendió el receptor a sir Denis.

Este, en un francés fluido pero bastante malo, se propuso intimidar al funcionario de París, en el otro extremo de la línea. Sabía que, en los momentos de tensión, tenía cierta propensión a demostrar una agresividad, una indiferencia hacia los demás que constituían la base y tal vez el resorte de ese comportamiento brusco, aunque cortés que le caracterizaba normalmente. Su petición de hablar con el ministro en persona fue denegada.

—¿Dice que está en su casa, durmiendo? ¡Haga el favor de ponerme con su número de teléfono privado, enseguida!

El señor Chamrousse había tomado el relevo de Nayland Smith y paseaba arriba y abajo sobre la alfombra; escuchaba la conversación con una expresión escéptica mientras encendía un cigarrillo con gestos meticulosos.

Sin embargo, hay que reconocer que los modales ásperos de sir Denis, que rozaban a veces la mala educación, surtieron efecto.

Pudo comunicarse al momento con el dormido ministro…

Habría sin duda mucho que comentar en cuanto a los métodos directos para barrer rápidamente toda oposición sin fundamento. En el Medio Oeste americano, donde vivía mi padre, había aprendido a respetar el ataque directo, polo opuesto a las maniobras envolventes, por lo general tan en boga en la sociedad europea.

¡Para el asombro del señor Chamrousse, la petición de sir Denis fue satisfecha de inmediato!

Las órdenes serían transmitidas en el acto al comandante del destructor anclado en el puerto de Mónaco, y cualquier otra unidad disponible sería enviada en busca del submarino. En una palabra, se hizo patente, a lo largo de esta breve conversación, que sir Denis ejercía una autoridad mucho mayor de lo que habría sospechado.

Cuando colgó el receptor y se levantó, el efecto que había producido sobre el señor Chamrousse era notable.

—Sir Denis Nayland Smith —dijo este—, ¡le felicito porque consiguió plenamente lo que, para mí, habría resultado imposible!

Sir Denis le estrechó la mano.

—¡Por favor, no prosiga! Lo entiendo perfectamente. Pero si me permite darle un consejo, sería ese: desplácese en persona hasta Sainte Claire y cuando se haga cargo de lo difícil de la situación, será capaz de resolverla mejor.

Charlaron un momento más, no recuerdo muy bien sobre qué, antes de que subiésemos de nuevo al automóvil para recorrer a toda prisa las carreteras tortuosas que llevaban a Mónaco.

—Hemos perdido un tiempo precioso —dijo Nayland Smith—. Confío en que la suerte esté de nuestra parte. Sin mensaje alguno de un barco que haya visto el yate Lola es imposible localizarlo. En cualquier caso, el Lola tendrá una velocidad muy superior a la del buque del ejército, pero si no lo localizamos antes no vale la pena intentarlo.

—Estoy seguro de que lo habrán visto. Estas aguas tienen un tráfico muy intenso.

—Sí, pero son barcos relativamente pequeños, y la mayor parte de ellos no dispone de radio. De todas formas, estamos haciendo todo cuanto está en nuestra mano.

El regreso de Fu-Manchú
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