Occidente en el mundo

Un mundo en el que las identidades culturales -étnicas, nacionales, religiosas, de civilización- son fundamentales, y las afinidades y diferencias culturales configuran las alianzas, antagonismos y líneas de conducta de los Estados, tiene tres consecuencias claras para Occidente en general y para los Estados Unidos en particular.

En primer lugar, los estadistas sólo pueden alterar la realidad de forma constructiva si la reconocen y entienden. La política de la cultura que está surgiendo, el poder en alza de las civilizaciones no occidentales y la creciente afirmación cultural de estas sociedades han sido ampliamente reconocidos en el mundo no occidental. Los líderes europeos han señalado las fuerzas culturales que congregan y disgregan a la gente. Las elites estadounidenses, en cambio, han sido lentas para aceptar estas realidades que están surgiendo y para enfrentarse a ellas. Los gobiernos de Bush y Clinton apoyaron la unidad de la Unión Soviética, Yugoslavia, Bosnia y Rusia, países de múltiples civilizaciones, esforzándose en vano por detener las poderosas fuerzas étnicas y culturales que presionaban en favor de la desunión. Promovieron planes de integración económica de las diversas civilizaciones, planes que, o bien son inútiles, como ocurre con la APEC, o bien suponen costos económicos y políticos importantes e imprevistos, como en el caso del NAFTA y México. Intentaron establecer estrechas relaciones con los Estados centrales de otras civilizaciones, en forma de «asociación a escala mundial» con Rusia, o de «compromiso constructivo» con China, ante los conflictos naturales de intereses entre los Estados Unidos y esos países. Al mismo tiempo, el gobierno de Clinton no supo implicar incondicionalmente a Rusia en la búsqueda de la paz en Bosnia, pese al gran interés de Rusia en esa guerra como Estado central de la ortodoxia. Al perseguir la quimera de un país de múltiples civilizaciones, el gobierno de Clinton negó la autodeterminación a las minorías serbia y croata y ayudó a crear en los Balcanes un aliado de Irán, islamista y con régimen de partido único. De manera parecida, el gobierno de los EE.UU. apoyó también el sometimiento de los musulmanes al dominio ortodoxo, manteniendo que «Sin duda Chechenia es parte de la Federación Rusa».14

Aunque los europeos admiten universalmente la importancia fundamental de la línea divisoria entre la cristiandad occidental, por un lado, y la ortodoxia y el islam, por otro, los Estados Unidos, decía su secretario de Estado, «no reconocen ninguna línea divisoria fundamental entre las partes católica, ortodoxa e islámica de Europa». Sin embargo, quienes no reconocen líneas divisorias fundamentales están condenados a verse contrariados por ellas. Al principio, el gobierno de Clinton no pareció consciente del cambiante equilibrio de poder entre los Estados Unidos y las sociedades del este asiático, y por eso de vez en cuando anunciaba metas con respecto al comercio, los derechos humanos, la proliferación nuclear y otras cuestiones, que era incapaz de realizar. En conjunto, el gobierno estadounidense ha tenido una dificultad extraordinaria para adaptarse a una época en la que la política mundial está configurada por mareas culturales y de civilización.

En segundo lugar, el pensamiento estadounidense en materia de política exterior adolecía también de una renuencia a abandonar, alterar o, a veces, incluso reconsiderar posturas adoptadas para satisfacer las necesidades de la guerra fría. Algunos demostraban esta actitud persistiendo en ver como amenaza potencial a una resucitada Unión Soviética. Más en general, las personas tendían a considerar intocables las alianzas y acuerdos de limitación de armamento establecidos durante la guerra fría. La OTAN se debe mantener en la forma que tenía en la guerra fría. El Tratado de Seguridad norteamericano-japonés es fundamental para la seguridad del este asiático. El tratado de misiles antibalísticos (ABM) es inviolable. El tratado de fuerzas convencionales en Europa (CFE) se debe cumplir. Obviamente ninguno de éstos u otros legados de la guerra fría se debe desechar a la ligera. Sin embargo, tampoco redunda necesariamente en interés de los Estados Unidos o de Occidente el que mantengan la forma que tenían durante la guerra fría. La realidad de un mundo multicivilizatorio indica que la OTAN debe ampliarse para incluir a otras sociedades occidentales que desean ingresar en ella, y debe reconocer el tremendo absurdo de contar entre sus miembros a dos Estados que son enemigos acérrimos uno del otro y carecen de afinidad cultural con los demás miembros. Un tratado de misiles antibalísticos pensado para satisfacer la necesidad, surgida en la guerra fría, de garantizar la mutua vulnerabilidad de las sociedades soviética y estadounidense, e impedir así la guerra nuclear soviético-norteamericana puede perfectamente estorbar la capacidad de los Estados Unidos y otras sociedades para protegerse contra amenazas o ataques impredecibles por parte de movimientos terroristas y dictadores irracionales. El tratado de seguridad entre los EE.UU. y Japón ayudó a impedir una agresión soviética contra Japón. ¿Para qué se supone que sirve en la era posterior a la guerra fría? ¿Para contener y disuadir a China? ¿Para lentificar la acomodación japonesa a una China pujante? ¿Para retrasar una mayor militarización japonesa? Cada vez se están planteando más dudas en Japón acerca de la presencia militar norteamericana en aquel país, y en los Estados Unidos respecto a la necesidad de un compromiso de defender Japón sin contraprestaciones. El acuerdo de fuerzas convencionales en Europa (CFE) fue ideado para atemperar la confrontación OTAN-Pacto de Varsovia en Europa Central, confrontación que ha desaparecido. El principal efecto del acuerdo ahora es crear dificultades a Rusia a la hora de afrontar lo que considera amenazas procedentes de los pueblos musulmanes del sur.

En tercer lugar, la diversidad cultural y civilizatoria cuestiona la creencia occidental, y particularmente estadounidense, en la validez universal de la cultura occidental. Esta creencia se expresa tanto descriptiva como normativamente. Descriptivamente, sostiene que los pueblos de todas las sociedades quieren adoptar los valores, instituciones y prácticas occidentales. Si parecen no tener ese deseo y estar adheridos a sus propias culturas tradicionales, son víctimas de una «conciencia errónea» comparable a la que los marxistas encontraban entre los proletarios que apoyaban el capitalismo. Normativamente, la creencia universalista occidental postula que la gente de todo el mundo debe abrazar los valores, instituciones y cultura occidentales porque representan el pensamiento más elevado, más ilustrado, más liberal, más racional, más moderno y más civilizado del género humano.

En el mundo que está surgiendo, de conflicto étnico y choque entre civilizaciones, la creencia de Occidente en la universalidad de su cultura adolece de tres males: es falsa; es inmoral; y es peligrosa. Que es falsa ha sido la tesis central de este libro, tesis perfectamente resumida por Michael Howard: la «común suposición occidental de que la diversidad cultural es una curiosidad histórica que se va desgastando rápidamente con el crecimiento de una cultura mundial común, de orientación occidental y anglohablante, que configuraría nuestros valores básicos… simplemente, no es verdadera».15 Un lector que a estas alturas no esté convencido de la sabiduría del comentario de sir Michael vive en un mundo alejado de la realidad.

La creencia de que los pueblos no occidentales deben adoptar los valores, instituciones y cultura occidentales es inmoral debido a lo que sería necesario para llevarla a la práctica. El alcance casi universal del poder europeo a finales del siglo xix y la dominación a escala mundial de los Estados Unidos a finales del siglo xx difundieron gran parte de la civilización occidental por el mundo. Sin embargo, el mundialismo universal ya no existe. La hegemonía norteamericana está retrocediendo, aunque sólo sea porque ya no es necesario proteger a los Estados Unidos contra una amenaza militar soviética del estilo de la guerra fría. La cultura, como hemos sostenido, sigue al poder. Si las sociedades no occidentales han de ser configuradas una vez más por la cultura occidental, tal cosa sólo sucederá como resultado de la expansión, despliegue e influencia del poder occidental. El imperialismo es la necesaria consecuencia lógica del universalismo. Además, por su condición de civilización madura, Occidente ya no posee el dinamismo económico o demográfico requerido para imponer su voluntad a otras sociedades, y cualquier esfuerzo por hacer tal cosa es además contrario a los valores occidentales de la autodeterminación y la democracia. A medida que las civilizaciones asiática y musulmana comiencen a afirmar cada vez más la validez universal de sus culturas, los occidentales irán comprendiendo cada vez mejor la conexión entre universalismo e imperialismo.

El universalismo occidental es peligroso porque se basa en un espejismo, el de la centralidad de Occidente en la historia universal. Es peligroso para el mundo porque podría conducir a una gran guerra entre Estados centrales de diferentes civilizaciones, y es peligroso para Occidente porque podría llevar a la derrota de Occidente. Con el hundimiento de la Unión Soviética, los occidentales ven su civilización en una posición de dominio sin parangón, mientras que, al mismo tiempo, sociedades más débiles, asiáticas y musulmanas, entre otras, están empezando a cobrar fuerza. De ahí que pudieran verse inducidos a aplicar la lógica de Bruto:

…nuestras legiones están rebosantes

y madura nuestra causa. El enemigo

aumenta día tras día; nosotros

en la cumbre, bordeamos el declive.

En los asuntos humanos hay un flujo,

que lleva a la fortuna si aprovechas la pleamar.

Si la dejas, harás el viaje de la vida

tropezando en escollos y miserias.

Ahora navegamos con marea alta

y, si no seguimos la corriente favorable,

ponemos en peligro nuestra empresa.

Sin embargo, esta lógica provocó la derrota de Bruto en Filipos, y el curso prudente para Occidente no es intentar detener el cambio en el poder, sino aprender a navegar entre escollos, soportar las miserias, moderar sus empresas y salvaguardar su cultura.

Todas las civilizaciones pasan por procesos semejantes de aparición, ascenso y decadencia. Occidente difiere de las demás civilizaciones, no en el modo en que se ha desarrollado, sino en el carácter peculiar de sus valores e instituciones. Entre éstos se encuentran sobre todo su cristianismo, pluralismo, individualismo e imperio de la ley, que hicieron posible que Occidente inventara la modernidad, se extendiera por el mundo y se convirtiera en la envidia de las demás sociedades. Estas características, en conjunto, son peculiares de Occidente. Europa, como ha dicho Arthur M. Schlesinger, Jr., es «la fuente -la fuente única-» de las «ideas de libertad individual, democracia política, del imperio de la ley, los derechos humanos y la libertad cultural… Estas son ideas europeas, no asiáticas, ni africanas, ni de Oriente Próximo u Oriente Medio, salvo por adopción».16 Ellas convierten en única a la civilización occidental, y la civilización occidental es valiosa, no porque sea universal, sino porque es única. Por consiguiente, la principal responsabilidad de los líderes occidentales no es intentar remodelar otras civilizaciones a imagen de Occidente, cosa que escapa a su poder en decadencia, sino preservar, proteger y renovar las cualidades únicas de la civilización occidental. Puesto que los Estados Unidos de América son el más poderoso país occidental, sobre él recae mayormente esa responsabilidad.

Preservar la civilización occidental ante la decadencia de su poder redunda en interés de los Estados Unidos y los países europeos:

para conseguir una mayor integración política, económica y militar y para coordinar sus posturas a fin de impedir que Estados de otras civilizaciones exploten las diferencias entre ellos;

para incorporar a la Unión Europea y la OTAN a los Estados occidentales de Europa Central, es decir, a los países de Visegrado, las repúblicas bálticas, Eslovenia y Croacia;

para estimular la «occidentalización» de Latinoamérica y, hasta donde sea posible, el estrecho alineamiento de los países latinoamericanos con Occidente;

para refrenar el desarrollo del poderío militar convencional y no convencional de los países islámicos y sínicos;

para retrasar la deriva de Japón alejándose de Occidente y su acomodo con China;

para aceptar a Rusia como el Estado central de la ortodoxia y como gran potencia regional con legítimos intereses en la seguridad de sus fronteras del sur;

para mantener la superioridad tecnológica y militar occidental sobre otras civilizaciones;

y, lo más importante, para reconocer que la intervención occidental en asuntos de otras civilizaciones es probablemente la fuente más peligrosa de inestabilidad y de conflicto potencial a escala planetaria en un mundo multicivilizatorio.

En las circunstancias posteriores a la guerra fría, los Estados Unidos se llenaron de debates a gran escala sobre el rumbo adecuado de la política exterior norteamericana. Sin embargo, en esta época los Estados Unidos no pueden ni dominar el mundo ni escapar de él. Ni el internacionalismo ni el aislacionismo, ni el multilateralismo ni el unilateralismo serán lo que mejor sirva a sus intereses. El mejor modo de fomentarlos será renunciar a estos extremos opuestos y adoptar en cambio una postura occidental de estrecha cooperación con sus socios europeos para proteger y promocionar los intereses y valores de la civilización única de Occidente.

El choque de civilizaciones
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