20. LA NOTA DE LA PUERTA
Apenas vi a Nayland Smith durante el resto del día. Seguramente estaba siguiendo aquellos «dictados» a los que se había referido, aunque yo no acertaba a imaginar adonde lo conducirían. Hacia el ocaso, llegó como una exhalación, casi arrastrándome a su paso.
—¡Tome el abrigo, Petrie! —gritó—. ¡Ha olvidado que tenemos una cita muy importante!
Desde luego, había olvidado que tuviéramos cualquier clase de cita aquella noche, y mi rostro debió de reflejar cierta sorpresa, porque mi amigo continuó:
—¡De verdad, está volviéndose muy despistado! Ya sabe que no podemos fiarnos del teléfono. Debo encontrarme con Weymouth para darle algunas instrucciones.
Advertí una intención oculta en su actitud y, cuando mi memoria se remontó a una aventura compartida por ambos en el pasado, vislumbré de repente hasta dónde llegaba mi estupidez.
¡Sospechaba que había alguien escuchando! ¡Sí! Por increíble que pareciese, nos espiaban incluso en el New Louvre; ¡había agentes del Si-Fan, del doctor Fu-Manchú, en el interior del gran hotel!
Recorrimos el pasillo a toda prisa y bajamos en ascensor al vestíbulo. El señor Samarkan, famoso maître d’hôtel de uno de los kans más elegantes de El Cairo, y a la sazón director del New Louvre, nos saludó con genuina cortesía griega. Esperaba que asistiésemos a un acto de beneficencia o algo por el estilo que se celebraría en el hotel aquella noche.
—Si podemos, señor Samarkan, si podemos —respondió Smith—. Tenemos muchas obligaciones. —A continuación, volviéndose hacia mí con brusquedad, añadió—: Vamos, Petrie. Iremos andando hasta Charing Cross y tomaremos un taxi en la parada de allí.
—El portero del hotel puede conseguirles un taxi —sugirió Samarkan, preocupado por la comodidad de sus huéspedes.
—Gracias —contestó Smith—. Preferimos caminar un poco.
Cuando cruzamos la Strand, me aferró del brazo.
—Este lugar está atestado de espías, Petrie —me aseguró al oído—; y, si sólo hay unos pocos, son excepcionalmente eficaces.
No logré sacarle ni una palabra más, aunque me moría por seguir hablando, pues la persona que más quería en el mundo estaba en manos de la terrible organización que conocíamos como el Si-Fan. Al llegar a Charing Cross, nos encaminamos hacia la parada de taxis:
—¡Suba! —me espetó.
Abrió la portezuela del primer coche de la fila.
—Vaya a J… Street, Kensington —le ordenó al hombre.
Sumido en una especie de sopor mental, entré, y al cabo de un momento Nayland Smith se sentó a mi lado. El taxi se dirigió hacia Trafalgar Square y después enfiló Whitehall.
—¡Mire atrás! —exclamó Smith, cuya voz evidenciaba una gran excitación—. ¡Mire atrás!
Me di vuelta y miré por la ventanilla pequeña y cuadrada.
¡El segundo taxi de la fila nos seguía de cerca!
—¡Nos siguen! —exclamó mi compañero—. ¡Si necesitábamos más pruebas de que espían cada uno de nuestros movimientos, aquí las tenemos!
Me volví hacia él, sin saber qué decir por un instante.
—¿Cuál es el objetivo de este viaje? —pregunté acto seguido—. ¿Su alusión a una «cita» iba dirigida a un espía hipotético?
—En parte —contestó—. Tengo un plan, como verá enseguida.
Miré de nuevo por el parabrisas trasero del coche. En aquel instante pasábamos entre la Cámara de los Lores y la parte posterior de la abadía de Westminster. ¡A cincuenta metros, el taxi que nos seguía acababa de dejar atrás Whitehall! La emoción creció en mi interior, al igual que una gran curiosidad respecto a la identidad de nuestro perseguidor.
—¿Adónde nos dirigimos exactamente, Smith? —dije con precipitación.
—A una casa en la que reparé por casualidad hace unos días y que me pareció útil para una eventualidad como la presente. Ya verá lo que quiero decir cuando lleguemos.
Proseguimos el trayecto siguiendo el curso del río, y después torcimos por Vauxhall Bridge Road hacia un barrio sombrío en el que los gasómetros constituían lo más destacado del paisaje.
—Un poco más allá está el Oval —dijo Smith de repente—; ya hemos llegado.
En un callejón estrecho que por lo visto comunicaba con los límites del famoso campo de cricket, el taxista detuvo el coche. Smith se apeó y pagó la carrera.
—Retroceda hasta ese patio con los postes de hierro —le ordenó al hombre— y espéreme allí. —A continuación, exclamó—: ¡Vamos, Petrie!
Codo con codo, traspasamos la cancela de madera de una casa ruinosa, o más bien una casucha, y recorrimos el camino embaldosado hacia una especie de entrada lateral que, al parecer, daba a un jardín minúsculo. En aquel momento reparé en dos cosas: la primera, que la casa estaba abandonada y la segunda, que alguien —la persona que se había apeado del segundo taxi, que se había detenido detrás de nosotros, a poca distancia— se acercaba con paso furtivo por el callejón inhóspito y oscuro, caminando por la acera de enfrente y aprovechando la sombra de la valla alta de madera que la cercaba durante un buen trecho.
Smith empujó un portalón y salimos a un pasaje estrecho donde la oscuridad era casi completa. No obstante, mi amigo avanzó con seguridad, torció en la esquina de la casa y entró en la jungla en miniatura que antaño había sido un jardín.
—¡Por aquí, Petrie! —susurró.
Me tiró del brazo, abrió una puerta y me arrastró dos peldaños de piedra abajo hacia la negrura absoluta.
—¡Camine hacia delante! —ordenó sin abandonar aquel susurro vehemente—, y encontrará una puerta cerrada que tiene un cristal roto. Mire por la abertura y compruebe si alguien entra en la habitación, pero no se mueva hasta que me haya reunido con usted.
Retrocedió y desapareció de mi vista. Aún logré atisbarlo por un instante, una silueta recortada contra la luz tenue de la puerta abierta; poco después la puerta se cerró con suavidad y me quedé a solas en una casa vacía.
Las tácticas de Smith a menudo me sorprendían, pero sabía por experiencia que se basaban en razones de peso. No me cabía la menor duda de que su comportamiento estaba justificado, pero de todas formas mi cabeza estaba hecha un lío cuando encontré a tientas la puerta con el cristal roto y permanecí allí, envuelto en la total oscuridad de la casa, escuchando.
Ahora sé bien cuánto desarrolla la ceguera el sentido del oído; pues ahí, en una oscuridad desprovista (al principio) del menor atisbo de luz, alcancé a distinguir, a fuerza de escuchar en tensión, a Smith salir por alguna cancela situada al fondo del jardín. Comprendí que aquella cancela comunicaba con un patio o un camino de entrada que daba a la calle principal.
A lo lejos, oí que el taxi en el que habíamos llegado daba marcha atrás para salir del callejón sin salida; a continuación, en algún lugar cercano, Smith dijo a viva voz.
—¡Vamos, Petrie! No podemos esperar más. Weymouth verá la nota prendida a la puerta.
Di un respingo y estaba a punto de cruzar de nuevo la habitación a trompicones cuando comprendí que sus palabras eran un ardid; una de las estratagemas favoritas de Nayland Smith.
Rígido, me quedé donde estaba y seguí escuchando.
—¡Muy bien, chófer! —oí con aún mayor claridad—; volvemos al New Louvre… ¡Suba, Petrie!
Oí que el taxi se alejaba… y distinguí una luz tenue en la habitación que había al otro lado del cristal.
Hasta aquel momento, sólo había advertido la presencia de ese cristal roto por el tacto y por la leve brisa que soplaba a través de él; de repente, lo vi con claridad. Me encontré mirando lo que obviamente era la habitación principal de la casa: una dependencia lóbrega con jirones de papel que colgaban de las paredes y toda clase de basura esparcida por el suelo y en la oxidada parrilla de la chimenea.
Alguien había subido un poco la ventana de delante y había abierto los postigos. Un rayo de luna iluminaba el suelo justo delante de mi escondrijo y me permitía distinguir mejor el desorden de la habitación.
Recortada contra los cristales sucios, vi la silueta de una figura fornida, la de un hombre que, inclinado hacia la repisa de la ventana, escudriñaba el interior de la casa. Se había acercado en silencio. También sin hacer ruido, subió la ventana de guillotina y abrió las contraventanas.
Permaneció en la misma posición durante unos treinta segundos, moviendo la cabeza a derecha e izquierda… Yo lo observaba a través del cristal roto, casi conteniendo la respiración, intrigado. Después, tras subir la ventana del todo, el hombre pasó a la habitación, volvió a cerrar los postigos y paseó el rayo de una linterna eléctrica por la habitación. Gracias a ello, vi con mayor claridad al misterioso espía que nos había seguido desde el momento en que habíamos salido del hotel.
Era un hombre de constitución recia que llevaba un abrigo forrado de pieles y un sombrero de fieltro flexible, con el ala bajada como para ocultar la parte superior de su rostro. Además, para completar el disfraz, se había subido el cuello del abrigo, así que tampoco se le veía la barbilla. No obstante, los ojos que ahora inspeccionaban hasta el último rincón de la habitación, unos ojos oscuros e inquisitivos, me sonaban de algo.
El bigote negro y la nariz aquilina confirmaron aquella impresión.
¡La persona que nos había seguido era el señor Samarkan, director del hotel New Louvre!
Reprimí un grito de sorpresa. No era de extrañar que nuestros planes se hubiesen filtrado al enemigo. Acababa de hacer un descubrimiento de gran trascendencia.
Mientras observaba a aquel griego corpulento, que no sólo era uno de los maîtres d’hôtel más famosos de Europa sino también un sirviente del doctor Fu-Manchú, enfocó con la luz de su linterna eléctrica la nota prendida con una chincheta al interior de la puerta de la sala. Enseguida adiviné que mi amigo debía de haber clavado la nota durante el día; incluso a aquella distancia reconocí la caligrafía pulcra e ilegible de Smith.
Samarkan escudriñó con rapidez el mensaje garabateado en el papel blanco; a continuación, después de guardarse la linterna en el bolsillo y dando muestras de una agilidad poco frecuente en un hombre de su corpulencia, volvió a abrir las contraventanas, saltó al pequeño jardín delantero, cerró una vez más la ventana y desapareció.
Me quedé un momento perdido en mis cavilaciones, embargado por el asombro que me provocaba la maldita organización que, extendiendo sus tentáculos cada vez más lejos (pues nuevas e inesperadas ramificaciones estaban saliendo a la luz), tenía por objetivo nada más y nada menos que lograr el dominio amarillo del mundo. Meditaba sobre cómo aquel hombre —Nayland Smith— intentaba impedir él solo que aquella banda alcanzase sus objetivos… ¡cuando una mano me apretó el brazo en la oscuridad y me devolvió a la realidad!
Se me escapó un grito y me sentí profundamente avergonzado, ya que oí la voz de Nayland Smith:
—Lo he asustado, ¿eh, Petrie?
—Smith —dije—, ¿cuánto tiempo lleva ahí?
—Sólo he llegado a tiempo para ver al amigo de Fenimore Cooper salir por la ventana —contestó—, pero seguro que usted lo ha visto bien.
—¡Sí! —contesté con vehemencia—. ¡Era Samarkan!
—¡Me lo imaginaba! Llevo sospechándolo mucho tiempo.
—¿Para eso hemos venido aquí?
—Entre otras cosas —reconoció Nayland Smith, evasivo.
No muy lejos de allí, alguien encendió un motor.
—La otra razón —añadió— era la siguiente: ¡para que M. Samarkan leyera la nota que he prendido en la puerta!