26. LA ORQUÍDEA
—¡No hable… ni encienda la luz!
¡Fah Lo Suee! Fah Lo Suee se encontraba en la habitación, junto a mí.
—Escuche, hay algunas cosas que debe saber esta noche. En primer lugar, considérese en China, aunque esto sea Francia…
—¡Francia! ¿Estoy todavía en Francia?
—Está en Sainte Claire de la Roche… Pero es lo mismo: está en China. Nadie puede salir de aquí, de día o de noche, sin el consentimiento de mi padre o el mío. Muy pronto declarará la guerra al mundo y seguramente triunfará; está rodeado de algunos de los cerebros más brillantes de la ciencia, la estrategia militar y la política procedentes de Europa, Asia y América.
Me dejé cautivar por la magia de su voz.
Pero si de verdad me hallaba en Sainte Claire, quedaba aún por demostrar que nadie era capaz de escapar.
Esta casa, me dijo, era simplemente una especie de cuartel utilizado para llevar a cabo algunos experimentos. En otros lugares, contaba con aliados propios, pero no en Sainte Claire.
—Porque, a decir verdad, no estoy de acuerdo con todo lo que se propone mi padre, sobre todo en lo que se refiere a Fleurette.
—¡Fleurette! ¿De qué se trata?
—¡Chsss! —Apoyó sus fríos dedos sobre mi brazo—. Baje la voz. He venido a hablarle de ella. Fue elegida, antes de nacer, para ese fin. Posee sangre occidental y oriental. Su linaje, por ambas partes, satisface por completo a mi padre. Soy su única hija. Fleurette tendrá la misión de darle un hijo…
—¿Qué? ¡Dios mío! ¿Significa eso que él la quiere?
Fah Lo Suee rio dulcemente.
—¡Qué poco lo conoce! Ella forma parte de un experimento cuyo éxito político reviste una importancia vital. Pero escúcheme bien —bajó la voz—, no quiero que ese experimento se lleve a cabo… Pronto, muy pronto, abandonaremos Francia. Fleurette, creo, ha encontrado el amor. Es de la raza, por parte de su madre, que se enamora muy deprisa…
—Quiere decir que…
—Quiero decir que si desea conseguirla le ayudaré. ¿Está claro? Por esta razón, vacié la jeringa y la rellené con una sustancia inofensiva. Los vi una vez en la playa; y luego, en esa habitación…
¡Me había visto en la playa! Lleno de esperanzas, de dudas, de ideas, de proyectos, escuché…
Fah Lo Suee se había marchado.
Esa voz que parecía acariciar el espíritu, que batía como las alas de una mariposa pero que adquiría, a veces, un tono frío e implacable como la belleza rutilante de la serpiente, había callado. El encanto se había roto.
La habitación estaba sumida en la más completa oscuridad, pero me pareció verla deslizarse hacia la puerta y me la imaginé como una grácil estatuilla de marfil, obra de las manos milenarias de un escultor griego y animada con una vida artificial aunque intensa, por obra de un mago todopoderoso.
Esperé, como se lo había prometido, hasta que me pareció que ya había transcurrido un minuto; busqué el interruptor a tientas, lo encontré y la habitación se inundó de luz.
La puerta que veía desde la cama estaba cerrada y no la había oído abrirse. Ignoraba dónde se encontraba la otra salida.
Estaba solo.
Me quedaba todavía media hora antes de que me llamaran para cumplir esas extrañas tareas, media hora para reflexionar, para decidir.
Me dirigí hacia el cuarto de baño y abrí los grifos. En él encontré una gran profusión de objetos para el afeitado y el aseo. Recordé que debía aprenderme el alfabeto morse; dejé los grifos abiertos, regresé a la salita y tomé la tabla de morse que se hallaba encima de la mesa.
Le eché una ojeada y constaté con satisfacción que era capaz de aprendérmelo en unas horas. Mi cerebro asimila con gran rapidez toda información concreta.
Volví al cuarto de baño y me aseé maquinalmente…
¿Hasta qué punto podía fiarme del sueño, o de lo que, al menos, parecía un sueño, que había precedido a la visita de Fah Lo Suee? No había ninguna prueba, que yo supiera, de que un episodio fuera más real que el otro.
Quizá la visita de esa mujer formaba parte del mismo sueño o, tal vez, ¡ninguno de los dos era un sueño! Resultaba evidente que en aquellos laboratorios secretos se llevaban a cabo unos experimentos casi milagrosos en radio y televisión. Quizás esa misteriosa escena, que parecía extraída de la cueva de un astrólogo medieval, no era más que eso; y por alguna razón, por pura casualidad o con un fin que ignoraba, yo la había presenciado.
«Lo imaginario es tan real como lo verdadero», había dicho el doctor Fu-Manchú, al enseñarme el libro del alquimista moderno.
Quizá los desaparecidos Libros Sibilinos, que regían casi toda la política de la Roma antigua, no eran simples oráculos, sino profecías con una base científica. Fu-Manchú había descubierto, tal vez, que Fleurette poseía los fabulosos poderes atribuidos, antaño, al oráculo de Cumas…
Recordé las extrañas declaraciones de Fah Lo Suee, pero el verdadero significado de sus palabras residía, tal vez, en lo que no había dicho. Sin embargo mi torpe mente vislumbraba que alguna monstruosa catástrofe estaba a punto de abatirse sobre el mundo.
Para bien o para mal, debía unirme a esa traidora mujer. Me había revelado el fin que perseguía y para mí quedó muy claro: de ella dependía no sólo mi salvación sino la de toda la civilización occidental.
Acababa de vestirme cuando aquel sonido leve y penetrante hizo vibrar todo mi cuerpo. Un timbre agudo resonó por un momento y luego cesó. Era la única señal que indicaba el inicio de mi guardia de seis horas.
La puerta se deslizó, y uno de los chinos vestidos de túnica blanca apareció en el umbral, inclinó levemente la cabeza y me indicó con el gesto que le siguiera. Guardé el alfabeto morse en el bolsillo de mi guardapolvo…
Salir sin un permiso (que sólo Fu-Manchú tenía la autoridad de conceder) era impensable, me había asegurado Fah Lo Suee. Sin ayuda del exterior, nunca lograría atravesar sano y salvo la puerta principal.
Tales eran las consideraciones que ocupaban mi mente mientras avanzaba tras mi silencioso guía, escaleras abajo, hacia el laboratorio de botánica.
Encontré al famoso botánico holandés en un estado de gran exaltación científica. Ya me había hecho a la irrefutable idea de que había muerto, hacía unos años, en Sumatra. Me guió hacia un pequeño invernadero alumbrado por una luz solar artificial. Rodeando las raíces momificadas de alguna especie de mangle enano, unos charcos de lodo estancados despedían emanaciones nauseabundas, como las que propagan la malaria. El lugar apestaba como la selva amazónica en época de lluvias.
—¡Mire! —exclamó Trenck, extasiado.
Señaló algo con el dedo; y, emergiendo del lodo humeante, percibí unos tallos tiernos, de un pálido color carne, agarrados a las raíces pantanosas.
—¡La orquídea de la vida! —gritó Trenck—. Así la llama el doctor. ¡Fíjese! Observe ese termómetro. ¡Observe como si su vida dependiera de ello, señor Sterling!
»¡He aquí un cultivo de catorce días! En su medio natural, en Birmania, ¡esas orquídeas florecen a unos intervalos rara vez inferiores a ochenta años! ¿Se da cuenta de lo que significa?
Sacudí la cabeza con cierta incredulidad.
—¡Qué le parece, compañero! Significa que si logramos que esas flores se reproduzcan, y espero que los capullos empiecen a abrirse dentro de unas horas, ¡ninguno de nosotros, ningún miembro del Si-Fan morirá, si no es de manera violenta!
La expresión de mi rostro debía de reflejar una perplejidad creciente.
—¿El doctor no se lo dijo? —continuó con entusiasmo—. ¡Muy bien! La ciencia que acumulamos aquí es nuestro patrimonio común, y tendré el privilegio de explicarle que, de esa orquídea, el doctor ha logrado extraer cierto aceite. Es el ingrediente que los viejos alquimistas no pudieron encontrar. ¡El aceite de la vida!
Mientras él hablaba, yo evocaba mentalmente el rostro del doctor Fu-Manchú y recordaba la imagen que me había sugerido, la de Seti I, el faraón egipcio. ¿Era posible que ese brujo chino hubiera resuelto el problema que había burlado los siglos?
—Lo mencionó —dije—, pero sin detalles. ¿Qué edad, pues, tiene el doctor Fu-Manchú?
Trenck soltó una carcajada.
—¿Cree usted —gritó con una voz casi histérica— que un hombre llegaría a saber lo que él sabe en el transcurso de una sola vida? ¿Cómo podría explicárselo? Hay que evitar que las venas se obstruyan, como en el reino vegetal. La primera fórmula que inventó requería un ingrediente que ya no se encuentra. Y por esa razón, después de casi treinta años de investigaciones, descubrió un sustituto en el aceite extraído de la orquídea birmana. ¡Ah! He de irme. Es un suplicio tener que abandonar el laboratorio en estos momentos, pero hay que cumplir el reglamento. Me olvidaba: es nuevo aquí. Le indicaré cómo avisarme si un capullo se abriera.
Se precipitó hacia el laboratorio y señaló una pieza circular en la pared. Me enseñó su sencillo mecanismo, muy parecido al de un disco de teléfono.
—Mi número es el noventa y cinco —dijo.
Hizo girar el disco hasta que el número noventa y cinco apareció en un circuito luminoso.
En ese momento oí resonar la extraña nota vibrante que me había intrigado tanto en la playa de Sainte Claire.
Trenck pulsó un botón, y el número noventa y cinco se borró del círculo luminoso mientras ese sonido, increíblemente agudo, como el grito de un murciélago, cesó.
—En el momento en que un capullo empiece a abrirse, ¿me llamará? Sería trágico que un nuevo mundo se abriese ante nosotros en toda su perfección mientras el padre Tiempo nos suprime antes de que hayamos podido disfrutarlo. ¡Eh! Le envidio esas horas de trabajo; ¡quizá le proporcionen el honor de ser el primer hombre testigo de un acontecimiento que revolucionará la vida humana!