31. EL EJÉRCITO DE FU-MANCHÚ

—Su desaparición en la carretera de Montecarlo —prosiguió Nayland Smith— me sorprendió muchísimo. La mano oculta que manejaba todo ese asunto ya no me resultaba desconocida: sabía que nos las habíamos con el doctor Fu-Manchú. Pero lo que no acababa de comprender era el papel que desempeñaba usted en todo esto. Tenía un trabajo urgente que realizar y necesitaba presionar a las autoridades francesas. Encomendé pues al jefe de policía del lugar la tarea de reconstruir todos sus movimientos, paso a paso, durante la noche de su desaparición.

»La llevaron a cabo con esa admirable meticulosidad que caracteriza el trabajo de la policía de aquí, incluyendo una investigación, casa por casa, a lo largo de muchas millas, en la carretera de la Cornisa. Mientras tanto, trabajando incansablemente, había conseguido todos los permisos necesarios. La tumba de Petrie, cerrada a toda prisa, pudo ser abierta otra vez…

—¿Qué?

—Sí; fue una tarea de lo más angustiosa. Con el fin de que permaneciera en secreto, hubimos de acordonar el lugar y cerrar todas las carreteras de acceso. Lo conseguimos al fin, y el sencillo ataúd en el que lo habían sepultado fue izado y depositado sobre la superficie.

—¡Dios mío! —solté.

—He realizado muchas tareas desagradables en mi vida, Sterling, pero el ruido de los tornillos al desenroscarse y la idea de que poco después…

Se interrumpió bruscamente y guardó silencio por un momento.

—Cuando por fin abrieron el ataúd —continuó—, pensé que, por primera vez en mi vida, estaba a punto de desmayarme. No de miedo ni de pena sino porque mi teoría, mi última esperanza, tal vez era cierta.

—¿Qué quiere decir, sir Denis?

—¡Quiero decir que Petrie no se encontraba en el ataúd!

—¿Que no se encontraba en el ataúd…? ¿Estaba vacío?

—No, en absoluto. —Sonrió melancólicamente—. Contenía un muerto de verdad. El cuerpo de un birmano. Su frente estaba marcada con la señal de Kali; había muerto de un tiro en el estómago.

—¡Cielo santo! El dacoit que…

—¡Exacto, Sterling! Su amigo de Villa Jasmin, sin lugar a dudas. ¡Como verá, el doctor Fu-Manchú saca mucho partido de sus sirvientes, muertos o vivos!

—¡Es increíble! ¿Qué significado tiene?

Transcurrieron unos minutos antes de que sir Denis se decidiera a contestar.

—No me atrevo a pensar que significaba lo que yo quisiera que significara —dijo—; pero Petrie… no estaba en la tumba.

La sorpresa me había dejado sin habla; reaccioné al fin.

—¿Cómo puede haberse efectuado una sustitución tan sorprendente? —pregunté.

—Esto es lo que intenté elucidar a continuación —contestó Nayland Smith—. Al cabo de media hora de investigación, hallé la respuesta. El pequeño cementerio que, según creo, ya conoce usted, no está vigilado. Y el cuerpo, enterrado a toda prisa, como ya le dije, pasó allí toda una noche. El cementerio es un lugar solitario, como sin duda recordará, y para los hombres del doctor Fu-Manchú dicha sustitución no debía ofrecer la menor dificultad.

—¿Cuál es su opinión? —lo corté.

—No me atrevo a decirle lo que pienso… o lo que espero. Pero el doctor Fu-Manchú es el médico más brillante que haya conocido el mundo. ¡Venga! Lleguémonos hasta el bote de la policía.

Se levantó y se puso en camino a toda prisa hacia la playa. Debíamos de estar llegando al lugar donde por primera vez había visto a Fleurette cuando, de entre las tinieblas, un bote con dos remeros y dos hombres en la popa apareció a la luz de la luna y se dirigió hacia nosotros.

Sir Denis levantó enérgico el brazo, indicándoles que virasen.

Vi oscilar el bote, confundido de nuevo por un momento con la oscuridad de donde había salido. Observé las miradas serias de los hombres que brillaban a la luz de la luna.

—Se me ha ocurrido algo —dijo sir Denis.

Tuve la impresión de que me observaba de un modo extraño.

—Si me concierne —contesté—, cuente conmigo para lo que sea.

—¡Buen chico! —Me dio una palmada en el hombro—. Antes de mencionarlo, tengo que ponerlo al corriente. Vayamos a un lugar más oscuro.

Recorrimos la playa durante un rato.

—Examiné los informes de la policía —continuó—. El que se refiere a Sainte Claire es el único que no me satisfizo. Sainte Claire, como sin duda sabrá usted, fue antiguamente un monasterio importante; en realidad, la mayor parte de los viñedos de la región pertenecía a su abad. Cuando la comunidad se disolvió, el monasterio pasó a ser propiedad de una familia noble cuyo apellido no recuerdo. Lo que ofreció el mayor interés y atrajo mi atención fue lo siguiente:

»El monasterio fue edificado en la vertiente abrupta de una colina que desemboca en un desfiladero del que acabamos de salir, de poco más de un kilómetro de largo. El edificio principal, al que ahora llaman villa y que es en realidad el antiguo monasterio reconstruido, está rodeado de uno o dos edificios, separados entre ellos por una pequeña carretera. Perteneció durante los quince últimos años a un argentino adinerado sobre el cual estoy investigando en estos momentos.

»Desde hace poco, lo ocupa un tal Mahdi Bey, de quien he averiguado muy poco, salvo que ejerció la medicina en Alejandría durante una temporada y que posee indudablemente una gran fortuna. Fue él quien prohibió el acceso a Sainte Claire. No obstante, en el transcurso de la investigación, la policía lo visitó el miércoles por la tarde. La recibió un mayordomo que se disculpó por la ausencia de su amo, que se encuentra por lo visto en París.

»Inspeccionaron la villa y las casas colindantes, habitadas ahora, supongo, por la servidumbre de Bey. No obtuvieron ninguna información respecto su desaparición.

»Sin embargo, al ojear el informe de la policía, intentando averiguar cuál podía ser la guarida del doctor Fu-Manchú y procediendo por eliminación, llegué a la conclusión de que, entre todas las casas registradas, la única sospechosa era Sainte Claire.

»El propietario argentino mandó construir unos invernaderos fabulosos. La policía, bajo mis órdenes, ignorante de los verdaderos motivos de la investigación y convencida de que andaba tras la pista de un criminal fugitivo, rastreó todas las villas de los alrededores. En el informe, vi que casi no se habían detenido en los invernaderos; tampoco encontré nada referente a las enormes bodegas, instaladas en unas cuevas naturales de las que habían hablado y que existían debajo del antiguo monasterio.

»De repente, comprendí el carácter y la amplitud de la nueva batalla que el doctor Fu-Manchú estaba a punto de librar. Me pregunto si ha llegado usted a comprenderlo, Sterling.

—Me temo que no —confesé—. Me he creído alternativamente muerto o loco durante casi todo el tiempo que pasé en aquella casa. Pero incluso ahora, sabiendo que lo que vi era real, sigo dudando, lo confieso, de la naturaleza de esa «guerra» que amenaza al mundo.

—Su naturaleza es perfectamente clara —afirmó Nayland Smith—. En algún lugar de aquella casa se encuentran miles, y quizá millones, de esas malditas moscas. Las muertes que conocemos han sido meros experimentos. En secreto, el doctor Fu-Manchú o sus agentes más cercanos han estado observando esos casos con gran atención. El trabajo de uno de sus sirvientes, con seguridad un birmano, consistía en soltar una de esas moscas en las proximidades de la víctima designada. Sé que buscan la sombra durante el día y actúan al anochecer y con luz artificial. En cuanto tenían la seguridad de que la mosca ya había contagiado al sujeto elegido, el sirviente del doctor Fu-Manchú colocaba una rama de esa planta carnívora, cuyo nombre ignoro, para atraer al insecto.

»¡Para estar todavía más seguros, las hojas seductoras se salpicaban con sangre humana! ¡Como unos papeles matamoscas vegetales, Sterling, nada más!

—¡Dios mío! Ahora lo entiendo.

—Esos experimentos, por lo visto, se han llevado a cabo en todo el mundo.

»Ya sabía que el doctor Fu-Manchú o el Si-Fan que es lo mismo, disponía de una red internacional de agentes. Ello significa que existen auténticos enjambres de esas moscas, criadas con el único propósito de portar y propagar esa nueva plaga, en algunos lugares desconocidos, en varias regiones de Europa, Asia, África, Australia y probablemente también del continente americano.

»¡De todos aquellos que lo intentaron, Petrie fue el único capaz de descubrir un tratamiento que prometía ser el adecuado! Los aliados del doctor Fu-Manchú, por supuesto, habrían sido vacunados contra la epidemia. ¿Ahora comprende, Sterling, lo que Petrie intentaba hacer y por qué se interpuso en los planes del chino?

Dudé. Empezaba a vislumbrar la verdad, pero antes de que pudiera contestar, Nayland Smith prosiguió:

—En el caso de una epidemia generalizada, la fórmula del «seiscientos cincuenta y cuatro» se habría comunicado en todo el mundo a las autoridades médicas. Y esto habría supuesto el fin del ejército de Fu-Manchú.

—¿El ejército de Fu-Manchú?

—Un ejército, Sterling, ¡criado y entrenado para aniquilar al mundo blanco! Un ejército de moscas que propagase el germen de una nueva peste; ¡una peste cuyo remedio la ciencia médica ignora!

La estupefacción me dejaba sin habla.

—La policía puso a mi disposición un bote, en la bahía vecina —continuó Nayland Smith—. Desconfío del ruido del motor. Me contaron que Sainte Claire da a una pequeña playa. Y allí también, reconocí uno de los lugares que Fu-Manchú habría elegido.

»Al atardecer, alcancé la orilla y ordené a los hombres que se quedaban en el bote que permanecieran a la sombra del acantilado. Actuaba con carácter no oficial; si fallaba, estaba fuera de la ley; no obstante, había entregado un sobre sellado al jefe de policía, en el que, por si no regresaba, consigné las razones de mis actos.

»Atravesé la arena hasta los guijarros, y estaba pasando entre los dos peñones cuando divisé una lancha que se acercaba. Me oculté tras uno de los peñones y esperé.

»Se dirigía hacia mí. La policía tenía órdenes de no aparecer sin haber recibido la señal convenida. Un hombre saltó del bote y anduvo un rato por el agua hasta alcanzar la orilla; la lancha dio media vuelta y pronto desapareció detrás del promontorio.

»Lo observé mientras atravesaba la brecha entre los dos peñones. Calzaba unas botas de goma y caminaba en silencio. No obstante, yo también llevaba suelas de goma y tampoco hacía el menor ruido. Lo seguí. No era una tarea fácil, pues esa parte del sendero se encontraba en aquel momento inundada por los rayos de la luna. Pero por fortuna no se le ocurrió mirar hacia atrás.

»Sin que me diera cuenta, llegamos al pie de la escalera y continué siguiéndole, tramo a tramo, hasta arriba. Estaba asomado al parapeto cuando abrió la puerta; sin embargo, necesité casi diez minutos para averiguar su funcionamiento.

—¿Intenta decirme que entró solo en aquella casa?

—Sí. Era un trabajo para una persona sola: dos lo habrían echado todo a perder.

No supe qué contestar. Era verdaderamente un honor escuchar a un hombre de tal valentía y sangre fría.

—Lo primero que atrajo mi atención —prosiguió— fue aquel largo corredor al final del cual brillaba una luz verde. Todo permanecía en el más completo silencio y aproveché para explorar en primer lugar ese pasillo. Descubrí una puerta corredera accionada por un botón de control y la abrí.

Se detuvo y dejó escapar una risita.

—¡Le pedí que me describiera a Fleurette —prosiguió— porque el primer lugar que exploré resultó ser su habitación!

»Sí, Sterling, el castillo de la Bella Durmiente. La contemplé a la luz de la luna, con un brazo levantado encima de su cabeza y el rostro vuelto hacia la ventana. La descripción que me ha hecho usted es la de un poeta. Tenía razón: es muy hermosa. Pero no fue su belleza lo que me detuvo ni tampoco el hecho de que había cometido una equivocación: fue algo más.

—¿Qué? —pregunté ansioso.

—¡La conocía, Sterling! ¡Sí! Sé quién es esa muchacha misteriosa que ha conquistado su corazón.

—Pero sir Denis, ¿quiere decir…?

—Comprendo su impaciencia y sabrá toda la historia en el momento oportuno. Quería ver el color de sus ojos pero estaba durmiendo. Salí sin despertarla. Bajé luego las escaleras.

—¡Dios mío! ¡Quisiera tener su sangre fría!

—En realidad, tenía muy poco que temer.

—Eso es lo que cree, pero, se lo ruego, siga, sir Denis.

—Mi guía, por supuesto, había desaparecido, pero encontré una bifurcación con unos corredores que se abrían a la derecha y a la izquierda. Las pisadas de unas botas de goma húmedas me pusieron sobre la pista. La marca de unos dedos en un panel, a un metro del suelo, me permitió abrir la puerta. Me encontré en ese laboratorio demencial…

—Demencial es sin duda la palabra —murmuré.

—Estaba vacío, sumido en una luz violeta y triste. ¡Al entrar, la puerta se cerró de nuevo! Me intrigó sobre todo un extraño instrumento parecido a una antigua arpa egipcia.

—También atrajo mi atención.

—Decidí investigar más a fondo, pero había una marca negra en el suelo que rodeaba la mesa que sostenía ese instrumento…

—¡No siga, sir Denis! Tuve la misma experiencia.

—¿De verdad? Eso me dejó perplejo. Observé que aquella marca daba la vuelta al laboratorio, junto a la pared. ¿Se fijó usted también? Supongo que ese sistema, concebido para detener a los intrusos, había sido desconectado en honor del desconocido que me había servido de guía involuntario.

»Tales eran las reflexiones que atravesaban mi mente cuando, agachándome a toda prisa, ¡vi entrar a ese hombre!

»Un panel se deslizó en la pared izquierda y un chino, calzado todavía con sus botas de goma húmedas, cerró la puerta tras de sí, atravesó el laboratorio, abrió otra puerta al otro lado y desapareció.

»Esperé durante unos minutos, atento a una especie de vibración que rompía el silencio y luego, arriesgándome, abrí aquella puerta. ¿Y sabe qué encontré?

—Me lo imagino.

—Me encontré frente a frente con el doctor Fu-Manchú.

El regreso de Fu-Manchú
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
portadilla.xhtml
Libro1-001.xhtml
Libro1-002.xhtml
Libro1-003.xhtml
Libro1-004.xhtml
Libro1-005.xhtml
Libro1-006.xhtml
Libro1-007.xhtml
Libro1-008.xhtml
Libro1-009.xhtml
Libro1-010.xhtml
Libro1-011.xhtml
Libro1-012.xhtml
Libro1-013.xhtml
Libro1-014.xhtml
Libro1-015.xhtml
Libro1-016.xhtml
Libro1-017.xhtml
Libro1-018.xhtml
Libro1-019.xhtml
Libro1-020.xhtml
Libro1-021.xhtml
Libro1-022.xhtml
Libro1-023.xhtml
Libro1-024.xhtml
Libro1-025.xhtml
Libro1-026.xhtml
Libro1-027.xhtml
Libro1-028.xhtml
Libro1-029.xhtml
Libro1-030.xhtml
Libro1-031.xhtml
Libro1-032.xhtml
Libro1-033.xhtml
Libro1-034.xhtml
Libro1-035.xhtml
Libro1-036.xhtml
Libro1-037.xhtml
Libro1-038.xhtml
Libro1-039.xhtml
Libro1-040.xhtml
Libro1-041.xhtml
Libro1-042.xhtml
Libro2-001.xhtml
Libro2-002.xhtml
Libro2-003.xhtml
Libro2-004.xhtml
Libro2-005.xhtml
Libro2-006.xhtml
Libro2-007.xhtml
Libro2-008.xhtml
Libro2-009.xhtml
Libro2-010.xhtml
Libro2-011.xhtml
Libro2-012.xhtml
Libro2-013.xhtml
Libro2-014.xhtml
Libro2-015.xhtml
Libro2-016.xhtml
Libro2-017.xhtml
Libro2-018.xhtml
Libro2-019.xhtml
Libro2-020.xhtml
Libro2-021.xhtml
Libro2-022.xhtml
Libro2-023.xhtml
Libro2-024.xhtml
Libro2-025.xhtml
Libro2-026.xhtml
Libro2-027.xhtml
Libro2-028.xhtml
Libro2-029.xhtml
Libro2-030.xhtml
Libro2-031.xhtml
Libro2-032.xhtml
Libro2-033.xhtml
Libro2-034.xhtml
Libro2-035.xhtml
Libro2-036.xhtml
Libro2-037.xhtml
Libro2-038.xhtml
Libro2-039.xhtml
Libro2-040.xhtml
Libro2-041.xhtml
Libro2-042.xhtml
Libro2-043.xhtml
Libro2-044.xhtml
Libro2-045.xhtml
Libro2-046.xhtml
Libro2-047.xhtml
Libro2-048.xhtml
Libro2-049.xhtml
Libro2-050.xhtml
Libro2-051.xhtml
Libro2-052.xhtml
Libro2-053.xhtml
Libro2-054.xhtml
Libro2-055.xhtml
Libro2-056.xhtml
Libro2-057.xhtml
Libro2-058.xhtml
Libro2-059.xhtml
Libro2-060.xhtml
Libro2-061.xhtml
Libro2-062.xhtml
Libro2-063.xhtml
Libro2-064.xhtml
Libro2-065.xhtml
Libro2-066.xhtml
Libro2-067.xhtml
Libro2-068.xhtml
Libro2-069.xhtml
Libro3-001.xhtml
Libro3-002.xhtml
Libro3-003.xhtml
Libro3-004.xhtml
Libro3-005.xhtml
Libro3-006.xhtml
Libro3-007.xhtml
Libro3-008.xhtml
Libro3-009.xhtml
Libro3-010.xhtml
Libro3-011.xhtml
Libro3-012.xhtml
Libro3-013.xhtml
Libro3-014.xhtml
Libro3-015.xhtml
Libro3-016.xhtml
Libro3-017.xhtml
Libro3-018.xhtml
Libro3-019.xhtml
Libro3-020.xhtml
Libro3-021.xhtml
Libro3-022.xhtml
Libro3-023.xhtml
Libro3-024.xhtml
Libro3-025.xhtml
Libro3-026.xhtml
Libro3-027.xhtml
Libro3-028.xhtml
Libro3-029.xhtml
Libro3-030.xhtml
Libro3-031.xhtml
Libro3-032.xhtml
Libro3-033.xhtml
Libro3-034.xhtml
Libro3-035.xhtml
Libro3-036.xhtml
Libro3-037.xhtml
Libro3-038.xhtml
Libro3-039.xhtml
Libro3-040.xhtml
Libro3-041.xhtml
Libro3-042.xhtml
Libro3-043.xhtml
Libro3-044.xhtml
Libro3-045.xhtml
Libro3-046.xhtml
Libro3-047.xhtml
Libro3-048.xhtml
Libro3-049.xhtml
Libro3-050.xhtml
Libro3-051.xhtml
Libro3-052.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml