32. EL SANTUARIO DE LAS SIETE LÁMPARAS

Nunca olvidaré aquella estancia de pesadilla, aquella sala de efreet. Su forma era idéntica a la de la habitación de la casa contigua, por la que había entrado, pero las paredes estaban cubiertas de un negro siniestro, y en el suelo había una alfombra oscura como boca de lobo. Una cortina dorada —parecida a la que me ocultaba— rompía la lúgubre extensión de la pared del fondo a la derecha, y la puerta situada justo enfrente de mi escondite estaba cerrada.

Al otro lado de la cortina dorada, pintados en negro lustroso, había siete signos, aparentemente chinos; ante la misma, sobre siete pedestales de ébano, ardían otras tantas lámparas de oro; y esparcidos por la alfombra negra, había siete taburetes laqueados en oro, todos con un almohadón negro encima. No se veía al tití por ninguna parte; la increíble habitación de colores negro y oro estaba del todo desierta, un vacío casi descarnado que parecía encogerme el alma.

Poco después del tañido de gong se oyeron los pasos de varias personas y un murmullo de conversaciones quedas. Bien oculto al fondo de aquellas sombras gratas, observé, conteniendo la respiración, que se abría la puerta de enfrente.

Los lados exteriores de las hojas eran de oro, y al atisbar la sala del otro lado, un recuerdo latente se despertó en mi interior y supe con exactitud cómo era. Había estado antes en esa casa; ¡aquella era la habitación de la puerta dorada donde había mantenido la conversación con el mandarín Ki Ming! Mi nerviosismo crecía por momentos.

Solos y en grupos pequeños, entraron unos orientales. Todos llevaban atuendo europeo, o semieuropeo, pero aun así pude determinar que dos eran chinos, dos hindúes y tres birmanos. También había otros asiáticos, cuya ubicación exacta entre las razas orientales no logré establecer; distinguí como mínimo a un egipcio y a varios euroasiáticos; no había mujeres presentes.

Reunidos delante de la puerta abierta, el grupo de orientales emitía un rumor constante de conversación por lo bajo. Entonces, Ki Ming, el famoso diplomático chino, entró con una sonrisa afable y se sentó en uno de los siete taburetes dorados. Llevaba la pintoresca bata amarilla, forrada de piel de marta, que había lucido en nuestro encuentro, y colocó sobre el cojín negro que tenía al lado el gorro ribeteado de perlas y coronado por la bola de coral que denotaba su rango.

Casi de inmediato entró una segunda figura, aún más imponente. ¡Un monje lama! Fue recibido con las mismas muestras de deferencia que se habían dispensado al mandarín y se sentó en otro de los taburetes de oro.

Silencio, algunos murmullos de expectación… De amarillo, inmóvil, con el rostro maravilloso y malvado consumido por la enfermedad, pero con un resplandor verde en los ojos grandes y magnéticos, como si aquel cuerpo delgado y de hombros erguidos no albergase un alma sino un espíritu elemental, el doctor Fu-Manchú entró, despacio, apoyado en un bastón recio.

Me pareció que la realidad se me escapaba entre los dedos; me costaba creer que estuviera contemplando el mundo material. Era una noche de acontecimientos increíbles, que no tenía sentido en la vida de un hombre moderno y cuerdo sino que parecía remontarse a los días de los djinns y de los nigromantes árabes.

Cuando Fu-Manchú entró, todos los presentes lo saludaron levantando las manos, pero en completo silencio. Él también llevaba un gorro coronado por una bola de coral y lo colocó sobre el cojín negro dispuesto delante de un taburete de oro. A continuación, apoyando todo su peso en el bastón, ¡empezó a hablar en francés!

Como si oyera una voz en sueños, escuché la del terrible doctor chino, que alternaba sonidos guturales y sibilantes. ¡Estaba defendiéndose! Ignoraba de qué lo acusaban sus siniestros correligionarios, y tampoco fui capaz de deducirlo de sus palabras, pero no cabía duda de que estaba rindiendo cuentas de sus actividades. Lo oí dar detalles acerca de los crímenes perpetrados. Yo conocía de sobra el resultado de algunos de los mismos, aunque otros pertenecían al siniestro catálogo de los que permanecían en secreto. Entonces se me heló la sangre. Oí mi nombre… ¡y el de Nayland Smith! Ambos obstaculizábamos el advenimiento de alguien a quien llamó «la dama del Si-Fan», nos interponíamos en el camino de la supremacía asiática.

La fantástica leyenda que Nayland Smith me había mencionado en cierta ocasión, de una mujer oculta en un refugio del Indostán cuyo destino era llegar a gobernar el mundo algún día, se reveló en aquel momento ante mis sentidos desconcertados como el credo indiscutible del grupo criminal y cosmopolita conocido como el Si-Fan. Cada vez que se la nombraba, todas las cabezas se inclinaban con reverencia.

El doctor Fu-Manchú hablaba sin evidenciar el menor nerviosismo; aseguró ante los concurrentes su fidelidad a la causa y propuso demostrarles que gozaba de la absoluta confianza de la dama del Si-Fan.

Con cada momento que transcurría, la enorme capacidad intelectual del que hablaba se hacía más y más patente. Hacía años, Nayland Smith me había asegurado que el doctor Fu-Manchú era un lingüista capaz de hablar con idéntica facilidad todos los idiomas civilizados y la mayor parte de los bárbaros; en aquellos instantes pude comprobar que estaba en lo cierto. Pues cuando llegaba a una parte susceptible de ser mal interpretada, Fu-Manchú se volvía ligeramente y aclaraba sus comentarios, dirigiéndose a los chinos en chino, a los hindús en indostaní y a los egipcios en árabe.

La magnética personalidad del hablante tenía dominada a la concurrencia, como la brisa doblega a los juncos, y justo entonces reparé en un hecho curioso. Ya fuera porque ellos y yo contemplábamos el carácter de aquel hombre imponente y malvado desde un punto de vista totalmente distinto o porque, puesto que él desconocía mi presencia, yo era ajeno a su influencia, me pareció que el orador chino estaba embaucando a todos los miembros de la vasta organización conocida como el Si-Fan, sin excepción. Tuve la impresión de que estaba haciendo de ellos un instrumento, pulsando su evidente fanatismo, cuerda a cuerda, como un músico con un arpa oriental, entretejiendo armonías adecuadas a un proyecto propio, gigantesco e increíble; un plan como ninguno de los presentes había soñado, en cuya consecución no participaban, cuya auténtica naturaleza y composición no alcanzaban a vislumbrar.

—Desde los tiempos del primer emperador Yuan —les dijo Fu-Manchú con voz sibilante—, nuestra dama del Si-Fan (cuya contemplación a rostro descubierto se castiga con la muerte) no ha cruzado las fronteras sagradas. Hoy soy un hombre inmensamente feliz y me siento más honrado de lo que creo merecer. Ustedes compartirán conmigo ese honor, esa felicidad…

Una vez más, el gong sonó siete veces, y algo parecido a un estremecimiento magnético recorrió la habitación. A continuación se oyó un sonido cristalino y lejano, como el tintineo de una campanilla de plata.

Todo el mundo agachó la cabeza, pero los ojos se alzaron hacia la cortina dorada. Conteniendo el aliento en aquellos instantes de intensa expectación, observé que alguien, invisible desde donde yo estaba, separaba las cortinas por el centro y las sujetaba a los lados.

Apareció una tarima tapizada en negro sobre la que había una silla de ébano. Sentada en la silla, envuelta de la cabeza a los pies en un velo de un blanco reluciente, había una mujer. Un sonido parecido a un gran suspiro atravesó la sala. La mujer se puso en pie despacio y levantó unos brazos de formas exquisitas, cuyo tono recordaba al marfil viejo. Al hacer el gesto, el velo que llevaba cayó a sus espaldas y quedó a la vista un brazalete verde con forma de serpiente. Tendió las manos largas y esbeltas como para dar la bendición; la campanilla de plata volvió a sonar…, y el telón se cerró de nuevo, ocultando por completo el estrado.

En verdad, creí que me había vuelto loco; ¡pues aquella «dama del Si-Fan» no era otra que mi misteriosa compañera de viaje! Aquello sólo era una farsa montada por Fu-Manchú con la intención de impresionar a aquellos ingenuos fanáticos. Lo había conseguido; estaban arrebatados, con los ojos centelleantes. ¡Tenía delante a unos hombres capaces de cometer cualquier crimen en nombre del Si-Fan!

Había observado por separado todos los rostros que alcanzaba a ver desde mi posición. Con cuidado, me cambié de sitio para escudriñar a un grupo de tres miembros situado a la derecha de la puerta. Uno de estos hombres —un tipo alto, cenceño y con barba cerrada a quien catalogué como uno de los hindúes— había apartado la mirada del estrado y echaba ojeadas furtivas en torno a sí. En cierto momento miró hacia donde yo estaba; me dio un vuelco el corazón y me pareció que dejaba de latir por unos momentos.

Me asaltó una conciencia abrumadora del peligro que corría; entreví el destino atroz que me esperaba si me descubrían. Cuando aquellos ojos penetrantes desviaron la mirada, retrocedí, paso a paso.

Me arrodillé y busqué a tientas el hueco de la pared de la galería. Sentía una necesidad urgente de alejarme de la casa del Si-Fan. Una vez que me encontrase lejos y a salvo, podría tomar las medidas necesarias para que la banda entera fuera capturada. ¡Vaya éxito me apuntaría!

Encontré la abertura sin mucha dificultad y gateé hacia la casa desierta. La luz tenue que se filtraba por las cortinas de lino me permitió apreciar la extensión de la estancia. Ya había llegado a la cristalera que comunicaba con el estudio cuando un silbato de policía quebró el silencio… ¡Y el sonido procedía de la casa que acababa de abandonar!

Decir que estaba sorprendido sería extenderse en lo banal. Pasmado, me aferré a la puerta abierta. Allí estaba, petrificado, cuando la voz aguda, imperiosa e inconfundible de Nayland Smith sonó brusca a continuación del pitido:

—¡Vigile las puertas del balcón, Weymouth! ¡Yo controlaré la puerta!

De repente, lo vi claro: el hindú alto no era otro que Nayland Smith disfrazado. Fuera, en la plaza, se levantó de repente una súbita confusión, pasos de gente que corría, cristales rotos, puertas forzadas. Era evidente que estaban rodeando el lugar; se trataba de una redada organizada.

Indeciso, permanecí allí, en la penumbra, inmóvil de la sorpresa, mientras por el hueco cuadrado salían ruidos de una tremenda pelea.

—¡Luces! —oí gritar a Nayland Smith—, ¡han cortado los cables!

En aquel momento reaccioné. Me metí la mano en el bolsillo, saqué la linterna… y me oculté, raudo, en la oscuridad absoluta de la sala que tenía detrás.

¡Alguien se arrastraba por la abertura hacia la galería!

Mientras lo observaba, advertí, a la luz tenue, que se agachaba para devolver a su sitio el panel móvil. A continuación, repiqueteando en el suelo embaldosado al andar, el fugitivo se acercó a mí. Se hallaba a sólo tres pasos de la cristalera cuando apreté el interruptor de mi linterna y le enfoqué de lleno la cara.

—¡Manos arriba! —dije sin aliento—. ¡Le estoy apuntando, doctor Fu-Manchú!

El regreso de Fu-Manchú
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