35. LA TORRE DEL ESTE

Con un cigarrillo entre los labios, me senté ante la ventana abierta a contemplar los árboles pelados del huerto; los brotes de los primeros días de primavera apenas empezaban a despuntar.

La idea de dormir ni siquiera se me pasó por la cabeza. El mobiliario, moderno y agradable, de la habitación no despojaba a los muros revestidos de madera del aire rancio que desprendían. Aquella ventana solitaria, encastrada en un hueco, daba al huerto donde, según se decía, estaba la entrada de la escalera secreta, y confería un toque de incluso mayor antigüedad, que se remontaba más allá de los alegres días de los monarcas Estuardo, hasta los tiempos turbulentos de la Edad Media.

Un ambiente de maldad fantasmagórica flotaba por la casa como miasma desde el instante en que el inexplicable golpeteo nos había sobresaltado. Habíamos permanecido juntos hasta muy tarde, y creo que a ninguno de nosotros le apetecía separarse del resto. Smith había interrogado a fondo a la señora Oram, el ama de llaves; supuso que Homopoulo, que había llegado hacía poco, desconocía la historia de Greywater Park. La anciana reconoció la existencia de la leyenda que Nayland Smith había acertado a desenterrar, pero nos aseguró que nunca, en el tiempo que llevaba allí, se había manifestado aquel alma en pena. Desconocía (o, como la excelente criada que era, aseguraba desconocer) la ubicación de la cámara y la escalera secretas.

En cuanto a Homopoulo, hasta entonces de una imperturbabilidad sin tacha, rara vez había visto a un hombre tan atenazado por el pánico. Su tez oscura había palidecido hasta alcanzar el tono del pergamino sucio, y gotas de sudor perlaban su frente. Predije para mí una pronta dimisión de su puesto en casa de sir Lionel Barton. Homopoulo tal vez fuese un mayordomo sobresaliente, pero, como buen griego, su natural supersticioso le impedía seguir viviendo bajo el mismo techo que un fantasma familiar, por muy vetusto que fuese el espectro.

Donde las sombras de las ramas desnudas se proyectaban ante mí, en el césped verde y fresco, no cesaba de imaginar una figura vestida de negro que iba de un árbol a otro. Dormir quedaba fuera de toda consideración. En cierto momento me pareció oír el aullido de los leopardos a lo lejos.

En alguna parte del piso de arriba, Nayland Smith —no me cabía duda— estaría recorriendo incansable su habitación, cuya situación exacta no podía deducir debido a los pasillos laberínticos por los que se accedía a la misma. Sin embargo, por quien estaba más preocupado era por Karamaneh. Su situación en aquel entorno desconocido para ella ya resultaba bastante extraña, pero no me atrevía a imaginar qué temores abrigaba en la soledad de la noche, después de las manifestaciones espectrales que habían interrumpido de un modo tan sobrecogedor el relato de Nayland Smith. Le habían asignado una alcoba en algún lugar de la planta baja, y la señora Oram, cuyas atenciones maternales para con la muchacha me habían conmovido en lo más hondo, la había acompañado al dormitorio, donde, sin duda, su presencia habría conseguido subirle el ánimo a la joven.

Greywater Park estaba en una ladera frondosa y, en dirección suroeste, descollando sobre los árboles casi como un gigantesco sacerdote español, se erguía una torre solitaria. La contemplé con un interés vago. Era Monkswell, un lugar deshabitado de la propiedad de sir Lionel y que databa, en parte, de los días del rey Juan. Sacudiendo la ceniza del cigarrillo, observé la antigua torre al tiempo que me preguntaba distraídamente qué hechos habían acaecido a su sombra, desde que el monarca Angevino, durante cuyo reinado fue construida, firmara la Carta Magna.

Hacía una noche perfecta y reinaba el silencio. Nada se movía ni dentro ni en el exterior de Greywater Park. Pese a todo, era consciente de un desasosiego palpable que sólo podía atribuir a los extraños acontecimientos de la noche pero que parecía ir en aumento en lugar de remitir.

Tiré el cabo del cigarrillo a la oscuridad, decidido a meterme en la cama, aunque en mi vida me había sentido más despierto. Eché una última mirada a aquel huerto pelado, y me disponía a levantarme cuando, aunque no soplaba la menor brisa, ¡me cayó sobre la cabeza una ducha de hojas de hiedra!

Sacudiéndome el cabello con irritación, miré hacia arriba… y una segunda ducha me dio de lleno en la cara y me llenó los ojos de polvo. Retrocedí, conteniendo una exclamación. Entre la profundidad de la jamba, debido al grosor del muro, y la maraña de hojas que había encima de la ventana, no alcanzaba a ver mucho trecho de la fachada de la casa, pero un frufrú débil procedente de arriba indicaba que alguien, o algo, trepaba o descendía por la pared del torreón que albergaba mi dormitorio.

Me quité algo de polvo de los ojos, que me escocían, me acerqué al alféizar y, tras encaramarme a la profunda cornisa con ayuda de la silla, me así a una esquina de aquella ventana pintoresca con un motivo de diamantes y me asomé hacia fuera.

Vislumbré las almenas cubiertas de hiedra que coronaban la torre (el ala oriental, donde estaba situada mi habitación, era la parte más antigua de Greywater Park). Se recortaban en marcado contraste contra el cielo sin nubes…, ¡y la silueta negra de la cabeza y los hombros de un hombre se inclinaba justo encima de mí!

Retrocedí sin perder un instante. Creía que el escalador no me había visto, aunque sin duda estaba observando mi ventana. ¿Qué pretendía?

Acuclillado en el alféizar, me sobrevino un mareo que al principio atribuí a un reflejo nervioso por haber visto a un hombre encaramado a una altura de vértigo. No obstante, la sensación aumentó. Me tambaleé hacia delante y me sujeté a la pared para no caer. Una náusea mortal se apoderó de mí… y me asaltó una duda terrible.

En el pasado, sir Lionel Barton había tenido espías en su casa. ¿Y si el griego de tez oscura, Homopoulo, era uno? Pensé en el oporto del 45, en el fantasmagórico golpeteo, y pensé en el hombre acuclillado en el tejado de la torre, encima de mi ventana.

Los síntomas eran ya inconfundibles; tenía la cabeza como un bombo y dificultades de visión; ¡habían puesto narcótico en el vino!

Casi caí de espaldas en la habitación. Agarrándome a la silla, a la cómoda y, por último, a los pies de la cama, conseguí estabilizarme y, con dedos temblorosos, saqué el pequeño estuche de medicamentos que siempre llevaba conmigo…

Luchando contra la droga con toda mi fuerza de voluntad, pero temblando todavía de debilidad a causa del tratamiento, interno y subcutáneo, que había seguido, avancé dando traspiés hacia la puerta, salí al corredor y subí por la angosta escalera de caracol hacia la habitación de Smith. Me llevé la linterna de bolsillo, que me permitió encontrar el camino al rellano triangular revestido con paneles de madera.

Probé el picaporte. Como esperaba, la puerta estaba cerrada. La golpeé con el puño.

—¡Smith! —grité—. ¡Smith!

No hubo respuesta.

Llamé de nuevo, levantando ecos antiguos en la casa, pera nada se movió y ninguna respuesta recompensó mis esfuerzos; las otras habitaciones, al parecer, estaban desocupadas y a Smith… ¡lo habían drogado!

Con los sentidos trastornados y una neblina ante mis ojos, bajé al pasillo a trompicones. Me detuve en la puerta de mi habitación; de repente había caído en la cuenta de algo que hasta entonces me había pasado inadvertido debido a la disposición laberíntica de los pasillos: la habitación de Smith también estaba en la torre del este y debía de quedar justo encima de la mía.

—¡Dios mío! —susurré, pensando en el escalador—, ¡lo han asesinado!

Entré en mi habitación tambaleándome y me agarré a los pies de la cama pues mis piernas empezaban a ceder. ¿Qué debía hacer? No tenía la menor duda de que éramos víctimas de un astuto complot, de que el terrible Si-Fan por fin había descargado su venganza contra Nayland Smith.

La cabeza me daba vueltas y una debilidad mental y física amenazaba con apoderarse de mí por completo. A todas luces, con las fuerzas minadas por la droga que me habían administrado, creo que habría sucumbido si el sonido de un peldaño que crujía no me hubiera llamado la atención y, dado el peligro que anunciaba, no me hubiera proporcionado nuevas fuerzas.

Alguien bajaba con pasos furtivos desde el rellano superior… ¡hacia mi habitación! Las criaturas del doctor amarillo, después de eliminar a Nayland Smith, ¡se acercaban a hurtadillas para acabar conmigo!

Extraje de mi bolsa de viaje la pistola Browning. Los sirvientes del doctor chino se encontrarían con un recibimiento muy cálido. Ardía en deseos de vengar a mi amigo, quien, estaba convencido de ello, yacía asesinado en la habitación de arriba. Entorné la puerta y me situé justo detrás de esta. Las pisadas sigilosas se acercaban, cada vez más… La persona que se aproximaba había doblado la esquina del pasillo…

Al parecer se detuvo cerca de mi puerta; un haz de luz blanca se coló por la abertura, recorrió el suelo y alcanzó la pared del fondo. Permaneció así por un momento y desapareció. La habitación quedó sumida en oscuridad.

Aferrando la pistola con una mano nerviosa, aguardé mientras escuchaba con atención, pero nada rompió el silencio. Con la mirada fija en el punto por donde suponía que asomaría la cabeza de aquel visitante nocturno, casi no me atreví a respirar durante aquellos instantes de terrible incertidumbre.

La puerta se abría, despacio, tan despacio que el movimiento resultaba casi imperceptible. Apuntaba con la pistola ante mí, rígido, y tenía la mirada clavada en el resquicio borroso. Supongo que actué como lo habría hecho el noventa y nueve por ciento de los hombres en un caso semejante. Nada apareció.

En aquel instante, sonó una voz que parecía proceder de bajo tierra.

—¡Dios mío! ¡Es Petrie! —exclamó.

Bajé la mirada al instante… Y allí, observándome desde el suelo, distinguí vagamente el contorno de una cabeza humana.

—¡Smith! —musité.

Nayland Smith, pues no era otro que mi amigo, se levantó y entró en el dormitorio.

—Gracias a Dios que se encuentra bien, amigo —dijo—; pero cuando espíe a alguien que entra en una habitación a hurtadillas, no dé por sentado que lo hará de pie, por lo que más quiera. ¡Podría haber disparado contra usted desde el suelo sin problemas! Por fortuna, incluso a oscuras he distinguido sus babuchas árabes.

—Smith —dije, con el corazón acelerado—, pensé que lo habían drogado, que lo habían asesinado. El oporto contenía un narcótico.

—¡Me lo imaginaba! —gruñó Smith—, pero a pesar de que el doctor Fu-Manchú es un excelente maestro, sigo adoleciendo de una ingenuidad infantil, y si no he tomado el oporto del 45 no ha sido porque en aquel momento albergara ninguna sospecha.

—Pero Smith, yo le he visto beber oporto.

—Siento contradecirle, Petrie, pero sin duda sabe que el estado de mi hígado (debido a la larga estancia en Birmania) no me permite darme el lujo de beber oporto. Mi parte del vino está ahora depositada entre el musgo de los tulipanes que, como recordará, decoraban la mesa de la cena. Para no parecer grosero, mediante un simple juego de manos, he brindado por su salud y su futura felicidad con clarete.

—Por el amor de Dios, ¿qué está ocurriendo, Smith? Alguien ha salido por su ventana.

—¡Yo he salido por mi ventana!

—¿Qué? —pregunté aturdido—. ¡Era usted! ¿Pero qué significa todo esto? Karamaneh…

—Es por ella por quien temo ahora, Petrie. ¡No debemos perder ni un momento!

Se dirigió hacia la puerta.

—¡Hay que advertir a sir Lionel como sea! —exclamé—. ¡Imposible! —me espetó Smith.

—¿Por qué dice eso?

—¡Sir Lionel ha desaparecido!

El regreso de Fu-Manchú
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