18. EL DOCTOR FU-MANCHÚ

Vestía una larga túnica amarilla y andaba silenciosamente sobre unas zapatillas de gruesas suelas. Iba tocado con un pequeño gorro negro coronado de un abalorio de coral. Con las manos ocultas en las amplias mangas de su túnica, permanecía allí, observándome.

Descubrí en aquel momento que este hombre poseía el rostro más extraordinario que había contemplado jamás.

Era de edad avanzada y, sin embargo, no tenía edad. Imaginé que si Benvenuto Cellini hubiera cincelado en oro una máscara mortuoria de Satán, esta habría sido muy similar a la cara de muerto viviente que se presentaba ante mis ojos.

Debía de medir un metro ochenta de alto, y las zapatillas de tacón grueso que calzaba realzaban todavía más su silueta. En vez del pequeño gorro (que reconocía, por haberlo leído en varias ocasiones, como el de los mandarines de alto rango) imaginé el gorro de astracán del pasajero que atisbé por un instante en el interior del potente automóvil, en la carretera de la Cornisa; en vez de la túnica amarilla, el abrigo con el cuello de piel.

Supe, desde el momento en que entró, que ya lo había visto en otras dos ocasiones; la segunda, en el restaurante de Quinto.

Un recuerdo me llevó a otro.

Aunque en el restaurante había estado sentado de espaldas a mí, me vino a la mente, aunque seguramente lo había notado de una manera inconsciente entonces, que unas gafas de carey rodeaban sus orejas amarillas y puntiagudas. Llevaba lentes.

Y mientras se acercaba a mí despacio y en silencio, recobré el recuerdo más nebuloso de todos…

Había visto a ese hombre en un sueño… ¡cabalgando una nube violeta que dominaba una ciudad condenada!

El velo se había roto… ya no existía equivocación posible. Sus centelleantes ojos verdes, clavados en mí con una mirada impávida, desprendían como rayos astrales, un magnetismo fuera de lo común.

¡Era el doctor Fu-Manchú!

Aquella estancia medieval, la extraña personalidad de ese hombre y mi intento frustrado de cruzar la línea negra que rodeaba esa prisión invisible me habían momentáneamente dejado fuera de combate. Sin embargo, en ese instante hundí la mano con decisión en mi bolsillo.

Un ser de carne y hueso había fracasado en atravesar esa zona invisible; una bala quizá lo conseguiría.

El hombre, con su túnica amarilla, estaba ahora a unos tres metros de distancia. Al introducir mi mano en el bolsillo, una especie de velo oscureció por un instante —fue sólo un momento— los ojos verdes y produjo una impresión momentánea de ceguera. Este fenómeno desapareció en cuanto recapacité y recordé de pronto que llevaba una indumentaria muy peculiar. ¡Debía de estar loco para buscar un revólver cargado en el bolsillo de ese guardapolvo blanco!

Pisé la colilla que acababa de tirar y, con los puños apretados, hice frente a mi carcelero; tenía que aceptar la realidad de los hechos.

—¡Ah!, señor Sterling —dijo, acercándose tanto a mí que se hallaba a sólo un paso de la raya negra—. Su intento de explorar la sala de transmisiones accionó una señal en mi estudio, y supe que se había despertado.

Su voz tenía un tono gutural y acentuaba las sibilantes. Hablaba de modo pausado, articulando perfectamente cada sílaba. Supongo que, a su manera, hablaba un inglés impecable aunque pronunciaba muchas de las palabras que empleaba de un modo peculiar que nunca había oído antes.

No se me ocurría nada que decir. Me encontraba del todo indefenso, y ese hombre estaba ahí para burlarse de mí.

—Parece tener muy poco respeto hacia la inviolabilidad de la vida humana —continuó, con una frase que habría sonado bastante rara en boca de un inglés—. Mató a uno de mis sirvientes en Villa Jasmin. No tiene mucha importancia. Pero su afán de matar no termina ahí. Por fortuna, me encontraba a menos de un kilómetros de distancia y lo puse a salvo, antes de que el espectáculo de dos cuerpos tendidos en medio de la carretera de la Cornisa atrajera la atención de algún motorista. Hirió mortalmente a Gana Ghat, el jefe de mi guardia birmana.

—Me alegro de saberlo —repliqué.

Sus ojos verdes me lanzaron una mirada impasible.

—No se alegre demasiado —dijo con suavidad—. No le deseo ningún mal, pero usted me obligó a hacerlo. Y por lo tanto, se encuentra ahora en China…

—¡En China!

Repetí la palabra con cierto horror en la voz. Eché una ojeada rápida a ese cuarto increíble antes de contemplar de nuevo la alta silueta impasible en su túnica amarilla.

¡Dios mío! Era descorazonador, pero no del todo imposible. No era capaz de adivinar durante cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Se me ocurrió la horrible idea de que ese loco genial —porque me resistía a creer que se encontrara en su sano juicio— me había drogado y transportado en estado de coma en alguna de sus naves particulares, desde Francia hasta China. Intenté sostener la mirada de esos chispeantes ojos verdes pero no lo logré durante mucho tiempo.

—No me dejó elección posible —prosiguió el doctor Fu-Manchú—. No puedo permitir que un extraño se entrometa en mis experimentos. Tuve que escoger entre su muerte, que no me habría sido de provecho alguno, o sus servicios, que es lo que he preferido.

Se volvió despacio y se dirigió hacia la oculta puerta de cristal. Estaba a un paso de ella cuando esta se deslizó sin ruido. Me miró por encima de su hombro.

—Sígame —ordenó.

No tenía otra alternativa que obedecer, de modo que di un paso adelante con mucha cautela. No se produjo ninguna sacudida cuando traspasé la raya negra y, no obstante, seguí avanzando con suma precaución sobre ese suelo silencioso, hacia la abertura en la pared donde el chino me esperaba sin dejar de observarme. La idea de saltarle encima, en el momento en que se hallara a mi alcance, atravesó mi mente por un instante. ¡Pero estaba en China! Si de verdad me encontraba en dicho país, ¿qué suerte me esperaba si alcanzaba mi propósito? Había conocido a muchos chinos y empleado a varios de ellos. Los tenía por trabajadores, afables y sencillos. Había oído hablar de los terribles castigos infligidos por sus jefes. Algunas de esas historias acudían ahora a mi memoria, aconsejando prudencia. Si Nayland Smith estaba en lo cierto, habría sido maravilloso eliminar de la faz de la tierra a aquel doctor chino, a cualquier precio.

No obstante, podía fracasar… y pagar el precio de todas formas.

Estos pensamientos atravesaban mi mente mientras me acercaba a la puerta de cristal. Cuando iba a cruzarla, Fu-Manchú habló de nuevo.

—Abandone toda idea de atacarme —dijo en voz baja, las sibilantes más acentuadas que nunca—. Le aseguro que no lo conseguiría. ¡Sígame!

Se puso en marcha, y traspasé el umbral de una pequeña habitación amueblada como una biblioteca. La mayor parte de los volúmenes que ocupaban los estantes tenían extrañas encuadernaciones, y sus títulos estaban compuestos por caracteres aún más curiosos. Había una larga mesa cubierta de libros abiertos. Un olor sospechoso, a opio sin duda, flotaba en el aire, y una pequeña pipa de jade en un cenicero de bronce confirmó todavía más esta suposición.

La biblioteca estaba alumbrada por dos lámparas, una con pantalla de seda que colgaba del techo y otra, muy extraña, con forma de globo, montada sobre un pie de ébano y colocada en una esquina de la mesa.

Esto es todo cuanto pude observar de esa extraña estancia ricamente alfombrada, mientras me dirigía hacia una segunda puerta y penetraba en el invernadero más grande que había visto jamás, a excepción de los Reales Jardines Botánicos de Kew. El suelo estaba tapizado con la misma goma que la «sala de transmisiones».

El techo era de una altura impresionante, y el vasto invernadero estaba iluminado por un sistema oculto de lámparas. Hacía un calor tropical y reinaba un profundo olor a humedad y podredumbre. Contenía muchas palmeras, unas enredaderas cuajadas de flores, arbustos raros en perfecto estado y grandes hileras de orquídeas, entre musgos aterciopelados.

El regreso de Fu-Manchú
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