24. EL COMPAÑERO YAMAMATA
En aquel momento me encontraba en el típico consultorio de un cirujano. Estaba sentado en una silla, rodeado de esas potentes lámparas que sirven para examinar a los pacientes. El compañero Yamamata, que hojeaba unas notas, se levantó en el acto y se presentó, despidiendo a Hino con un gesto apremiante.
Era joven y bien parecido, a la manera de los jóvenes intelectuales japoneses; llevaba una larga bata arremangada y, al levantarse de la mesa ante la que había estado leyendo, se quitó unas gafas con montura de carey y me observó con ojos risueños y penetrantes. Hablaba un inglés perfecto.
—Me alegro de que pronto sea uno de los nuestros, señor Sterling —dijo—. Su especialidad no es la mía, pero me ha informado Trenck que es usted un excelente botánico. Su historial médico —golpeó las páginas delante de él— es bueno, a excepción de esos trastornos producidos por la malaria.
Me quedé mirándolo de una manera quizás un poco estúpida.
Su comportamiento me desarmó.
—¿Cómo sabe que he tenido malaria? —pregunté—. No creo que actualmente presente síntoma alguno.
—No, en absoluto —aseguró—. Pero verá, tengo su historial delante de los ojos. Y esa malaria tiene su importancia, sobre todo porque degeneró en fiebre amarilla, hace solamente tres meses. ¡La fiebre amarilla, desde luego, es el demonio!
—Ya me había dado cuenta —contesté con seriedad.
—Sin embargo —su encantadora sonrisa dejaba ver unos dientes resplandecientes—, estoy acostumbrado a esas pequeñas complicaciones y las tuve en cuenta al preparar la dosis. Por favor, desnúdese hasta la cintura. Prefiero siempre inyectar en la espalda.
Se acercó a una mesita auxiliar y tomó una jeringa hipodérmica sin dejar de observarme.
—¿Y si tuviera algo que objetar? —sugerí.
—¿Objetar? —Arrugó la frente con una expresión divertida—. ¿Algo que objetar al entusiasmo? ¿A tener acceso a la sabiduría de centenares de siglos? ¡A la salvación, tanto física como intelectual! ¡Ja, ja! Qué divertido.
Continuó con sus preparativos.
Recordé las palabras de Fah Lo Suee. ¿Hasta qué punto debía fiarme de ellas? ¿Significaban que, por alguna razón personal, se atrevía a provocar la ira del formidable mandarín, su padre? Y en tal caso, ¿por qué razón? Suponiendo que hubiera mentido o se hubiera equivocado, ¿qué debía de ser esa Bendición de la Visión Celestial en el seno de la cual iba a ser admitido?
Sospechaba que se trataba de administrarme una droga y de reducirme a una condición de abyecta esclavitud mental.
Que ese lugar almacenaba una amplia sabiduría, que los experimentos que se llevaban a cabo iban muy por delante de los que se efectuaban en los principales centros de investigación del mundo, todo esto era indudable; había tenido la oportunidad de comprobarlo con mis propios ojos. Pero ¿a qué fin iban destinados?
Supongo que mis pensamientos quedaron reflejados con claridad en la expresión de mi rostro:
—Mi querido señor Sterling —continuó el médico japonés—, es inútil intentar descubrir el cómo y el porqué de todas las cosas. Está a punto de ingresar en la Compañía del Si-Fan. Precedido por los dolores del alumbramiento, un nuevo mundo está naciendo y usted recibirá su parte del pastel.
Traté de levantarme y hacerle frente. ¡No podía moverme! Y el doctor Yamamata se reía, de muy buen humor.
—La duda nos invade siempre en el último momento —afirmó—, pero lo que tiene que ser será. Permítame que le ayude, señor Sterling.
Se situó detrás de mí y, con el gesto preciso de un maestro de jiu-jitsu, me bajó el guardapolvo, inmovilizándome los brazos. Desabrochó el cuello de mi camisa.
—Las inyecciones son siempre molestas —admitió—. A mí en particular me producen una sensación de náusea; pero a veces resultan necesarias.
Sentí un pinchazo agudo en el hombro y advertí que la aguja de la jeringa penetraba en la carne. Apreté los dientes, pero no podía defenderme…
Se puso a limpiar la jeringa en una palangana, en la otra punta de la habitación. Realizaba los gestos seguros de un dentista que acababa de extraer hábilmente una muela.
—Se siente invadido por una agradable sensación de bienestar, ¿verdad? —preguntó—. Desde luego, tengo una larga experiencia en estas pequeñas intervenciones. Le seguirá, se lo aseguro, una sensación de poder. Ninguna tarea que le impongan (y las tareas impuestas por el doctor no son simples) le parecerá imposible.
Colocó la jeringa en una vitrina de cristal y empezó a lavarse las manos.
—Cuando haya descansado un poco, le serviré un whisky con soda que es, ya lo sé, su bebida nacional, y luego estará listo para su segunda entrevista con el doctor.
Se volvió hacia mí y sonrió.
—¿Es correcto mi diagnóstico?
—Perfectamente —contesté, consciente de no haber notado el menor cambio, pero recordando las palabras de aquella extraña y malvada mujer.
Tenía un papel que representar. No sólo mi propia vida sino las de miles, quizá millones de personas estaban en juego y dependían del éxito de mi actuación.
—¡Ah! —exclamó radiante de felicidad secándose las manos. Algunos novatos gritan de alegría, pero la fiebre amarilla, quizás, ha atenuado un poco su vitalidad habitual.
—Sin embargo —contesté con una sonrisa falsa—, creo que tengo ganas de gritar.
—¡Pues grite! —me animó, enseñando sus dientes resplandecientes en una amplia sonrisa—. ¡Grite! La silla está desconectada. ¡Salte! ¡Relájese! ¡La vida está empezando!
Hice un gesto. Era verdad… Podía levantarme.
—¡Ah! —grité, alzando mis manos juntas por encima de mi cabeza.
Era un grito y un gesto de alivio. ¡Fah Lo Suee había burlado al médico japonés! Y yo estaba libre, libre de mente y de cuerpo…, pero me encontraba en China, ¡bajo el techo del doctor Fu-Manchú!
—¡Estupendo! —exclamó Yamamata, con sus pequeños ojos brillantes de felicidad—. Felicidades, compañero Sterling. Beberemos a la salud del maestro que inventó esta maravillosa droga, capaz de convertir a los hombres en gigantes con corazón de león.
Tomó una jarra y sirvió dos generosas raciones de whisky.
—Se produjo un pequeño error, aquí, esta tarde —continuó—. Un ejemplar casi perfecto de homunculus (ya sé que no es su especialidad, compañero, pero yo soy un entusiasta de la mía) se escapó de la incubadora. La fórmula, por supuesto, es del doctor, pero he contribuido a su perfeccionamiento con algunos detalles, y el ejemplar que molestó a toda la casa posee algunas características de gran interés.
Añadió un poco de soda al whisky y me tendió un vaso. Me resigné a seguir aquella horripilante exposición, limitándome a asentir con la cabeza. Yamamata alzó su vaso.
—Camarada Alan Sterling, bebamos a la salud del mandarín Fu-Manchú, ¡el amo del mundo!
Era una copa bien merecida y acepté el brindis.
—El ejemplar posee una enorme fuerza física —continuó— y está dotado de la furia elemental y ciega que caracteriza a esos engendros; el mismo Paracelso lo reconoció. Hubo que cerrar las puertas de las secciones, lo que me hace sentir tremendamente culpable.
Bebí la mitad de mi vaso.
—¿Qué fue de… la cosa? —pregunté.
—Por desgracia —respondió Yamamata, sacudiendo la mano—, se le apagó la llama de la vida. La temperatura de los corredores no era la adecuada.
—Comprendo…
Me interrumpí bruscamente.
El sonido claro e indefinible, o quizá la vibración, que había oído por primera vez en la playa de Sainte Claire de la Roche volvía a repetirse; vi a Yamamata levantar una mano y llevársela al oído. El sonido cesó.
—El doctor Fu-Manchú le espera —dijo.
Me tendió cordial ambas manos y se las estreché.
Por un momento había olvidado mi papel, fascinado por el horror de la historia de esa «vida» que no era humana, que había sido engendrada, seguramente, en una incubadora…
No obstante, me acordé de él justo a tiempo.
—Me arrodillaré a sus pies —dije, intentando imprimir cierto énfasis a mi voz.
Mientras hablaba, la sonrisa desapareció del rostro del doctor Yamamata como un texto se borra de una pizarra.
—Todos nos arrodillamos a sus pies —replicó con solemnidad.