VII
—Gracias a Dios, los trámites han terminado —dijo Weymouth—. No se celebrará ceremonia oficial, pues el bajá sigue indispuesto. Va embozado hasta los ojos con bufandas de seda y cuellos de pieles. Sólo lo acompaña un secretario. Los otros miembros de su séquito se hospedan en el Platz, aquí enfrente. Sea como fuere, en la habitación estará a salvo.
—¿A salvo? —repitió Petrie y rio con tristeza—. ¿Después de lo que le he contado, superintendente?
El amable rostro de Weymouth adoptó una expresión muy adusta, e intercambió una mirada de preocupación con Petrie.
—Ella nunca se equivocaba al respecto —reconoció—. La verdad, no sé qué pensar. He enviado a un hombre en cuanto me han informado, pero, claro, la tienda estaba cerrada. No sé qué hacer —repitió—. La mujer sola ya era una pesadilla, pero si el doctor en persona ha entrado en escena…
Extendió las manos con gesto de impotencia y todos guardamos silencio por unos instantes. Después, Weymouth se levantó.
—Es muy amable de su parte pedirme que cene con ustedes, señora Petrie —dijo—. Primero tengo que hacer un par de recados abajo y voy a intentar otra vez echar un vistazo al señor Solkel. En realidad, este caso no es mío. —Esbozo aquella sonrisa torpe e infantil que lo hacía tan encantador—. Pero me han retenido aquí en calidad de especialista, más o menos, y Yale lo ha aceptado de buen grado.
—Supongo —dijo Petrie mientras Weymouth se dirigía hacia la puerta— que hay detectives de servicio en el hotel.
—Cinco, con Fletcher al mando. Debería bastar, pero me preocupa el señor Solkel. Su descripción oficial no corresponde con la que usted ha dado, señor Greville. Para empezar, dicen que lleva gafas, que está delicado de salud y que no sale de su habitación para nada. Sin embargo…
Salió.
Petrie se quedó mirando en dirección a mí.
—No hay ni sombra de duda de que la campaña de Madame Ingomar ha empezado bien, para ella —dijo despacio—. Sólo puedo atribuir su sorprendente indiscreción a… —se interrumpió por un momento, sonriendo, y echó una ojeada a su esposa— a un repentino y típico encaprichamiento oriental.
Ella se sonrojó y le devolvió la mirada.
—¡Una vez Nayland Smith dijo eso de mí! —contestó.
—Me alegro de que lo hiciera —aseveró Petrie—, pero si la hija se parece en algo al padre, confieso que no envidio el destino del bajá Swazi. Eche un vistazo a la ficha de madame y comprenderá qué quiero decir. Aparte de ciertos desplazamientos misteriosos llevados a cabo el año pasado, a lugares tan variados como Pekín, Turkestán, Siberia y las provincias del norte de la India, podemos dar por sentado que el profesor Zeitland fue víctima de esa diablesa china. Se interpuso en su camino. Sabía algo de la tumba de Lafleur que ella deseaba averiguar. En cuanto obtuvo la información, creyó necesario borrarlo del mapa. Así lo hizo, según el plan. Barton era el siguiente en la lista. Lo utilizó para sus propósitos, y este escapó de milagro. Ella ya tenía lo que quería: el contenido de la tumba. Si conociésemos la importancia de ese contenido, empezaríamos a comprender por qué no se detiene ante nada para conseguir sus propósitos. —Se interrumpió para encender un cigarrillo y continuó—: Creo que el pobre Smith lo sabía. Era el único hombre del mundo a quien ella temía de verdad. Y él… —dejó la frase sin terminar.
—Es cierto que considera al bajá Swazi un obstáculo —dije yo—. Tuvo la amabilidad de decírmelo.
Petrie miró a su esposa, cuyos expresivos ojos delataban el gran horror que sentía.
—Hace un rato he dicho que no me importa demasiado la suerte que corra —añadió—. Aunque parezca egoísta, en el fondo de mi corazón desearía que el bajá hubiera escogido otro hotel. Karamaneh ha vivido demasiado tiempo en el ojo del huracán para desear más aventuras.
Aquel era el ambiente que nos envolvía esa tarde en un hotel de Londres; aquella, la sombra que se proyectaba sobre nosotros.
Durante la cena —que se sirvió en la sala de Petrie, pues Weymouth no había tenido tiempo de cambiarse—, dije:
—¿Supongo que el tal señor Solkel estará bien atendido?
Weymouth asintió.
—No ha salido —respondió—, pero he oído que ha recibido un baúl de ropa y que se lo han subido esta tarde a su habitación. Esto hace pensar que se marchará pronto. Si sale, lo seguiremos. Si pide algo, el camarero será un hombre de Scotland Yard.
Weymouth había conseguido una habitación pequeña justo en el último piso, pues Londres estaba atestado. Su presencia en el edificio me proporcionaba una gran sensación de seguridad. A petición de su esposa, Petrie había cancelado los planes que tenía para la noche y había decidido quedarse en casa.
Cuando deseamos buenas noches a nuestros anfitriones, Weymouth me acompañó a mi habitación. Tras detenerse en el pasillo, se quedó mirando la puerta de la número 41, pero no habló hasta que entramos en mis aposentos y encendimos las pipas.
—El bajá Swazi —dijo entonces— ha cancelado una cena con el primer ministro esta noche, debido a su demora en París. No va a salir y no recibe a nadie, ni siquiera a la prensa. El trabajo de Yale empieza mañana. El bajá tiene cuatro compromisos oficiales.
—En ese caso, ¿confía en que esta noche está a salvo?
—Desde luego —contestó Weymouth con gravedad—. ¡Confío tanto que voy a hacer guardia en persona! Usted acuéstese, Greville. Aún no está del todo recuperado. Buenas noches.