12. EL VISITANTE
La primera hora de vigilancia, que pasé aguardando y escuchando en aquella quietud solitaria, transcurrió sin novedad, y con cada nuevo cuarto de hora —marcado por las campanadas apagadas de los relojes de Londres— mi talante se volvía cada vez más morboso. Poblé de figuras furtivas y criminales las habitaciones que comunicaban con la sala donde estaba sentado; mi imaginación pintó horribles caras amarillas en las cortinas, manos que sobresalían de este o aquel resquicio. En una veintena de ocasiones di un respingo, creyendo que había oído los pasos de unos pies desnudos sobre el suelo, a mis espaldas; la respiración contenida de alguien que se acercaba con intenciones aviesas.
Como no ocurría cosa alguna que justificase estos temores, la aprensión remitió; advertí que estaba quedándome agarrotado, que inconscientemente había permanecido sentado con los músculos en tensión. La ventana estaba abierta por arriba, unos treinta centímetros, y la persiana echada, pero los ojos se me habían acostumbrado tanto a escudriñar la penumbra que distinguía a la perfección el rectángulo amarillo de la ventana y, aunque de manera muy vaga, algunos objetos de la habitación: el sofá Chesterfield colocado contra la pared, la lámpara del techo, la mesa que sostenía la caja Tulun Nur.
Había niebla en la habitación y el ambiente era cada vez más frío y húmedo; habíamos apagado la estufa eléctrica algunas horas antes. Pocos sonidos llegaban a mis oídos. Dos o tres veces pasó gente por el pasillo, camino de sus habitaciones, pero yo sabía que la mayor parte de los aposentos de aquel piso estaba desocupada.
Procedentes del muro de contención y del propio río, me llegaban rumores débiles, aunque muy de vez en cuando; los bocinazos amortiguados de los coches y ruidos de timbres incluso más tenues. Los avisos de niebla retumbaban a lo lejos, y los trenes emitían su silbido remoto e irreal. Decidí entrar en mi dormitorio y, aun a riesgo de hacer algún ruido, tenderme en la cama.
Me levanté con cuidado y puse en práctica la idea. Habría dado cualquier cosa por fumar, aunque tenía la garganta reseca; y casi cualquier bebida me habría sabido a néctar. No obstante, pese a que mis esperanzas (o mis temores) de que apareciera un intruso se habían esfumado, resolví atenerme a las reglas del juego tal como las habíamos fijado. En consecuencia, ni fumé ni bebí, sino que extendí mis miembros cansados sobre la colcha y, tras convencerme de que podía custodiar el extraño tesoro tan bien allí como en cualquier otra parte… caí en un sueño profundo.
Ninguno de los momentos vividos aquellos días es equiparable en horror intenso y prolongado con el instante en que abrí los ojos.
En primer lugar, me desperté porque noté que la cama se movía. El estremecimiento procedía de abajo, como si un terremoto sacudiera los mismos cimientos del edificio. Me incorporé dando un respingo y caí en la cuenta de que me había quedado dormido. Aferrando el cobertor a ambos lados de mi cuerpo, me quedé mirando, mirando, mirando… aquello que me escudriñaba desde los pies de la cama.
Sabía que me había dormido en mi puesto y estaba convencido de que me había espabilado del todo; sin embargo, no me atrevía a admitir que lo que estaba viendo no era producto de mi imaginación. Me sentía incapaz de aceptar que el temblor de la cama fuese real, pues no podía creer, desde la cordura, que lo provocase un agente humano. Lo que estaba viendo, sin dar crédito a mis ojos, era lo siguiente:
Un rostro de palidez fantasmal, que parecía resplandecer por el reflejo de alguna luz tenue procedente de la sala, me observaba por encima de los pies de la cama, farfullando como un demonio. Con manos temblorosas, aquel espanto que se había colado en un lugar que yo creía inaccesible aferraba los postes de la cama haciendo que la estructura se agitase y traqueteara ligeramente…
El corazón me dio un vuelco, después pareció detenerse y quedarse frío como el hielo. Mi cuerpo estaba helado del horror. Se me pusieron los pelos de punta: ¡sentí que si no gritaba me volvería loco de atar!
El rostro blanco y sudoroso, los ojos fijos, el barboteo incoherente y el constante movimiento de la cama a manos del visitante anónimo persistían, se negaban a evaporarse como la pesadilla que hubiera deseado que fuese; se manifestaban ante mí, sin duda con algún objetivo tangible…
Este atentado a la razón me había privado de la capacidad de hablar con coherencia. Más allá de la cara blanca y pringosa veía la salita iluminada por una luz débil; incluso distinguía la caja de Tulun Nur sobre la mesa, justo al otro lado de la puerta.
¡El ser que sacudía la cama era real, existía… no podía pasarlo por alto!
Poco a poco, me alejé de él hasta quedar acurrucado contra la cabecera de la cama. Entonces, cuando la cosa se tambaleó hacia un lado y —¡Dios bendito!— hizo ademán de acercarse más a mí, proferí un grito ronco y me arrojé al suelo huyendo de aquel horror pálido que, según creía yo, me perseguía.
Oí un golpe sordo… y el ser desapareció de mi vista. Aun así —y al recordar el terror supremo que sentí ante aquella visita no me avergüenzo de confesarlo— no me atreví a moverme de donde estaba, ni a pasar junto a aquello que yacía a mitad de camino de la puerta.
—¡Smith! —grité, pero mi voz era poco más que un susurro ronco—. ¡Smith! ¡Weymouth!
Las palabras se hacían más claras y más altas conforme las repetía y el último «¡Weymouth!» salió de mis labios como un chillido en falsete.
Una puerta se abrió de golpe al otro lado de la habitación. Bajo el arco, débilmente iluminado, que separaba el dormitorio de la salita apareció la figura de Nayland Smith.
—¡Petrie! ¡Petrie! —gritó, y lo vi allí de pie mirando a derecha e izquierda.
A continuación, antes de que yo pudiera contestar, se dio la vuelta y posó la vista en aquello que yacía en el suelo.
—¡Dios mío! —susurró, y se abalanzó al interior de la habitación.
—¡Smith! ¡Smith! —grité—. ¿Qué es? ¿Qué es?
Se volvió como un rayo al tiempo que Weymouth entraba pisándole los talones, me vio y retrocedió un paso; acto seguido miró de nuevo hacia el suelo.
—¡Dios misericordioso! —musitó—. Pensaba que era usted… ¡Pensaba que era usted!
Presa de violentos estremecimientos, con la mente convertida en un caos febril, me dirigí a los pies de la cama y entreví lo que yacía allí.
—¡Encienda la luz! —ordenó Smith.
Weymouth se dirigió al interruptor, y la habitación se iluminó de repente.
Boca abajo sobre la alfombra, con las manos abiertas y las uñas enterradas en el pelo del tejido, yacía un hombre moreno con el rostro algo vuelto a un lado, de modo que el pálido perfil se recortaba contra los vivos colores del fondo. No llevaba abrigo sino una especie de camisa de color gris oscuro y pantalones negros. Para rematar la incongruencia de su atuendo, calzaba zapatos de color indefinido y suela de goma.
Lo observé, sujetándome la cabeza con una mano y recuperando poco a poco el control de mí mismo. Weymouth, que se percató de mi estado, me pasó en silencio su petaca y yo tomé un trago agradecido.
—¿Cómo diablos ha entrado? —susurré.
—Sí; ¿cómo? —dijo Weymouth mirando alrededor extrañado.
Tanto él como Smith se habían quitado los disfraces y, perplejos los tres, contemplamos al hombre que yacía a nuestros pies. De repente Smith se arrodilló y lo colocó de espaldas. Yo ya casi había recobrado la compostura y me acuclillé al otro lado de aquel hombre fantasmal cuya presencia en mi habitación parecía desafiar los límites de lo posible. Lo examiné con gran cuidado, apremiado por el temor; pues saltaba a la vista que, si no había fallecido aún, aquel hombre estaba muriendo a pasos agigantados.
Era un tipo menudo, y mi primer descubrimiento fue bastante curioso. ¡Lo que había tomado por cabello negro era una peluca! El pequeño bigote también era falso.
—¡Miren eso! —exclamé.
—Lo estoy viendo —gruñó Nayland Smith.
De repente se levantó, entró en la sala y encendió la luz de allí. Lo vi estudiar la caja de Tulun Nur y adiviné qué estaba pensando. No obstante, la caja continuaba sobre la mesa tal como la habíamos dejado, intacta. Vi que Smith se acariciaba el lóbulo de la oreja con gesto irritado y miraba alternativamente la caja y al hombre junto al que yo estaba arrodillado.
—Por el amor de Dios, ¿qué significa esto? —dijo el inspector Weymouth con voz baja de extrañeza—. ¿Cómo ha entrado? ¿Qué le ha pasado?
—En cuanto a lo que le ha pasado —contesté—, por desgracia no puedo decírselo. Sólo sé que a menos que sea posible hacer algo, su fin está muy próximo.
—¿Lo tumbamos en la cama?
Asentí, y juntos levantamos aquella figura menuda y la tendimos en el lecho que yo ocupaba hacía un momento.
Mientras lo hacíamos, el hombre abrió de repente los ojos, vidriosos del delirio. Se desasió, se incorporó en la cama, y colocándose las manos delante del rostro, con los dedos extendidos, las escudriñó como enloquecido.
—¡Las granadas doradas! —gritó, y de sus labios blanquecinos salió un poco de espuma—. ¡Las granadas doradas!
Profirió una carcajada demencial y cayó hacia atrás, exánime.
—¡Ha muerto! —susurró Weymouth—. ¡Ha muerto! Muy por encima de aquellas palabras se oyó la voz de Smith:
—¡Rápido! ¡Petrie! ¡Weymouth!