III
—¡Nuestras primeras capturas! —dijo Nayland Smith.
Dos detectives vestidos de lacayo se llevaron de la suite a una figura envuelta en un abrigo.
—Es lógico que se haya equivocado, Weymouth. En apariencia, es el bajá Swazi.
—Es él —dijo Petrie, que se había reunido con nosotros en la suite (los disparos habían despertado a todo el hotel)—. Conocí al bajá Swazi en El Cairo hace un año, y si el hombre que han arrestado no es el bajá nunca volveré a fiarme de mis sentidos.
—¿De verdad, Petrie? —preguntó Nayland Smith, y esbozó aquella sonrisa que le prestaba un aire tan infantil—. Sin embargo —señaló el hogar abierto—, alguien ha retirado el fondo metálico de un modo muy ingenioso y lo ha vuelto a unir a la abertura que tapaba originalmente; pero esta noche, como ve, cuelga del tiro. Han pegado una pieza de lona gruesa a la placa del fondo para que hiciera las veces de bisagra.
»¿Se le ocurre por qué el bajá Swazi querría retirar el fondo de la chimenea y por qué iba a bajar por una escalerilla de cuerda desde la habitación de un tal señor Solkel en mitad de la noche?
Fue Weymouth quien respondió a la pregunta.
—No, reconozco que no.
—¡No me extraña! Yo apenas empiezo a comprender los pormenores de este complot sorprendente. Aparte de la escalera, que sin duda comunica con la habitación 41, situada justo encima de esta, hay un trozo de cuerda muy resistente con un nudo corredizo al final. ¿Pueden imaginarse con qué fin pretendían utilizarla?
Todos escudriñamos el hueco. Como Smith había dicho y todos habíamos advertido, una escalerilla de cuerda colgaba en el tiro, seguramente para comunicar ambos pisos. El dogal descansaba sobre la alfombra, a nuestros pies.
—Tengo una idea al respecto —prosiguió Smith—. Hacía una semana que el señor Solkel ocupaba la habitación número cuarenta y uno, según tengo entendido. ¡No ha perdido el tiempo! Descubriremos que en su habitación también ha retirado la placa que imita las baldosas del hogar, igual que aquí; porque la suite número cinco fue reservada para el bajá Swazi hace ya un mes. La finalidad de la escalera de cuerda salta a la vista. Creo que si lo reflexionamos por un momento deduciremos el uso que se proponían dar al dogal. La tarea del enano, un especialista muy bien entrenado (ahora preso en la comisaría de Vine Street) consistía en entrar a hurtadillas en la habitación del bajá Swazi y reducirlo al silencio mediante un pedazo de algodón empapado en algún tipo de narcótico. Como recordarán, llevaba el algodón en la mano. Aún se nota el olor. Quizás usted, Petrie, pueda decirnos de qué droga se trata.
El médico sacudió la cabeza con inseguridad.
—Lo he guardado —dijo—. Está arriba. Quizá sea algún preparado de hachís indio.
—Si no recuerdo mal, el grupo siempre ha mostrado predilección por el Cannabis indica —dijo Smith con circunspección—. Es probable que tenga razón. Una vez que el bajá estuviera inconsciente, el enano tenía que deslizarle el nudo por debajo de los brazos y ayudar al hombre que aguardaba en la habitación de arriba a izar el cuerpo. Los enanos como el que ahora está encerrado en una celda de Vine Street (el único hasisin jamás capturado vivo por la policía inglesa, si no me equivoco) poseen la fuerza de un gorila, pese a su corta estatura. Cuando el enano, con la ayuda del «señor Solkel», hubiera subido el cuerpo del hombre inconsciente a la habitación 41, habrían acostado al bajá en la cama. Una vez allí, sin duda tenían la amable intención de acabar con él mediante algún método que semejase muerte por colapso cardíaco. Así, Solkel ocuparía el lugar del bajá.
»La dirección del hotel habría procurado que la triste muerte de un huésped desconocido original de Esmirna pasase lo más inadvertida posible, y el señor Solkel habría comido con el primer ministro al día siguiente. Incluso me atrevo a creer que habrían repuesto en su sitio, con el mayor cuidado, el fondo del hogar de la habitación 41. Sin embargo, no sé cómo pensaban arreglárselas para hacer lo mismo en esta. El nuevo bajá quizás enviaría al enano metido en un cajón a una dirección acordada, como parte de su equipaje.
—Pero ¿cómo entró el enano en el hotel? —pregunté.
—Seguramente en el baúl de ropa que el señor Solkel ha recibido hoy —contestó Weymouth.
—Tiene razón —confirmó Smith.
—¿Pero cómo podía un impostor, por mucho que se pareciese al bajá Swazi, hacerse pasar por este? —exclamé.
—Muy fácil —me aseguró Smith—. Sabía todo cuanto Swazi sabía. Estaba muy familiarizado con todos sus movimientos y con su vida de reclusión. Conocía íntimamente todos sus asuntos domésticos.
—¿Pero quién es? —dijo Petrie.
—El hermano gemelo del bajá Swazi —fue la sorprendente respuesta—; su enemigo acérrimo y miembro del Consejo de los Siete.
—¿Y el auténtico bajá Swazi?
—Está en el hotel Platz —contestó Smith—, haciéndose pasar por un miembro de su séquito. —Guardó silencio unos instantes. Después siguió hablando—. Es la primera vez que empleo una porra —dijo meditabundo, sopesando el arma en la mano—. Cuando llegamos a Victoria sin novedades, comprendí que el ataque se produciría aquí. Nos cambiamos de abrigos en el tren, y el caballero tapado hasta las cejas que entró en el Park Avenue no era el bajá Swazi, sino yo. Multan Bey, el secretario, se marchó en el momento oportuno y me dejó en posesión de la suite cinco.
»No sabía qué iba a suceder, pero estaba preparado para cualquier cosa. Sin duda recordará, Petrie —se volvió hacia este último—, que conozco bien las tácticas de la banda. He oído un ruido, aunque muy débil, procedente del conducto de ventilación; el mismo que le ha llamado la atención, Greville. Entonces he empezado a entrever qué podía ocurrir. En el vestíbulo, dentro de un baúl, tenía una porra, cuya historia les contaré más tarde. Cuando salía a buscarla, pues la he considerado el instrumento más apropiado para mis fines, he oído sus pasos, Greville, rápidos pero quedos. He comprendido que alguien se acercaba a la puerta. Debía detenerlo a toda costa antes de que llamara o tocara el timbre, pues me proponía cazar al enemigo con las manos en la masa.
Hubo un instante de silencio.
—Es muy tarde —dijo el doctor Petrie despacio, con la mirada fija en Nayland Smith—; pero me parece, Smith, que nos debe aún otra explicación.
—Es verdad —contestó Nayland Smith en voz baja.