Asia, China y Norteamérica

El caldero de las civilizaciones. Los cambios económicos en Asia, particularmente en el este asiático, son uno de los acontecimientos más importantes en el mundo de la segunda mitad del siglo xx. En los años noventa, este desarrollo económico había generado ya una euforia económica entre muchos observadores que veían el este de Asia y la totalidad de las costas del Pacífico unidas mediante redes comerciales en constante expansión que asegurarían la paz y la armonía entre las naciones. Este optimismo se basaba en la suposición, sumamente dudosa, de que el intercambio comercial es invariablemente una fuerza de paz. Sin embargo, las cosas no son así. El crecimiento económico crea inestabilidad política dentro de los países y entre unos países y otros, y altera el equilibrio de poder entre países y regiones. El intercambio económico pone a la gente en contacto; no les pone de acuerdo. Con frecuencia, a lo largo de la historia, ha generado una conciencia más profunda de las diferencias entre los pueblos y ha estimulado los temores mutuos. El comercio entre países produce tanto conflicto como provecho. Si la experiencia del pasado es válida, el fulgor económico de Asia dará como resultado una Asia de sombras políticas, una Asia de inestabilidad y conflicto.

El desarrollo económico de Asia y la creciente confianza de las sociedades asiáticas en sí mismas están trastornando la política internacional al menos de tres maneras. En primer lugar, el desarrollo económico posibilita a los Estados asiáticos aumentar su poder militar, fomenta la incertidumbre respecto a las futuras relaciones entre estos países y pone en primer plano problemas y rivalidades que habían quedado relegadas durante la guerra fría, arrojando así una sombra de conflicto e inestabilidad potenciales sobre la región. En segundo lugar, el desarrollo económico incrementa la intensidad de los conflictos entre las sociedades asiáticas y Occidente, principalmente los Estados Unidos, y refuerza la capacidad de las sociedades asiáticas para imponerse en tales pugnas. En tercer lugar, el crecimiento económico de la mayor potencia de Asia incrementa la influencia china en la región y la probabilidad de que China reafirme su hegemonía tradicional en el este de Asia, obligando con ello a otras naciones, bien a «subirse a su carro» y adaptarse a estas nuevas circunstancias, bien a «hacer de contrapeso» e intentar contener la influencia china.

Durante los varios siglos de dominio occidental, las relaciones internacionales consideradas importantes eran un juego occidental en el que participaban las principales potencias occidentales, a las que se sumaron, en alguna medida, primero Rusia en el siglo xviii y después Japón en el xx. Europa fue el principal foro de conflicto y cooperación entre las grandes potencias, e incluso, durante la guerra fría, la principal línea de confrontación de las superpotencias estaba en el corazón de Europa. En la medida en que las relaciones internacionales consideradas importantes en el mundo de posguerra fría tienen un territorio principal propio, dicho territorio es Asia y particularmente el este de Asia. Asia es el caldero de las civilizaciones. Sólo el este asiático contiene sociedades pertenecientes a seis civilizaciones -japonesa, sínica, ortodoxa, budista, musulmana y occidental-, y el sur de Asia añade el hinduismo. Los Estados centrales de cuatro civilizaciones, Japón, China, Rusia, los Estados Unidos, son actores principales en el este asiático; el sur de Asia añade la India; e Indonesia es una potencia musulmana en alza. Además, el este asiático incluye varias potencias de nivel medio con una fuerza económica cada vez mayor, tales como Corea del Sur, Taiwán y Malaisia, más un Vietnam potencialmente fuerte. El resultado es un régimen muy complejo de relaciones internacionales, semejantes en muchos sentidos a las que existían en los siglos xviii y xix en Europa, y cargadas con toda la fluidez e incertidumbre que caracterizan las situaciones con múltiples polos.

La naturaleza del este asiático, rica en potencias y civilizaciones, la distingue de Europa Occidental, y las diferencias económicas y políticas refuerzan este contraste. Todos los países de Europa Occidental son democracias estables, tienen economías de mercado y grados elevados de desarrollo económico. A mediados de los años noventa, el este de Asia contaba con una sola democracia estable, varias democracias nuevas e inestables, cuatro de las cinco dictaduras comunistas que quedaban en el mundo, más gobiernos militares, dictaduras personales y sistemas autoritarios de partido dominante único. Los grados de desarrollo económico varían de los de Japón y Singapur a los de Vietnam y Corea del Norte. Existía una tendencia general hacia la creación de mercados y la apertura económica, pero los sistemas económicos todavía recorren toda la gama, desde la economía dirigida de Corea del Norte, a la economía del laissez-faire de Hong Kong, pasando por diversas mezclas de control estatal e iniciativa privada.

Dejando aparte la medida en que la hegemonía china puso a veces un orden transitorio en la región, en el este de Asia no ha existido una sociedad internacional (en el sentido británico de la expresión) como ha existido en Europa Occidental.17 A finales del siglo xx, Europa ha estado vinculada por un conjunto extraordinariamente denso de instituciones internacionales: la Unión Europea, la OTAN, la Unión Europea Occidental, el Consejo de Europa y la Organización para la Seguridad y para la Cooperación en Europa, entre otras. El este asiático no ha conocido nada semejante excepto la ASEAN, organismo que no incluye a ninguna potencia importante, por lo general ha evitado los asuntos tocantes a la seguridad y sólo está comenzando a avanzar hacia las formas más primitivas de integración económica. En los años noventa, se fundó la APEC, una organización mucho más amplia, que incorporaba la mayor parte de los países del Pacific Rim, pero es un foro de diálogo poco operativo, más débil incluso que la ASEAN. Ninguna otra institución multilateral importante reúne a las principales potencias asiáticas.

Otro contraste con Europa Occidental: las semillas para el conflicto entre Estados son abundantes en el este asiático. Dos puntos peligrosos generalmente reconocidos son los que han afectado a las dos Coreas y las dos Chinas. Sin embargo, éstos son reliquias de la guerra fría. Las diferencias ideológicas van perdiendo significación, y ya en 1995 las relaciones habían aumentado de forma importante entre las dos Chinas y habían comenzado a fomentarse entre las dos Coreas. La probabilidad de que unos coreanos luchen contra otros existe, pero es pequeña; las perspectivas de que unos chinos luchen contra otros son mayores, pero siguen siendo limitadas, a menos que los taiwaneses renuncien a su identidad china y constituyan formalmente una República de Taiwán independiente. Como decía un documento militar chino citando con aprobación un dicho común, «debe haber límites para las peleas entre los miembros de una misma familia».18 Aunque la violencia entre las dos Coreas o las dos Chinas sigue siendo posible, una aproximación desde la óptica de la civilización indica que, con el tiempo, las coincidencias culturales harán mermar tal probabilidad.

En el este asiático, los conflictos heredados de la guerra fría se van viendo complementados y sustituidos por otros posibles conflictos que reflejan antiguas rivalidades y nuevas relaciones económicas. Los análisis de la seguridad en el este asiático a principios de los años noventa aludían constantemente al este asiático como a «un vecindario peligroso», «maduro para la rivalidad», como a una región de «varias guerras frías», que «encabeza un regreso al futuro» en el que la guerra y la inestabilidad predominarían.19 A diferencia de Europa Occidental, el este asiático en los años noventa tiene disputas territoriales sin resolver, las más importantes de las cuales incluyen la de Rusia y Japón sobre las islas del norte, y entre China, Vietnam, Filipinas y potencialmente otros Estados del sudeste asiático, sobre el mar de China meridional. Las diferencias a propósito de fronteras entre China, por un lado, y Rusia y la India, por el otro, quedaron limadas a mediados de los noventa, pero podrían reaparecer, lo mismo que las reivindicaciones chinas sobre Mongolia. Había sublevaciones o movimientos secesionistas, en algunos casos apoyados desde el exterior, en Mindanao, Timor oriental, Tibet, el sur de Tailandia y Birmania oriental. Además, aunque a mediados de los años noventa existía paz entre los Estados del este de Asia, durante los cincuenta años anteriores tuvieron lugar guerras importantes en Corea y Vietnam, y la potencia central de Asia, China, se peleó con los estadounidenses y además con casi todos sus vecinos, entre ellos los coreanos, vietnamitas, chinos nacionalistas, indios, tibetanos y rusos. En 1993, un análisis realizado por el ejército chino indicaba ocho puntos regionales conflictivos que amenazaban la seguridad militar de China, y la Comisión militar central china concluía que, en general, el panorama del este de Asia en materia de seguridad era «muy grave». Tras siglos de contiendas, Europa Occidental está en paz, y la guerra resulta impensable. En el este de Asia no es así, y, como ha indicado Aaron Friedberg, el pasado de Europa podría ser el futuro de Asia.20

El dinamismo económico, las disputas territoriales, rivalidades reavivadas e incertidumbres políticas estimularon en los años ochenta y noventa importantes incrementos de los presupuestos y de los potenciales militares en el este de Asia. Aprovechando su nueva riqueza y, en muchos casos, la buena formación de sus poblaciones, los gobiernos del este asiático han pasado a reemplazar los ejércitos «campesinos» grandes y mal equipados con fuerzas militares más reducidas, más profesionales y tecnológicamente avanzadas. Ante la duda cada vez mayor acerca del grado de compromiso estadounidense en el este asiático, los países tienden a convertirse en militarmente autosuficientes. Aunque los Estados del este asiático continuaban importando grandes cantidades de armas de Europa, los Estados Unidos y la antigua Unión Soviética, daban preferencia a la importación de tecnología que les permitiera producir en territorio nacional aviones, misiles y material electrónico ultramoderno. Japón y los Estados sínicos -China, Taiwán, Singapur y Corea del Sur- han perfeccionado sus industrias de armamento cada vez más. Dada la geografía litoral del este asiático, han insistido en la proyección de fuerzas y en el potencial aéreo y naval. Como consecuencia de ello, naciones que anteriormente no eran militarmente capaces de luchar entre sí se han ido capacitando para ello cada vez más. Estos progresivos incrementos militares han ido acompañados de falta de transparencia y, por tanto, han fomentado más la sospecha y la incertidumbre.21 En una situación en la que las relaciones de poder cambian, cada gobierno se pregunta necesaria y legítimamente: «Dentro de diez años, ¿quién será mi enemigo y quién mi amigo, si es que tengo alguno?».

Las guerras frías asiático-estadounidenses. A finales de los años ochenta y principios de los noventa, las relaciones entre los Estados Unidos y los países asiáticos, aparte de Vietnam, se volvieron cada vez más hostiles, y la capacidad de los Estados Unidos para imponerse en estas controversias decayó. Estas tendencias eran particularmente marcadas con respecto a las grandes potencias del este asiático, y las relaciones de Estados Unidos con China y Japón siguieron sendas paralelas. Chinos y estadounidenses por un lado, y japoneses y estadounidenses por otro, hablaban de guerras frías que se estaban produciendo entre sus respectivos países.22 Estas tendencias simultáneas comenzaron durante el gobierno de Bush y se aceleraron durante el de Clinton. A mediados de los años noventa, las relaciones estadounidenses con las dos principales potencias asiáticas se podían describir, en el mejor de los casos, como «tensas», y parecía haber pocas esperanzas de que mejorasen.* A principios de los años noventa, las relaciones norteamericano-japonesas se fueron caldeando cada vez más con controversias acerca de una amplia serie de cuestiones, entre ellas el papel de Japón en la guerra del Golfo, la presencia militar estadounidense en Japón, las actitudes japonesas hacia la postura estadounidense con respecto a China y otros países en materia de derechos humanos, la participación japonesa en misiones de mantenimiento de la paz y, lo más importante, las relaciones económicas, especialmente el comercio. Las alusiones a guerras comerciales se convirtieron en lugar común.23 Los representantes estadounidenses, particularmente durante el gobierno de Clinton, exigían de Japón cada vez más concesiones; los representantes japoneses se resistían a tales exigencias cada vez más enérgicamente. Cada controversia comercial entre Estados Unidos y Japón era más áspera y más difícil de resolver que la anterior. En marzo de 1994, por ejemplo, el presidente Clinton firmó un decreto que le daba autoridad para aplicar a Japón sanciones comerciales más estrictas, lo cual levantó protestas, no sólo de los japoneses, sino también de la dirección del GATT, la principal organización comercial del mundo. Al poco tiempo Japón reaccionó con un «ataque feroz» contra las medidas de los EE.UU., y poco después de eso los Estados Unidos «acusaron formalmente a Japón» de discriminar negativamente a las empresas estadounidenses en la adjudicación de contratas de la administración del Estado. En la primavera de 1995, el gobierno de Clinton amenazó con imponer aranceles del ciento por ciento a los coches de lujo japoneses, y un acuerdo impidió que tal amenaza se materializara poco antes de que las sanciones entraran en vigor. Evidentemente, se estaba produciendo entre los dos países algo muy parecido a una guerra comercial. A mediados de los años noventa, el deterioro de las relaciones había llegado ya hasta el punto de que importantes figuras políticas japonesas comenzaron a cuestionar la presencia militar de los EE.UU. en Japón.

Durante estos años, la población de ambos países ha ido adoptando una postura cada vez menos favorable respecto al otro país. En 1985, el 87 % de los estadounidenses decía tener una actitud generalmente amistosa respecto a Japón. En 1990 esta cifra había caído ya hasta el 67 %, y en 1993 un escueto 50 % de los estadounidenses se sentía favorablemente dispuesto respecto a Japón y casi dos tercios decían que intentaban evitar comprar productos japoneses. En 1985, el 73 % de los japoneses describían las relaciones entre los Estados Unidos y Japón como amistosas; ya en 1993, el 64 % decía que eran poco amistosas. El año 1991 marcó un hito decisivo y crucial en el cambio de la opinión pública surgida del molde de la guerra fría. Ese año cada uno de los dos países desbancó a la Unión Soviética en las impresiones que producía al otro. Por primera vez, los estadounidenses valoraron a Japón por delante de la Unión Soviética como una amenaza para la seguridad estadounidenses, y por primera vez los japoneses consideraron a los Estados Unidos por delante de la Unión Soviética como una amenaza para la seguridad de Japón.24

Los cambios en las actitudes de las poblaciones iban acompañados por cambios en las ideas de las elites. En los Estados Unidos, surgió un importante grupo de revisionistas académicos, intelectuales y políticos que subrayaban las diferencias culturales y estructurales entre los dos países y la necesidad de que los Estados Unidos adoptaran una línea mucho más dura a la hora de tratar con Japón en asuntos económicos. Las imágenes de Japón en los medios populares de comunicación, publicaciones de no ficción y novelas populares se fueron haciendo cada vez más despectivas. De forma paralela, en Japón apareció una nueva generación de líderes políticos que no había experimentado el poderío estadounidense en la segunda guerra mundial ni su benevolencia tras ella, que estaban muy orgullosos de los éxitos económicos japoneses y que estaban plenamente resueltos a resistir a las exigencias estadounidenses de manera distinta a sus mayores. Estos «resistentes» japoneses eran los homólogos de los «revisionistas» estadounidenses, y en ambos países los candidatos descubrieron que defender una línea dura en cuestiones referentes a las relaciones norteamericano-japonesas era bien recibido por el electorado.

Durante finales de los años ochenta y principios de los noventa las relaciones estadounidenses con China también se fueron volviendo cada vez más hostiles. Los conflictos entre los dos países, dijo Deng Xiaoping en septiempre de 1991, constituían «una nueva guerra fría», expresión repetida constantemente en la prensa china. En agosto de 1995, la agencia de prensa gubernamental declaró que «las relaciones chino-estadounidenses están en el punto más bajo desde que ambos países establecieron relaciones diplomáticas» en 1979. Los representantes chinos denunciaban constantemente supuestas interferencias en asuntos chinos. «Debemos señalar», declaraba un documento interno del gobierno chino en 1992, «que, desde que se han convertido en la única superpotencia, los Estados Unidos han estado intentando frenéticamente asegurarse una nueva hegemonía y una política de poder, y también que su fuerza está en relativa decadencia y que hay límites en lo que puede hacer.» «Las fuerzas hostiles occidentales», dijo en agosto de 1995 el presidente Jiang Zemin, «no han abandonado en ningún momento su maquinación para occidentalizar y "dividir" nuestro país.» Según se dice, en 1995 existía ya un amplio consenso entre los líderes y estudiosos chinos en que los Estados Unidos estaban intentando «dividir territorialmente China, subvertirla políticamente, contenerla estratégicamente y hacerla fracasar económicamente».25

Existían pruebas de todas estas acusaciones. Los Estados Unidos autorizaron al presidente Lee, de Taiwán, a ir a los Estados Unidos, vendieron 150 F-16 a Taiwán, declararon Tibet «territorio soberano ocupado», denunciaron a China por sus violaciones de los derechos humanos, negaron a Pekín las olimpiadas del 2000, normalizaron sus relaciones con Vietnam, acusaron a China de exportar componentes de armas químicas a Irán, impusieron sanciones comerciales a China por sus ventas de equipamiento misilístico a Paquistán, y la amenazaron con sanciones adicionales en cuestiones económicas al tiempo que bloqueaban la admisión de China en la Organización Mundial del Comercio. Cada parte acusó a la otra de mala fe: China, según los estadounidenses, violó acuerdos sobre exportaciones de misiles, derechos de propiedad intelectual y mano de obra reclusa; los Estados Unidos, según los chinos, violaron los acuerdos al permitir que el presidente Lee fuera a los Estados Unidos y al vender a Taiwán avanzados aviones de combate.

Dentro de China, el grupo más importante con una visión hostil con respecto a los Estados Unidos era el ejército, que, al parecer, presionaba constantemente al gobierno para que adoptara una actitud más dura con los Estados Unidos. En junio de 1993, 100 generales chinos, se dice, enviaron una carta a Deng quejándose de la postura «pasiva» del gobierno respecto a los Estados Unidos y de su fracaso a la hora de resistir a los esfuerzos estadounidenses por «chantajear» a China. En otoño de ese año un documento confidencial del gobierno chino explicaba en términos generales las razones de los militares para el conflicto con los Estados Unidos: «Dado que China y los Estados Unidos mantienen desde hace mucho tiempo conflictos sobre sus diferentes ideologías, sistemas sociales y políticas exteriores, resultará imposible mejorar sustancialmente las relaciones chino-estadounidenses». Puesto que los norteamericanos creen que el este asiático se convertirá en «el corazón de la economía mundial… los Estados Unidos no pueden tolerar un adversario poderoso en el este de Asia».26 Para mediados de los años noventa, los funcionarios y organizaciones chinas presentaban rutinariamente a los Estados Unidos como un poder hostil.

El creciente antagonismo entre China y los Estados Unidos estaba impulsado en parte por la política interior de ambos países. Lo mismo que con Japón, la opinión estadounidense informada estaba dividida. Muchas figuras del establishment abogaban por alcanzar un compromiso constructivo con China, incrementar las relaciones económicas con ella e introducirla en la llamada comunidad de naciones. Otros subrayaban la potencial amenaza china para los intereses estadounidenses, afirmaban que los pasos conciliatorios dados hacia China producían resultados negativos y pedían con ahínco una política de firme contención. En 1993, los estadounidenses situaban a China en segunda posición, tras Irán únicamente, como país que mayor peligro entrañaba para los Estados Unidos. La política estadounidense a menudo se centraba en la realización de gestos simbólicos, tales como la visita de Lee a Cornell y el encuentro de Clinton con el Dalai Lama, que ofendió a los chinos; pero al mismo tiempo llevó al gobierno a sacrificar las consideraciones sobre derechos humanos en aras de los intereses económicos, como ocurrió con la prorrogación del trato de nación más favorecida. Por el lado chino, el gobierno necesitaba un nuevo enemigo para reforzar sus llamamientos al nacionalismo chino y para legitimar su poder. Como la lucha por la sucesión se alargó, la influencia política de los militares aumentó, y el presidente Kiang y otros aspirantes al poder después de Deng no podían permitirse ser negligentes en la promoción de los intereses chinos.

Así, en el curso de una década, las relaciones estadounidenses tanto con Japón como con China «se deterioraron». Este cambio en las relaciones asiático-estadounidenses fue tan amplio y abarcó tantas áreas temáticas diferentes que parece improbable que sus causas se puedan encontrar en conflictos puntuales de interés a propósito de piezas de automóvil, ventas de máquinas fotográficas o bases militares, por un lado, o encarcelamientos de disidentes, tráfico de armas o piratería intelectual, por el otro. Además, iba claramente contra el interés nacional estadounidense el permitir que sus relaciones con las dos principales potencias asiáticas se volvieran simultáneamente más conflictivas. Las reglas elementales de la diplomacia y la política de poder prescriben que los Estados Unidos deben intentar enfrentar a uno contra el otro, o al menos suavizar las relaciones con uno si están haciéndose más conflictivas con el otro. Sin embargo esto no sucedió. Estaban actuando factores más amplios que fomentaban el conflicto en las relaciones asiático-estadounidenses y hacían más difíciles de resolver los problemas concretos que surgían en dichas relaciones. Este fenómeno general tenía causas generales.

En primer lugar, una mayor interacción entre las sociedades asiáticas y los Estados Unidos en forma de más comunicaciones, comercio, inversión y conocimiento mutuo multiplicó las cuestiones y temas en que los intereses podían chocar y de hecho chocaban. Esta mayor interacción convirtió en amenazantes para cada sociedad las prácticas y creencias de la otra, que a distancia habían parecido de un exotismo inocuo. En segundo lugar, la amenaza soviética llevó en los años cincuenta al Tratado de seguridad mutua entre Estados Unidos y Japón. El crecimiento del poder soviético en los años setenta llevó al establecimiento de relaciones diplomáticas entre los Estados Unidos y China en 1979 y a una cooperación ad hoc entre los dos países para promover su interés común en neutralizar esa amenaza. El final de la guerra fría eliminó este decisivo interés común de los Estados Unidos y las potencias asiáticas, y en su lugar no dejó nada. En consecuencia, pasaron a primer plano otras cuestiones en las que existían importantes conflictos de intereses. En tercer lugar, el desarrollo económico de los países del este asiático modificaron el equilibrio global de poder entre ellos y los Estados Unidos. Como hemos visto, los asiáticos han afirmado cada vez más la validez de sus valores e instituciones y la superioridad de su cultura respecto a la cultura occidental. Los estadounidenses, por el otro lado, tendían a suponer, particularmente tras su victoria en la guerra fría, que sus valores e instituciones eran aplicables universalmente y que seguían teniendo el poder de configurar las políticas exteriores e interiores de las sociedades asiáticas.

Este cambiante entorno internacional puso en primer plano las diferencias culturales fundamentales entre las civilizaciones asiática y estadounidense. En el plano más general, el ethos confuciano que impregnaba muchas sociedades asiáticas subrayaba los valores de autoridad, jerarquía, la subordinación de los derechos e intereses individuales, la importancia del consenso, el evitar la confrontación, «salvar las apariencias» y, en general la supremacía del Estado sobre la sociedad y de la sociedad sobre el individuo. Además, los asiáticos tendían a pensar la evolución de sus sociedades desde una perspectiva de siglos y milenios y a dar prioridad a potenciar al máximo los logros a largo plazo. Estas actitudes contrastaban con la primacía, en las creencias estadounidenses, de la libertad, la igualdad, la democracia y el individualismo, y su propensión a desconfiar del gobierno, oponerse a la autoridad, promover frenos y equilibrios, estimular la competencia, sancionar los derechos del individuo, y a olvidar el pasado, ignorar el futuro y concentrarse en elevar al máximo los logros inmediatos. Las fuentes de conflicto están en las diferencias fundamentales en el ámbito de la sociedad y la cultura.

Estas diferencias tuvieron consecuencias concretas para las relaciones entre los Estados Unidos y las principales sociedades asiáticas. Los diplomáticos hicieron grandes esfuerzos para resolver los conflictos estadounidenses con Japón en cuestiones económicas, particularmente el superávit comercial de Japón y su resistencia a los productos e inversión estadounidenses. Las negociaciones comerciales norteamericano-japonesas asumieron muchas de las características de las negociaciones soviético-estadounidenses de limitación de armamentos durante la guerra fría. Hasta 1995, aquéllas habían producido menos resultados aún que éstas, porque estos conflictos procedían de las diferencias fundamentales entre las dos economías, y particularmente de la naturaleza única de la economía japonesa entre las de los principales países industrializados. Las importaciones de Japón de productos manufacturados han ascendido aproximadamente al 3,1 % de su PIB, que contrasta con un promedio del 7,4 % en el caso de las demás principales potencias industrializadas. La inversión extranjera directa en Japón ha sido un minúsculo 0,7 % del PIB, mientras que para los Estados Unidos ha sido el 28,6 %, y el 38,5 % para Europa. Japón fue el único de los países industrializados que poseía superávit presupuestarios a principios de los años noventa.27

En conjunto, la economía japonesa no ha funcionado del modo que mandan las leyes supuestamente universales de la teoría económica occidental. La suposición simple por parte de los economistas occidentales en los años ochenta de que devaluar el dólar reduciría el superávit comercial japonés se demostró falsa. Aunque el acuerdo Plaza de 1985 rectificaba el déficit comercial estadounidense con Europa, surtió poco efecto sobre el déficit con Japón. Cuando la cotización del yen bajó a menos de cien por dólar, el superávit comercial japonés se mantuvo alto e incluso se incrementó. El pensamiento económico occidental tiende a postular una compensación negativa entre desempleo e inflación, y así se considera que una tasa de paro significativamente inferior al 5 % desencadena presiones inflacionarias. Sin embargo, durante años Japón tuvo un desempleo medio inferior al 3 % y una inflación media del 1,5 %. Ya en los años noventa, tanto los economistas estadounidenses como los japoneses habían acabado reconociendo y conceptualizando las diferencias básicas entre estos dos sistemas económicos. El nivel especialmente bajo de importaciones manufacturadas de Japón, concluía un minucioso estudio, «no se puede explicar mediante los factores económicos habituales». «La economía japonesa no sigue la lógica occidental», afirmaba otro analista, «digan lo que digan los analistas de futuro occidentales, por la sencilla razón de que no es una economía de mercado libre occidental. Los japoneses… han inventado un tipo de economía que se comporta de maneras que confunden la capacidad de predicción de los observadores occidentales.»28

¿Cómo se explica el carácter peculiar de la economía japonesa? Entre los principales países industrializados, la economía japonesa es única porque la sociedad japonesa es especialmente no occidental. La sociedad y cultura japonesas difieren de la sociedad y cultura occidentales, y particularmente de las estadounidenses. Estas diferencias han sido destacadas en todos los análisis comparativos serios de Japón y los Estados Unidos.29 La resolución de los problemas económicos entre estos dos países depende de que se produzcan cambios fundamentales en la naturaleza de una o de ambas economías, lo cual depende, a su vez, de que se produzcan cambios básicos en la sociedad y la cultura de uno de ellos o de ambos. Tales cambios no son imposibles. Las sociedades y las culturas cambian. Puede ser como resultado de un acontecimiento traumático importante: la derrota total en la segunda guerra mundial transformó a dos de los países más militaristas del mundo en dos de los más pacifistas. Sin embargo, parece improbable que los Estados Unidos o Japón impongan un Hiroshima económico al otro. El desarrollo económico también puede cambiar profundamente la cultura y estructura social de un país, como ocurrió en España entre comienzos de los años cincuenta y finales de los setenta, y quizá la riqueza económica hará de Japón una sociedad más orientada hacia el consumo al modo norteamericano. A finales de los años ochenta, tanto los japoneses como los estadounidenses afirmaban que su país debía llegar a parecerse más al otro país. De una manera limitada, el acuerdo norteamericano-japonés acerca de iniciativas sobre obstáculos estructurales fue pensada para promover esta convergencia. El fracaso de este esfuerzo y de otros semejantes atestigua el grado en que las diferencias económicas están profundamente enraizadas en las culturas de las dos sociedades.

Mientras que los conflictos entre los Estados Unidos y Asia tenían sus fuentes en las diferencias culturales, los resultados de sus conflictos ponían de manifiesto las cambiantes relaciones de poder entre los Estados Unidos y Asia. Los Estados Unidos se apuntaron algunas victorias en estas disputas, pero la tendencia iba en dirección asiática, y el cambio de poder exacerbó aún más los conflictos. Los Estados Unidos esperaban que los gobiernos asiáticos lo aceptaran como el líder de «la comunidad internacional» y asintieran a la aplicación de los principios y valores occidentales a sus sociedades. Los asiáticos, por otro lado, como dijo el vicesecretario de Estado Winston Lord, eran «cada vez más conscientes y estaban más orgullosos de sus logros», esperaban ser tratados como iguales y tendían a considerar a los Estados Unidos «una niñera, cuando no un matón, internacional». Sin embargo, dentro de la cultura estadounidense, hay imperativos profundos que impulsan a los Estados Unidos a ser al menos una niñera, cuando no un matón, en asuntos internacionales, y, como consecuencia de ello, las expectativas estadounidenses estaban cada vez más reñidas con las asiáticas. En una amplia serie de cuestiones, los líderes japoneses y de otros países de Asia aprendieron a decir no a sus homólogos estadounidenses, un no expresado a veces en educadas versiones asiáticas de «¡Largo!». Quizá el simbólico hito crucial en las relaciones asiático-estadounidenses fue lo que un funcionario japonés de alto rango denominó el «primer gran descarrilamiento de trenes» en las relaciones entre Estados Unidos y Japón, que tuvo lugar en febrero de 1994, cuando el Primer ministro Morihiro Hosokawa rechazó firmemente la exigencia del presidente Clinton de objetivos numéricos para las importaciones japonesas de productos manufacturados estadounidenses. «Hace siquiera un año, no podríamos haber imaginado que esto llegara a suceder», comentó otro funcionario japonés. Un año después, el ministro de Exteriores de Japón subrayó este cambio declarando que, en una era de competencia económica entre naciones y regiones, el interés nacional de Japón era más importante que su «mera identidad» como miembro de Occidente.30

La gradual adaptación estadounidense al modificado equilibrio de poder quedó puesta de manifiesto en la política norteamericana con respecto a Asia en los años noventa. En primer lugar, concediendo de hecho que carecía de la voluntad y/o la capacidad para presionar a las sociedades asiáticas, los Estados Unidos separaron las áreas temáticas en las que podían tener influencia de aquellas donde tenían conflictos. Aunque Clinton había proclamado los derechos humanos una prioridad absoluta de la política exterior estadounidense con respecto a China, en 1994 reaccionó ante la presión de empresas estadounidenses, Taiwán y otras fuentes, desvinculó los derechos humanos de las cuestiones económicas y abandonó el esfuerzo de usar la prórroga del estatuto de nación más favorecida como medio de influir en la conducta china para con sus disidentes políticos. En un paso paralelo, el gobierno separó formalmente la política de seguridad respecto a Japón, donde presumiblemente podía ejercer influencia, del comercio y otras cuestiones económicas, donde sus relaciones con Japón eran muy conflictivas. Así, los Estados Unidos deponían armas que podrían haber usado para promover los derechos humanos en China y las concesiones comerciales de Japón.

En segundo lugar, los Estados Unidos siguieron reiteradamente una vía de reciprocidad anticipada con las naciones asiáticas, haciendo concesiones con la expectativa de que éstas provocarían otras parecidas de los asiáticos. Esta vía se justificó a menudo haciendo referencia a la necesidad de mantener «un compromiso constructivo» o «el diálogo» con el país asiático. Sin embargo, lo más frecuente era que el país asiático interpretara la concesión como un signo de la debilidad estadounidense y, por tanto, que pudiera llegar más lejos en el rechazo de las exigencias norteamericanas. Esta tónica fue particularmente perceptible con respecto a China, que reaccionó ante la desvinculación estadounidense del estatuto de nación más favorecida con una nueva e intensa serie de violaciones de los derechos humanos. Debido a la inclinación estadounidense a identificar «buenas» relaciones con relaciones «amistosas», los Estados Unidos están en notable desventaja a la hora de competir con sociedades asiáticas que consideran «buenas» relaciones las que les reportan victorias. Para los asiáticos, las concesiones no han de ser correspondidas, han de ser explotadas.

En tercer lugar, los reiterados conflictos entre los EE.UU. y Japón sobre cuestiones comerciales respondían a una modalidad en la que los Estados Unidos planteaban exigencias a Japón y amenazaban con sanciones si éstas no eran atendidas. A continuación se mantenían negociaciones prolongadas y después, en el último momento antes de que las sanciones entraran en vigor, se anunciaba un acuerdo. Por lo general, los acuerdos estaban redactados de forma tan ambigua que los Estados Unidos podían cantar victoria de forma genérica, y los japoneses podían cumplir o no cumplir el acuerdo según quisieran, y todo seguía como antes. De manera parecida, los chinos asentían de mala gana a declaraciones de principios generales concernientes a los derechos humanos, la propiedad intelectual o la proliferación, pero los interpretaban de forma muy diferente que los Estados Unidos y continuaban con sus directrices previas.

Estas diferencias de cultura y el cambiante equilibrio de poder entre Asia y Norteamérica animaron a las sociedades asiáticas a apoyarse mutuamente en sus conflictos con los Estados Unidos. En 1994, por ejemplo, prácticamente todos los países asiáticos «desde Australia a Malaisia y Corea del Sur» se solidarizaron con Japón en su resistencia a la exigencia estadounidense de objetivos numéricos para importaciones. Simultáneamente, se produjo una adhesión parecida en favor del trato de nación más favorecida para China: el Primer ministro de Japón, Hosokawa, se puso a la cabeza afirmando que los conceptos occidentales de derechos humanos no se podían «aplicar sin más ni más» a Asia, y el de Singapur, Lee Kuan Yew, advirtió que, si presionaban a China «los Estados Unidos se encontrarían totalmente solos en el Pacífico».31 En otra muestra de solidaridad, asiáticos y africanos, entre otros, se solidarizaron con los japoneses respaldando la reelección del japonés que desempeñaba el cargo de presidente de la Organización Mundial de la Salud contra la oposición de Occidente, y Japón apoyó a un surcoreano para que presidiera la Organización Mundial del Comercio contra el candidato de Estados Unidos, el ex presidente de México Carlos Salinas. La experiencia histórica demuestra sin lugar a dudas que, en los años noventa, cada país del este asiático tenía ya la sensación de que, en cuestiones relativas al conjunto del Pacífico, tenía mucho más en común con otros países de su misma región que con los Estados Unidos.

Así, el final de la guerra fría, la creciente interacción entre Asia y los Estados Unidos y la relativa decadencia del poder norteamericano hizo patente el choque de culturas entre los Estados Unidos y Japón y otras sociedades asiáticas y posibilitó a éstas el resistir a la presión estadounidense. El ascenso de China suponía una amenaza más fundamental para los Estados Unidos. Los conflictos de los EE.UU. con China abarcaban un abanico mucho más amplio de cuestiones que los conflictos con Japón, entre ellos cuestiones económicas, derechos humanos, Tibet, Taiwán, el mar de la China meridional y la proliferación de armas. En casi ninguna cuestión de principios importante compartieron los Estados Unidos y China objetivos comunes. Las diferencias eran generales. Como con Japón, estos conflictos estaban en gran parte arraigados en las diferentes culturas de las dos sociedades. Sin embargo, los conflictos entre los Estados Unidos y China también llevaban aparejadas cuestiones de poder. China no está dispuesta a aceptar el liderazgo o hegemonía estadounidense en el mundo; los Estados Unidos no están dispuestos a aceptar el liderazgo o hegemonía chinos en Asia. Durante más de doscientos años, los Estados Unidos han intentado impedir la aparición de una potencia que dominara Europa de forma aplastante. Durante casi cien años, empezando con su política de «puerta abierta» respecto a China, han intentado hacer lo mismo en el este asiático. Para conseguir estos objetivos han librado dos guerras mundiales y una guerra fría contra la Alemania imperial, la Alemania nazi, el Japón imperial, la Unión Soviética y la China comunista. Este interés estadounidense persiste y fue reafirmado por los presidentes Reagan y Bush. La aparición de China como la potencia regional dominante en el este de Asia, si continúa, amenaza ese interés central de los Estados Unidos. La causa subyacente de conflicto entre Estados Unidos y China es su diferencia básica sobre cuál debe ser el futuro equilibrio de poder en el este asiático.

La hegemonía china: hacer de contrapeso y además subirse al carro del vencedor. Con seis civilizaciones, dieciocho países, economías que crecen rápidamente e importantes diferencias políticas, económicas y sociales entre sus sociedades, el este asiático podría desarrollar cualquiera de las diversas pautas de relaciones internacionales a principios del siglo xxi. Cabe pensar la posibilidad de que surja un conjunto sumamente complejo de relaciones conflictivas y de cooperación que implique a la mayoría de las potencias principales y de nivel medio de la región. También podría tomar forma una potencia importante, un sistema internacional multipolar, en el que China, Japón, los Estados Unidos, Rusia y posiblemente la India se contrapesaran y compitieran entre sí. Otra posibilidad es que la política del este asiático esté dominada por una sostenida rivalidad bipolar entre China y Japón o entre China y los Estados Unidos, y que los demás países se alineen con un bando o el otro, u opten por el no alineamiento. También cabe la posibilidad de que la política del este asiático regrese a su tradicional modalidad unipolar con una jerarquía de poder centrada en Pekín. Si China sostiene sus altos niveles de crecimiento económico en el siglo xxi, mantiene su unidad en la era posterior a Deng y no queda paralizada por luchas sucesorias, es probable que intente llevar a la práctica la última de estas posibilidades. Que tenga éxito o no depende de las reacciones de los demás integrantes del juego de la política del poder en el este asiático.

La historia, cultura, tradiciones, tamaño, dinamismo económico de China, y la imagen que tiene de sí misma, son factores que la impulsan a ocupar una posición hegemónica en el este asiático. Durante los años cincuenta, China fue el aliado comunista de la Unión Soviética. Esta meta es una consecuencia normal de su rápido desarrollo económico. Todas las demás grandes potencias, Gran Bretaña y Francia, Alemania y Japón, los Estados Unidos y la Unión Soviética, se embarcaron en una expansión, afirmación e imperialismo que coincidieron o siguieron inmediatamente a los años en que experimentaron una industrialización y crecimiento económico rápidos. No hay razones para pensar que la adquisición de poder económico y militar no tendrá efectos parecidos en China. Durante dos mil años, China fue la potencia preeminente en el este de Asia. Los chinos actualmente afirman cada vez más su intención de volver a asumir ese papel histórico y de poner fin al largo siglo de humillación y subordinación a Occidente y a Japón que comenzó con la imposición británica del Tratado de Nanking en 1842.

A finales de los años ochenta, China comenzó a convertir sus crecientes recursos económicos en poderío militar e influencia política. Si su desarrollo económico continúa, este proceso de conversión adquirirá proporciones importantes. Según las cifras oficiales, durante la mayor parte de los años ochenta el presupuesto militar chino disminuyó. Entre 1988 y 1993, sin embargo, los gastos militares se duplicaron respecto a las cantidades corrientes y se incrementaron en un 50 % en términos reales. Para 1995 estaba previsto un aumento del 21 %. Las estimaciones sobre los gastos militares chinos para 1993 van aproximadamente de 22.000 a 37.000 millones de dólares según los tipos de cambio oficial, y hasta 90.000 millones de dólares desde el punto de vista de la paridad de poder adquisitivo. A finales de los años ochenta, China rehizo su estrategia militar, pasando, de la defensa contra la invasión en una gran guerra con la Unión Soviética, a una estrategia regional que insiste en la proyección del poder. De acuerdo con este cambio comenzó a desarrollar su potencial naval, adquirió aviones de combate modernizados y de largo alcance, se hizo con la tecnología para repostar en pleno vuelo y decidió adquirir un portaaviones. China entró además con Rusia en una relación mutuamente ventajosa de adquisición de armas, y exportó activamente armas, incluida tecnología y misiles capaces de transportar armas nucleares, a Paquistán, Irán y otros Estados.

China está en vías de convertirse en la potencia dominante en el este asiático. El desarrollo económico de esta región se va orientando cada vez más hacia China, estimulado por el rápido crecimiento de la China continental y de las otras tres, además del papel fundamental que los chinos de etnia han desempeñado en el desarrollo de las economías de Tailandia, Malaisia, Indonesia y Filipinas. Más amenazadora es la forma cada vez más enérgica en que China afirma su reivindicación sobre el mar de la China meridional: ampliando su base en las islas Paracel, luchando con los vietnamitas por un puñado de islas en 1988, estableciendo una presencia militar en el arrecife de Mischief, cerca de las costas de Filipinas y reivindicando los yacimientos de gas contiguos a la isla Natuna, de Indonesia. China además puso fin a su moderado apoyo a una continuada presencia militar estadounidense en el este asiático y comenzó a oponerse activamente a ese despliegue. Así mismo, aunque durante la guerra fría China instara discretamente a Japón a reforzar su poder militar, en los años posteriores a la guerra fría ha expresado una preocupación mayor por el gradual crecimiento militar japonés. Actuando a la manera clásica de una potencia hegemónica regional, China está intentando minimizar los obstáculos para lograr la superioridad militar en su región.

Con raras excepciones, como posiblemente el mar de la China meridional, la hegemonía china en el este asiático no es probable que implique una expansión de su control territorial mediante el uso directo de la fuerza militar. Sin embargo, sí es probable que signifique que China esperará de otros países del este asiático que, en grados diversos, hagan alguna de las siguientes cosas o todas ellas:

• apoyar la integridad territorial china, el control chino del Tibet y Xinjiang y la integración de Hong Kong y Taiwán en China;

• aceptar la soberanía china sobre el mar de la China meridional y posiblemente Mongolia;

• apoyar de forma general a China en conflictos con Occidente sobre economía, derechos humanos, proliferación armamentística y otras cuestiones;

• aceptar el predominio militar chino en la región y abstenerse de adquirir armas nucleares o fuerzas convencionales que pudieran poner en peligro dicho predominio;

• adoptar directrices de comercio e inversión compatibles con los intereses chinos y que conduzcan al desarrollo económico chino;

• someterse a la opinión de los líderes chinos al tratar problemas regionales;

• estar en general abierto a la inmigración procedente de China;

• prohibir o suprimir movimientos antiChina o antichinos dentro de sus sociedades;

• respetar los derechos de los chinos dentro de sus sociedades, incluyendo su derecho a mantener estrechas relaciones con sus parientes y provincias de origen en China;

• abstenerse de alianzas militares o coaliciones antichinas con otras potencias;

• fomentar el uso del mandarín como complemento y, a la postre, sustituto del inglés como lengua de comunicación más amplia en el este asiático.

Los analistas comparan la emergencia de China con el ascenso de la Alemania guillermina como potencia dominante en Europa a finales del siglo xix. La aparición de nuevas grandes potencias es siempre muy desestabilizadora, y, si se da la de China como potencia importante, dejará pequeño cualquier fenómeno semejante registrado durante la última mitad del segundo milenio. «La magnitud de la transformación del mundo producida por China», dijo Lee Kuan Yew en 1994, «es tal que el mundo deberá encontrar un nuevo equilibrio en 30 o 40 años. No es posible pretender que sea simplemente otro gran actor. Es el mayor actor de la historia del hombre.»32 Si el desarrollo económico chino continúa durante otra década, cosa que parece posible, y si China mantiene su unidad durante el período sucesorio, cosa que parece probable, los países del este asiático y el mundo tendrán que reaccionar ante el papel cada vez más seguro de sí mismo de este actor, el más grande en la historia humana.

Hablando en general, ante el ascenso de una nueva potencia, los Estados pueden reaccionar de una de estas dos maneras, o con una combinación de ambas. Solos o en coalición con otros Estados pueden intentar asegurar su seguridad haciendo de contrapeso frente a la potencia que surge, conteniéndola y, si es necesario, yendo a la guerra para derrotarla. Otra posibilidad para los Estados es intentar subirse al carro de la potencia que aparece, plegándose a ella y ocupando una posición secundaria o subordinada con relación a ella, con la esperanza de que los propios intereses fundamentales queden a salvo. También cabe la posibilidad de que los Estados intenten combinar el hacer contrapeso con subirse al carro del posible vencedor, aunque esto lleva consigo el riesgo de oponerse a la potencia naciente y, al mismo tiempo, no tener protección contra ella. Según la teoría occidental de las relaciones internacionales, contrapesar suele ser una opción más deseable, y de hecho se ha recurrido a ella con más frecuencia que a subirse al carro. Como ha afirmado Stephen Walt,

En general, los cálculos de intenciones animarían a que los Estados hicieran contrapeso. Subirse al carro es arriesgado porque requiere confianza; uno ayuda a una potencia dominante con la esperanza de que seguirá siendo benevolente. Es más seguro hacer contrapeso, por si la potencia dominante resulta ser agresiva. Además, el alineamiento con el lado más débil incrementa la influencia de uno dentro de la coalición resultante, porque el lado más débil tiene mayor necesidad de ayuda.33

El análisis que hizo Walt de la formación de alianzas en el sudoeste asiático demostró que los Estados casi siempre intentaban buscar el equilibrio, contrapesar, contra las amenazas exteriores. También se ha supuesto de forma general que contrapesar, buscar el equilibrio fue la norma durante la historia europea más moderna, y que las diversas potencias modificaron sus alianzas a fin de equilibrar y contener las amenazas que para ellas representaron Felipe II, Luis XIV, Federico el Grande, Napoleón, el kaiser y Hitler. Sin embargo, Walt admite que los Estados pueden elegir subirse al carro del presunto vencedor «en ciertas circunstancias», y, como afirma Randall Schweller, los Estados revisionistas es posible que se suban al carro de una potencia naciente porque estén insatisfechos y porque esperen ganar con el cambio del statu quo.34 Además, como indica Walt, subirse al carro del Estado que es más poderoso requiere un grado de confianza en que sus intenciones no son malevolentes.

A la hora de equilibrar el poder, los Estados pueden desempeñar papeles principales o secundarios. El Estado A puede intentar equilibrar el poder del Estado B, al que ve como un adversario real o potencial, haciendo alianzas con los Estados C y D, desarrollando su propio poder militar y de otro tipo (lo cual es probable que lleve a una carrera de armamento), o con alguna combinación de estos medios. En esta situación, los Estados A y B son los principales equilibradores uno del otro. En segundo lugar, el Estado A puede que no vea a ningún otro Estado como adversario inmediato, pero puede tener interés en promover un equilibrio de poder entre los Estados B y C, cualquiera de los cuales podría suponer una amenaza para el Estado A si llegara a ser demasiado poderoso. En esta situación, el Estado A actúa como equilibrador secundario con respecto a los Estados B y C, que pueden ser entre sí equilibradores básicos.

¿Cómo reaccionarán los Estados ante China si ésta comienza a aparecer como la potencia hegemónica en el este asiático? Las reacciones sin duda variarán mucho. Por las razones aquí indicadas, y debido a que China ha definido a los Estados Unidos como su principal enemigo, la tendencia estadounidense predominante será intentar contrapesar y contener a China. Sin embargo, los Estados Unidos puede que no tengan la voluntad, la capacidad o el interés para hacer tal cosa. El hecho de que desempeñaran el papel de equilibrador primario podría suponer una importante dedicación de recursos y el riesgo de una guerra. Ciertamente requeriría el establecimiento de una alianza con algunas potencias asiáticas clave y, en particular, una estrecha cooperación militar con Japón y Vietnam, que posiblemente supondría el regreso de la armada estadounidense a la bahía de Cam Ranh y una presencia naval conjunta de los EE.UU. y Japón en el mar de la China meridional. Para justificar este esfuerzo y este riesgo, los norteamericanos tendrían que estar convencidos de que la hegemonía china en Asia, tal y como se ha expuesto en líneas generales, constituye una amenaza para los intereses vitales estadounidenses en materia económica y de seguridad.

Teóricamente, los Estados Unidos podrían intentar contener a China desempeñando un papel equilibrador secundario si alguna otra gran potencia actuara como el equilibrador primario de China. La única posibilidad imaginable es Japón, y esto requeriría cambios importantes en la política japonesa: intensificación de su rearme, adquisición de armas nucleares y competencia activa con China en busca del apoyo de las demás potencias asiáticas. Aunque Japón podría estar dispuesto a participar en una coalición encabezada por los EE.UU. para contener a China, si bien esto tampoco es seguro, es improbable que se convirtiera en el equilibrador primario de China. Además, los Estados Unidos no han demostrado mucho interés ni capacidad para desempeñar un papel equilibrador secundario. Cuando eran tan sólo un país nuevo y pequeño, intentaron hacerlo durante la época napoleónica y acabaron enzarzados en guerras tanto con Gran Bretaña como con Francia. Durante la primera parte del siglo xx, los Estados Unidos sólo hicieron esfuerzos mínimos para promover el equilibrio entre países europeos y asiáticos, y a consecuencia de ello se vieron envueltos en guerras mundiales para restablecer los equilibrios que se habían roto. Durante la guerra fría, los Estados Unidos no tuvieron otra alternativa que ser el equilibrador primario de la Unión Soviética. Así, los Estados Unidos nunca han sido un equilibrador secundario como gran potencia. Convertirse en tal significa desempeñar un papel sutil, flexible, ambiguo e incluso doble. Podría significar cambiar el apoyo de un lado al otro, negarse a apoyar u oponerse a un Estado que desde el punto de vista de los valores estadounidenses parezca ser moralmente recto y apoyar a un Estado que sea moralmente torcido. Aun cuando Japón apareciera como el equilibrador primario de China en Asia, la capacidad de los Estados Unidos para apoyar este equilibrio es algo incierto. Los Estados Unidos son mucho más capaces de movilizarse directamente contra una amenaza real que de mantener equilibradas dos amenazas potenciales. En suma, es posible que exista entre las potencias asiáticas la propensión de subirse al carro, lo que eliminaría cualquier afán estadounidense en hacer de equilibrador secundario.

En la medida en que subirse al carro del posible vencedor depende de la confianza, se siguen tres proposiciones. En primer lugar, la actitud de subirse al carro se dará entre Estados pertenecientes a la misma civilización, o que en todo caso compartan elementos culturales comunes, con mayor probabilidad que entre Estados sin ninguna coincidencia cultural. En segundo lugar, es probable que los niveles de confianza varíen con el contexto. Un muchacho más joven se sumará a su hermano mayor cuando se enfrenten a otros muchos; es menos probable que confíe en su hermano mayor cuando están solos en casa. Por tanto, las interacciones más frecuentes entre Estados de diferentes civilizaciones estimularán una actitud ulterior de subirse al carro del posible vencedor dentro de las civilizaciones. En tercer lugar, las propensiones a subirse al carro y a contrapesar pueden variar de unas civilizaciones a otras, porque los grados de confianza entre sus miembros difieren. El predominio del contrapeso en Oriente Próximo y Oriente Medio, por ejemplo, puede poner de manifiesto los grados proverbialmente bajos de confianza en la cultura árabe y en otras culturas de esa región.

Además de estas influencias, la propensión a subirse al carro o a buscar el equilibrio quedará determinada por las expectativas y preferencias concernientes a la distribución del poder. Las sociedades europeas pasaron por una etapa de absolutismo, pero evitaron los imperios burocráticos sostenidos o «despotismos orientales» que caracterizaron Asia durante gran parte de su historia. El feudalismo proporcionó una base para el pluralismo y para el supuesto de que cierta dispersión del poder era a la vez natural y deseable. Así, también a escala internacional se pensaba que el equilibrio de poder era natural y deseable, y que la responsabilidad de los estadistas justamente era protegerlo y sostenerlo. De ahí que, cuando el equilibrio se veía amenazado, se exigiera para restablecerlo una conducta que sirviera de contrapeso. Dicho brevemente, el modelo europeo de sociedad internacional traducía el modelo europeo de sociedad nacional.

Los imperios burocráticos asiáticos, en cambio, contaban con poco espacio para el pluralismo social o político y para la división del poder. Dentro de China, subirse al carro parece haber sido mucho más importante que buscar el equilibrio, a diferencia de Europa. Durante los años veinte del siglo xx, comenta Lucian Pye, «los señores de la guerra primero procuraban averiguar qué podrían ganar identificándose con el fuerte, y sólo después examinaban los beneficios de aliarse con el débil… para los señores de la guerra chinos, la autonomía no era el valor último, como lo era en los cálculos tradicionales europeos de equilibro de poder; basaban más bien sus decisiones en la asociación con el poder». En un tono parecido, Avery Goldstein afirma que la actitud de subirse al carro del posible vencedor caracterizó la política de la China comunista mientras la estructura de la autoridad estuvo relativamente clara de 1949 a 1966. Cuando, después, la Revolución cultural creó una condiciones casi de anarquía y de incertidumbre respecto a la autoridad, y amenazaba la supervivencia de los agentes políticos, comenzó a prevalecer una conducta que hacía contrapeso.35 Presumiblemente, la restauración de una estructura de autoridad definida más claramente tras 1978 restableció también como modalidad predominante de conducta política el subirse al carro del presunto vencedor.

A lo largo de la historia, los chinos no distinguieron de forma clara entre asuntos internos y exteriores. Su «visión del orden mundial no era más que un corolario del orden interno chino y, por tanto, una proyección ampliada de la identidad china desde la óptica de la civilización», identidad que «supuestamente se reproducía en círculos concéntricos más amplios y expandibles como el orden cósmico correcto». O, como lo expresó Roderick MacFarquhar, «La cosmovisión china tradicional era un reflejo de la visión confuciana de una sociedad jerárquica cuidadosamente articulada. Se daba por sentado que los monarcas y Estados extranjeros eran tributarios del reino medio: "No hay dos soles en el cielo, no puede haber dos emperadores en la tierra"». Como consecuencia de ello, los chinos no han simpatizado con «conceptos multipolares, o incluso multilaterales, de seguridad». Por lo general, los asiáticos están dispuestos a «aceptar una jerarquía» en las relaciones internacionales, y las guerras hegemónicas de tipo europeo han estado ausentes de la historia del este asiático. El sistema operativo de equilibrio de poder, que fue típico de Europa a lo largo de la historia, resultaba extraño en Asia. Hasta la llegada de las potencias occidentales a mediados del siglo xix, las relaciones internacionales del este asiático eran sinocéntricas, y las demás sociedades estaban organizadas en diversos grados de subordinación, cooperación o autonomía respecto a Pekín.36 Por supuesto, el ideal confuciano de orden del mundo nunca se realizó plenamente en la práctica. Sin embargo, el modelo asiático de la política internacional, basado en la jerarquía de poder contrasta palpablemente con el modelo europeo, basado en el equilibrio de poder.

Debido a esta imagen del orden mundial, la propensión china a subirse al carro del posible vencedor en política interior existe también en las relaciones internacionales. El grado en que configura los principios orientadores de la política exterior de los Estados individuales tiende a variar en función de la medida en que participan de la cultura confuciana y según sean sus relaciones históricas con China. Culturalmente, Corea tiene mucho en común con China, e históricamente se ha inclinado hacia ella, motivada en gran medida por su antagonismo con Japón y su miedo a él. Para Singapur, la China comunista fue un enemigo durante la guerra fría. Sin embargo, en los años ochenta, Singapur comenzó a cambiar de postura y para mediados de los noventa se había convertido en un importante inversor en China. Sus líderes sostuvieron activamente la necesidad de que los Estados Unidos y otros países llegaran a un acuerdo con la realidad del poder chino. Con su gran población china y las propensiones antioccidentales de sus líderes, Malaisia también se inclinó fuertemente hacia China. Tailandia mantuvo su independencia en los siglos xix y xx adaptándose al imperialismo europeo y japonés, y ha mostrado sus intenciones de hacer lo mismo con China, una tendencia reforzada por la amenaza potencial para su seguridad que ve en Vietnam.

Indonesia y Vietnam son los dos países del sudeste asiático más inclinados a equilibrar y a contener a China. Indonesia es un país grande, musulmán y distante de China, pero sin la ayuda de otros no puede impedir la afirmación del control chino sobre el mar de la China meridional. En el otoño de 1995, Indonesia y Australia firmaron un acuerdo de seguridad que les comprometía a consultarse en caso de que se produjeran «amenazas hostiles» a su seguridad. Aunque ambas partes negaban que esto fuera un convenio antiChina, de hecho reconocían a este país como la fuente más probable de amenazas hostiles.37 Vietnam tiene en gran medida una cultura confuciana, pero a lo largo de la historia ha tenido relaciones muy antagónicas con China y en 1979 libró una breve guerra con ella. Tanto Vietnam como China habían reclamado la soberanía sobre todas las islas Spratly, y sus armadas entablaron combate de vez en cuando en los años setenta y ochenta. En los años noventa, el potencial militar de Vietnam fue decreciendo con relación al de China. Por consiguiente, Vietnam tenía más motivos que cualquier otro Estado del este asiático para buscar socios con el fin de equilibrar a China. Su admisión en la ASEAN y la normalización de sus relaciones con los Estados Unidos en 1995 fueron dos pasos en esta dirección. Sin embargo, las divisiones dentro de la ASEAN y la reticencia de esa asociación a enfrentarse a China hacían muy improbable que la ASEAN se convirtiera en una alianza antiChina o que proporcionara gran apoyo a Vietnam en una confrontación con China. Los Estados Unidos estaban más deseosos de contener a China, pero a mediados de los noventa no estaba claro hasta dónde estaban dispuestos a llegar para cuestionar una afirmación del control chino sobre el mar de la China meridional. Al final, «la alternativa menos mala» para Vietnam podría ser acomodarse a China y aceptar la finlandización, que, aun cuando «heriría el orgullo vietnamita… podría garantizar la supervivencia».38

En los años noventa, prácticamente todas las naciones del este asiático, aparte de China y Corea del Norte, expresaban su apoyo al mantenimiento de la presencia militar de los EE.UU. en la región. En la práctica, sin embargo, salvo Vietnam, tendían a adaptarse a China. Filipinas cerró las principales bases aéreas y navales estadounidenses en su país; en Okinawa creció la oposición a las numerosas fuerzas militares de los EE.UU. allí destinadas. En 1994, Tailandia, Malaisia e Indonesia rechazaron las peticiones estadounidenses para amarrar seis barcos de suministros en sus aguas como una base flotante que facilitaría la intervención militar de los EE.UU. tanto en el sudeste como en el sudoeste asiático. En otra manifestación de deferencia, el Foro Regional de la ASEAN accedió en su primera reunión a las exigencias de China de que los problemas de las islas Spratly no figuraran entre los asuntos a tratar, y la ocupación del arrecife de Mischief, cerca de las costas de Filipinas en 1995 no provocó protestas de ningún otro país de la ASEAN. En 1995-1996, cuando China amenazó verbal y militarmente a Taiwán, los gobiernos asiáticos reaccionaron de nuevo con un silencio ensordecedor. Su propensión a subirse al carro del presunto vencedor la compendió Michael Oksenberg de forma elegante y concisa: «A los líderes asiáticos les preocupa que el equilibrio de poder pueda cambiar a favor de China, pero, en una inquieta anticipación del futuro, no quieren enfrentarse a Pekín ahora» y «no se unirán a los Estados Unidos en una cruzada antiChina».39

El ascenso de China supondrá una amenaza importante para Japón, y los japoneses estarán profundamente divididos en cuanto a qué estrategia debe seguir Japón. ¿Debería intentar adaptarse a China, quizá con algún intercambio, de reconocimiento del dominio político-militar de China a cambio del reconocimiento de la primacía de Japón en asuntos económicos? ¿Debería intentar dar nuevo significado y vigor a la alianza con los EE.UU. como el núcleo de una coalición para equilibrar y contener a China? ¿Debería intentar desarrollar su propio poderío militar para defender sus intereses contra cualquier invasión china? Probablemente, Japón evitará el mayor tiempo posible dar una respuesta tajante a estas preguntas.

El núcleo de cualquier esfuerzo válido para equilibrar y contener a China tendría que ser la alianza militar norteamericano-japonesa. Cabe la posibilidad de que Japón consienta poco a poco en reconducir la alianza a este propósito. El que lo hiciera dependería de que Japón tuviera confianza en: 1) la capacidad global estadounidense para mantenerse como la única superpotencia del mundo y para mantener su liderazgo activo en los asuntos mundiales; 2) el compromiso norteamericano de mantener su presencia en Asia y combatir activamente los esfuerzos de China por extender su influencia; y 3) la capacidad de los Estados Unidos y Japón para contener a China sin altos costes, desde el punto de vista de los recursos, ni grandes riesgos, desde el punto de vista bélico.

A falta de una prueba importante e improbable de resolución y compromiso por parte de los Estados Unidos, es probable que Japón se adapte a China. Salvo en los años treinta y cuarenta, cuando siguió un programa unilateral de conquista en el este de Asia con desastrosas consecuencias, Japón ha buscado a lo largo de la historia la seguridad aliándose con la que le ha parecido en cada momento la potencia dominante. Incluso en los años treinta, al unirse al Eje se estaba alineando con lo que parecía ser entonces la fuerza ideológico-militar más dinámica en la política mundial. Antes, también en este siglo, había entrado de forma absolutamente consciente en la alianza anglojaponesa porque Gran Bretaña era la principal potencia en los asuntos del mundo. Igualmente, en los años cincuenta Japón se asoció con los Estados Unidos por cuanto era el país más poderoso del mundo y el único que podía asegurar la seguridad de Japón. Como los chinos, los japoneses ven la política internacional como jerárquica porque su política interior es jerárquica. Como ha dicho un destacado estudioso japonés:

Cuando los japoneses consideran a su nación dentro de la sociedad internacional, los modelos nacionales japoneses ofrecen analogías a menudo. Los japoneses tienden a ver un orden internacional que da expresión exterior a los modelos culturales que se manifiestan en el interior de la sociedad japonesa, caracterizada por la vigencia de estructuras organizadas verticalmente. Tal imagen del orden internacional ha sido influida por la larga experiencia de Japón en relaciones sinojaponesas premodernas (un sistema tributario).

Por tanto, la conducta aliancista japonesa ha sido «básicamente subirse al carro del vencedor, no buscar el equilibrio», y «el alineamiento con la potencia dominante».40 Los japoneses, coincidía un occidental que residió allí durante mucho tiempo, «son más rápidos que la mayoría en inclinarse ante una fuerza mayor y en cooperar con aquellos a quienes considera superiores morales… y los más rápidos en ofenderse por el abuso de una hegemonía moralmente débil, en retirada». Conforme el papel de los EE.UU. en Asia decrezca y el de China se convierta en más importante, la política japonesa se adaptará de la forma correspondiente. De hecho, ya ha comenzado a hacerlo. La pregunta clave en las relaciones sinojaponesas, ha dicho Kishore Mahbubani, es «¿quién es el número uno?». Y la respuesta se va clarificando. «No habrá declaraciones o acuerdos explícitos, pero fue significativo que el emperador japonés decidiera visitar China en 1992, en un momento en que Pekín estaba aún relativamente aislado internacionalmente.»41

Idealmente, los líderes y el pueblo japoneses preferirían sin duda el régimen de las últimas décadas y permanecer bajo el brazo protector de unos Estados Unidos predominantes. Sin embargo, a medida que la implicación de los EE.UU. en Asia decrezca, las fuerzas que en Japón instan a la «reasiatización» de Japón ganarán en fuerza, y los japoneses llegarán a aceptar como inevitable el renovado dominio de China en la escena del este asiático. En una encuesta realizada en 1994, por ejemplo, en la que se preguntaba qué nación tendría mayor influencia en Asia en el siglo xxi, el 44 % de los japoneses dijo China, el 30 % los Estados Unidos, y sólo el 16 % Japón.42 Japón, como predijo en 1995 un alto funcionario japonés, tendrá la «disciplina» para adaptarse a la ascensión de China. Después preguntó si la tendrían los Estados Unidos. Su afirmación inicial es admisible; la respuesta a su posterior pregunta resulta incierta.

La hegemonía china reducirá la inestabilidad y el conflicto en el este asiático. También reducirá allí la influencia norteamericana y occidental y obligará a los Estados Unidos a aceptar lo que históricamente ha intentado impedir: el dominio de una región clave del mundo por parte de otra potencia. Sin embargo, la medida en que esta hegemonía amenace los intereses de otros países asiáticos o de los Estados Unidos dependerá en parte de lo que suceda en China. El crecimiento económico genera poderío militar e influencia política, pero también puede estimular el desarrollo político y un movimiento hacia una forma de política más abierta, pluralista y posiblemente democrática. Cabe decir que ya ha tenido ese efecto en Corea del Sur y Taiwán. En ambos países, sin embargo, los líderes políticos más activos en presionar en favor de la democracia eran cristianos.

La herencia confuciana de China, con su insistencia en la autoridad, el orden, la jerarquía y la supremacía de la colectividad sobre el individuo, obstaculiza la democratización. Sin embargo, el crecimiento económico está creando en el sur de China niveles de riqueza cada vez mayores, una burguesía dinámica, acumulaciones de poder económico no controladas por la administración y una clase media en rápida expansión. Además, los chinos están profundamente interesados en el mundo exterior desde el punto de vista del comercio, la inversión y la educación. Todo esto crea una base social para un movimiento hacia el pluralismo político.

El requisito previo para la apertura política suele ser la llegada al poder de elementos reformistas dentro del sistema autoritario. ¿Sucederá esto en China? Probablemente no en la primera sucesión después de Deng, pero posiblemente sí en la segunda. El nuevo siglo podría ser testigo de la creación en el sur de China de grupos con objetivos políticos que, de hecho, si no de nombre, serán partidos políticos embrionarios, y que es probable que tengan estrechos vínculos con los chinos de Taiwán, Hong Kong y Singapur, y reciban apoyo de ellos. Si tales movimientos surgieran en el sur de China y una facción reformista tomara el poder en Pekín podría producirse alguna forma de transición política. El resultado no sería una democracia occidental, sino posiblemente un sistema político más abierto y pluralista con el que los Estados Unidos, Japón y otros países podrían convivir más fácilmente que con una dictadura represiva.

Quizá, como indicaba Friedberg, el pasado de Europa sea el futuro de Asia. Sin embargo, es más probable que el pasado de Asia sea su futuro. Para Asia, la elección está entre un poder equilibrado a costa de conflictos, o una paz asegurada al precio de una hegemonía. Las sociedades occidentales podrían decantarse por el conflicto y el equilibrio. La historia, la cultura y la realidad del poder indican claramente que Asia optará por la paz y la hegemonía. La era que comenzó con las intrusiones occidentales entre 1840 y 1850 está tocando a su fin, China está volviendo a asumir su lugar como potencia hegemónica regional, y Oriente está tomando posesión de lo suyo.

El choque de civilizaciones
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