VI
No creo que Nayland Smith hubiera aprobado la técnica del interrogatorio de Petrie. A mí, en particular, me pareció admirable, pues en cuanto entramos en el establecimiento, que como tantos otros del Arcade recordaba de un modo curioso a los bazares orientales, dijo:
—Mi mujer ha estado aquí esta tarde y ha reparado en la gran figura china que había en la habitación de arriba. Me ha pedido que pasara y preguntara el precio.
El vendedor, que no habría desentonado en un mercado de joyas oriental, salvo porque llevaba una chaqueta de diario bien cortada, alzó las cejas sorprendido. Estaba inclinado sobre un estuche que contenía típicas piezas de Levante, y alrededor de él había todo tipo de collares de cuentas. Pensé que, de no ser por la presencia de la civilización londinense en el exterior, cabía calificarlo de siniestro.
—La habitación de arriba, señor —replicó—, no me pertenece. Otra empresa la utiliza de almacén. Mire —se dio vuelta—, esta es la escalera, pero la puerta está cerrada. Como puede ver, hay un cajón apoyado en ella. Esta puerta casi nunca se abre y le aseguro que al otro lado no hay ninguna figura china.
No intentó vendernos nada.
Una vez fuera, en el Arcade, ambos contemplamos la ventana que había sobre la tienda. La habitación parecía vacía. Petrie se encogió de hombros.
—Nunca se ha equivocado —aseguró en tono expresivo—, y el tipo que nos ha atendido me pone la carne de gallina.
—A mí también, pero ¿qué podemos hacer?
—Nada —contestó.
Dimos media vuelta y emprendimos el regreso al hotel Park Avenue. Era un corto paseo, pero lo bastante largo para que me diera tiempo a contarle a Petrie mi encuentro en el corredor. Cuando llegamos a la esquina de Berkeley Street, se paró.
—Todo esto me huele muy mal, Greville —dijo—. Ya hemos perdido al mejor del equipo. Ahora parece como si el archidiablo hubiera tomado el mando en persona. ¿Dónde está Weymouth?
—Supongo que ha ido a Victoria. Yale lo acompaña.
Petrie asintió.
—Si usted no se ha equivocado, Greville, todo indica que el bajá Swazi corre peligro aquí, en Londres. Si mi mujer no se ha equivocado… ¡el peligro es inminente! Como mínimo, debemos averiguar cómo se llama el hombre que usted ha visto, porque cuando se trata del doctor Fu-Manchú y sus birmanos, ¡no creo en coincidencias!
Consultamos al recepcionista y nos enteramos sin mayor problema de que un tal señor Solkel, de Esmirna, ocupaba la habitación, cuyo número yo recordaba, como es natural.
—¿Se ha alojado aquí antes?
—No, es la primera visita del señor Solkel.
—Gracias —dijo Petrie, y mientras nos dirigíamos hacia el ascensor, murmuró pensativo—: Señor Solkel, de Esmirna. No me gusta cómo suena.
—¡A mí no me gusta su aspecto!
—Pese a todo, es posible que se haya equivocado; ¿qué hacemos?
Subimos a la sala de Petrie, donde su esposa, al parecer recuperada, nos esperaba.
Sonrió, con la mirada fija en el rostro de Petrie, y me pregunté si Rima me saludaría con una sonrisa como aquella. Él se limitó a sacudir la cabeza y le pasó los dedos por la hermosa melena.
—Lo sabía —susurró ella, y aunque siguió sonriendo con valentía, leí el horror en su mirada—. Es tan inteligente… ¡Pero no me he equivocado!
Un mal presentimiento, vago pero estremecedor, se adueñó de mi pensamiento. Me parece que los demás sintieron lo mismo. Estaba pensando en el hombre que había salido al encuentro de aquella amenaza y que, solo ante el peligro, había acabado sus días en aquella maldita casa de Jarya. Fuera como fuese, Petrie pidió que nos llevaran unos cócteles y todos procuramos encarar los problemas con la cabeza bien alta. Aun así, mientras levantaba el vaso, me pareció oír un ruego que me acechaba; no fue un recuerdo, sino más bien una voz cristalina que pronunciaba unas palabras inquietantes: «Estoy tan sola, Shan…».
A lo largo de muchos días y noches, durante semanas, había estado en su poder… la bruja, la hija del diablo en persona: el doctor Fu-Manchú. «Es mala, perversa…», había dicho Rima, y yo sabía que era verdad. Habíamos sufrido mucho, pero tenía la sensación de que lo peor aún estaba por llegar. Alcanzaba a oír el bullicio del tráfico londinense; en algunos momentos distinguía retazos de conversaciones apagadas, procedentes de la habitación contigua, que ocupaban un alegre viajante estadounidense y su esposa.
Todo parecía tan seguro, tan normal… No obstante, sabía de cierto que el punto culminante de la increíble trama que había borrado un mes de mi vida y que había llevado a sir Lionel al borde de la eternidad se acercaba lento pero inexorable.