Reacciones ante Occidente y la modernización

La expansión de Occidente ha promovido tanto la modernización como la occidentalización de las sociedades no occidentales. Los líderes políticos e intelectuales de dichas sociedades han reaccionado al impacto de Occidente de una de estas tres maneras, por lo menos: rechazar tanto la modernización como la occidentalización; aceptar ambas; aceptar la primera y rechazar la segunda.35

Rechazo a ultranza. Japón siguió una línea fundamentalmente de rechazo a ultranza desde sus primeros contactos con Occidente en 1542 hasta mediados del siglo xix. Sólo se permitieron formas limitadas de modernización, como la adquisición de armas de fuego, y la importación de cultura occidental, y muy especialmente del cristianismo, estaba sumamente restringida. Los occidentales fueron expulsados en su totalidad a mediados del siglo xvii. Esta actitud de rechazo a ultranza llegó a su fin con la apertura de Japón forzada por el comodoro Perry en 1854 y con los notables esfuerzos por aprender de Occidente que siguieron a la restauración Meiji en 1868. Durante varios siglos, también China intentó impedir cualquier modernización u occidentalización importante. Aunque los emisarios cristianos fueron autorizados a entrar en China en 1601, de hecho fueron expulsados en 1722. A diferencia de Japón, la política de rechazo a ultranza de China hundía en buena medida sus raíces en la imagen que China tenía de sí misma como reino medio, y en su firme creencia en la superioridad de la cultura china sobre la de todos los demás pueblos. El aislamiento chino, como el aislamiento japonés, llegó a su fin debido a las armas occidentales, empleadas contra China por los británicos en la guerra del opio de 1839-1842. Como indican estos ejemplos, durante el siglo xix el poder occidental fue haciendo cada vez más difícil, y al final imposible, que las sociedades no occidentales adoptaran estrategias puramente exclusivistas.

En el siglo xx, los avances en materia de trasportes y comunicaciones y la interdependencia a escala planetaria incrementaron tremendamente los costos de la exclusión. Salvo para poblaciones rurales pequeñas y aisladas, dispuestas a vivir reducidas al plano de la subsistencia, el rechazo total de la modernización y de la occidentalización difícilmente es posible en un mundo que se va haciendo mayoritariamente moderno y muy interconectado. «Sólo los fundamentalistas más radicales», escribe Daniel Pipes con relación al islam, «rechazan la modernización al tiempo que la occidentalización. Tiran los televisores a los ríos, prohíben los relojes de pulsera y rechazan el motor de combustión interna. Sin embargo, la falta de sentido práctico de su programa limita gravemente el atractivo de tales grupos; y en algunos casos -como el Yen Izala de Kano, los asesinos de Sadat, los atacantes de la mezquita de La Meca y algunos grupos dakwah malaisios- sus derrotas en enfrentamientos violentos con las autoridades han provocado su posterior desaparición casi sin dejar rastro.»36 Desaparecer casi sin dejar rastro, a eso se reduce, por lo general, a finales del siglo xx, el destino de las líneas de conducta de puro rechazo a ultranza. Simplemente, el celotismo, por usar el término de Toynbee, no es una opción viable.

Kemalismo. Una segunda reacción posible ante Occidente es el herodianismo de Toynbee, aceptar tanto la modernización como la occidentalización. Esta reacción se basa en los supuestos de que la modernización es deseable y necesaria, de que la cultura autóctona es incompatible con la modernización, de que dicha cultura autóctona se debe abandonar o abolir, y, por último, de que la sociedad debe occidentalizarse completamente a fin de modernizarse con éxito. Modernización y occidentalización se refuerzan mutuamente y tienen que ir juntas. Esta aproximación quedó compendiada en los argumentos de algunos intelectuales japoneses y chinos de finales del siglo xix, según los cuales, para modernizarse, sus sociedades debían abandonar sus lenguas históricas y adoptar el inglés como lengua nacional. No es sorprendente que esta opinión haya sido más popular aún entre los occidentales que entre las elites no occidentales. Su mensaje es: «Para tener éxito, debes ser como nosotros; el nuestro es el único camino». El argumento es que «los valores religiosos, supuestos morales y estructuras sociales de estas sociedades [no occidentales] son, en el mejor de los casos, extraños, y a veces hostiles, a los valores y prácticas del industrialismo». De ahí que el desarrollo económico «requiera una reestructuración radical y destructiva de la vida y de la sociedad y, a menudo, una reinterpretación del significado de la existencia misma tal y como la ha entendido la gente que vive en estas civilizaciones».37 Pipes sostiene lo mismo en referencia explícita al islam:

Para escapar a la anomia, los musulmanes tienen solamente una opción, pues la modernización exige la occidentalización… El islam no ofrece una vía alternativa para modernizarse… El laicismo resulta inevitable. La ciencia y la tecnología modernas requieren la absorción de los procesos mentales que las acompañan; lo mismo pasa con las instituciones políticas. Puesto que el contenido no se ha de emular menos que la forma, para poder aprender de la civilización occidental se debe reconocer su predominio. Las lenguas europeas y las instituciones educativas occidentales son inevitables, aun cuando estimulen el libre pensamiento y la vida relajada. Sólo si los musulmanes aceptan explícitamente el modelo occidental estarán en situación de tecnificarse y de desarrollarse después.58

Sesenta años antes de que se escribieran estas palabras, Mustafá Kemal Ataturk había llegado a conclusiones parecidas, había creado una nueva Turquía a partir de las ruinas del imperio otomano y había impulsado un esfuerzo importante por occidentalizarla y modernizarla. Al tomar este derrotero y rechazar el pasado islámico, Ataturk convirtió Turquía en un «país desgarrado», una sociedad que era musulmana en su religión, herencia, costumbres e instituciones, pero con una elite dirigente determinada a hacerla moderna, occidental e inserta en Occidente. A finales del siglo xx, varios países están siguiendo la opción kemalista e intentan sustituir una identidad no occidental por una occidental. Sus esfuerzos son analizados en el capítulo 6.

Reformismo. El rechazo lleva consigo la tarea imposible de aislar una sociedad del cada vez más pequeño mundo moderno. El kemalismo supone la tarea difícil y traumática de destruir una cultura que ha existido durante siglos y de poner en su lugar una cultura totalmente nueva importada de otra civilización. Una tercera opción es intentar combinar la modernización con la preservación de los valores, prácticas e instituciones fundamentales de la cultura autóctona de la sociedad. Resulta fácil de entender que esta elección haya sido la más popular entre las elites no occidentales. En China, en las últimas etapas de la dinastía Ching, el eslogan era Ti-Yong, «conocimientos chinos para los principios fundamentales, conocimientos occidentales para el uso práctico». En Japón era Wakon, Y ssei, «espíritu japonés, técnica occidental». En Egipto, en los años treinta del siglo xix, Muhammad Ali «intentó una modernización técnica sin una excesiva occidentalización cultural». Este esfuerzo fracasó, sin embargo, cuando los británicos le forzaron a abandonar la mayoría de sus reformas modernizadoras. Como consecuencia de ello, dice Ali Mazrui, «el destino de Egipto no fue un destino japonés de modernización técnica sin occidentalización cultural, ni un destino al estilo Ataturk, de modernización técnica a través de la occidentalización cultural».39 En la última parte del siglo xix, sin embargo, Jamal al-Din al-Afghani, Muhammad 'Abduh y otros reformadores intentaron una nueva reconciliación de islam y modernidad, sosteniendo «la compatibilidad del islam con la ciencia moderna y lo mejor del pensamiento occidental» y proporcionando una «base lógica islámica para aceptar ideas e instituciones modernas, tanto científicas como tecnológicas o políticas (constitucionalismo y gobierno representativo)».40 Era éste un reformismo de criterios amplios, tendente hacia el kemalismo, que aceptaba, no sólo la modernidad, sino también algunas instituciones occidentales. Este tipo de reformismo fue la reacción dominante ante Occidente por parte de las elites musulmanas durante cincuenta años, de los años setenta del siglo xix a los años veinte del presente siglo, momento en que fue cuestionado por la aparición del kemalismo primero y de un reformismo mucho más puro después, en forma de fundamentalismo.

El rechazo a ultranza, el kemalismo y el reformismo se basan en supuestos diferentes respecto a lo que es posible y lo que es deseable. Para el rechazo a ultranza, ni la modernización ni la occidentalización son deseables, y es posible rechazar ambas. Para el kemalismo, tanto la modernización como la occidentalización son deseables, esta última porque es indispensable para alcanzar aquélla, y ambas son posibles. Para el reformismo, la modernización es deseable y posible sin una occidentalización sustancial, que no es de desear. Así, existen conflictos entre el rechazo a ultranza y el kemalismo sobre lo deseable de la modernización y la occidentalización, y entre el kemalismo y el reformismo en cuanto a si la modernización puede darse sin la occidentalización.

La figura 3.1 esquematiza estas tres líneas de actuación. La de rechazo a ultranza permanecería en el punto A; la kemalista avanzaría por la diagonal hasta el punto B; la reformadora se movería horizontalmente hacia el punto C. Pero, ¿por dónde se han movido de hecho las sociedades? Obviamente, cada sociedad no occidental ha seguido su propio camino, que puede ser sustancialmente diferente de estas tres vías prototípicas. Mazrui afirma, incluso, que Egipto y África se han movido hacia el punto D a través de un «penoso proceso de occidentalización cultural sin modernización técnica». En la medida en que las reacciones de las sociedades no occidentales ante Occidente presenten una modalidad general de modernización y occidentalización, parece que se situarían a lo largo de la curva A-E. Al principio, occidentalización y modernización están estrechamente vinculadas: la sociedad no occidental absorbería elementos importantes de la cultura occidental y progresaría lentamente hacia la modernización. A medida que el ritmo de la modernización aumenta, sin embargo, el índice de occidentalización desciende, y la cultura autóctona experimenta un resurgimiento. Después, una ulterior modernización altera el equilibrio de poder en el ámbito de las civilizaciones, entre Occidente y la sociedad no occidental, alienta el poder y la confianza en sí misma de dicha sociedad y fortalece el interés por la cultura autóctona.

Figura 3.1. Respuestas alternativas al impacto de Occidente

En las primeras fases del cambio, la occidentalización promueve, pues, la modernización. En las fases posteriores, la modernización promueve de dos maneras la desoccidentalización y el resurgimiento de la cultura autóctona. En el plano social, la modernización aumenta el poderío económico, militar y político de la sociedad como un todo y anima a la gente de esa sociedad a tener confianza en su cultura y a afirmarse culturalmente. En el plano individual, la modernización genera sentimientos de extrañamiento y anomia, ya que las relaciones sociales y los lazos tradicionales quedan rotos y conducen a crisis de identidad a las que la religión da una respuesta. Este flujo causal se expone de forma simple en la figura 3.2

Figura 3.2 Modernización y resurgimiento cultural.

Este modelo hipotético general es coherente tanto con la teoría de las ciencias sociales como con la experiencia histórica. Examinando detenidamente las pruebas disponibles relativas a «la hipótesis de la invariabilidad», Rainer Baum concluye que «la búsqueda continua, con que el hombre busca una autoridad válida y una válida autonomía personal, se da en formas culturalmente distintas. En estos asuntos no hay convergencia hacia un mundo en el que las distintas culturas se vayan homogeneizando. En vez de eso, parece haber invariabilidad en los modelos que fueron cultivados en formas distintas durante las etapas histórica y moderna inicial de desarrollo».41 La teoría del préstamo, tal y como la elaboraron Frobenius, Spengler y Bozeman, entre otros, subraya la medida en que las civilizaciones receptoras toman selectivamente en préstamo objetos de otras civilizaciones y los adaptan, transforman y asimilan a fin de fortalecer y asegurar la supervivencia de los valores fundamentales o paideuma de su cultura.42 Casi todas las civilizaciones no occidentales del mundo han existido durante al menos un milenio, y en algunos casos durante varios. Poseen un historial sobradamente demostrado de préstamos tomados de otras civilizaciones con el fin de prolongar su propia supervivencia. Los estudiosos coinciden en que la absorción por parte de China del budismo procedente de la India no produjo la «indianización» de China. Los chinos adaptaron el budismo a los propósitos y necesidades chinas. La cultura china siguió siendo china. Hasta hoy, los chinos han frustrado siempre los intensos esfuerzos occidentales por cristianizarlos. Si, en un determinado momento, llegan a importar el cristianismo, es de esperar que éste será absorbido y adaptado de manera que fortalezca la permanente paideuma china. Así mismo, los árabes musulmanes recibieron, valoraron e hicieron uso de su «herencia helénica por razones fundamentalmente prácticas. Aunque estaban muy interesados en tornar prestadas algunas de sus formas externas o aspectos técnicos, sabían cómo hacer caso omiso de todos los elementos del cuerpo del pensamiento griego que entraban en conflicto con "la verdad" tal y como estaba establecida en sus normas y preceptos coránicos fundamentales».43 Japón siguió el mismo modelo. En el siglo vii, Japón importó la cultura china y realizó su «transformación [en una civilización superior] por propia iniciativa, libre de presiones económicas y militares». «Durante los siglos que siguieron, los períodos de relativo aislamiento respecto a las influencias continentales, durante los cuales fueron clasificados los préstamos precedentes y se asimilaron los útiles, alternaron con períodos de renovado contacto y préstamo cultural.»44 A través de todas estas fases, la cultura japonesa siguió siendo inconfundiblemente japonesa.

La forma moderada del argumento kemalista que sostiene que las sociedades no occidentales pueden modernizarse mediante la occidentalización, se sigue sin demostrar. El argumento kemalista extremo que afirma que las sociedades no occidentales deben occidentalizarse a fin de modernizarse no se sostiene como proposición universal. Sin embargo, suscita esta pregunta: ¿hay sociedades no occidentales en las que los obstáculos planteados por la cultura autóctona a la modernización sean tan grandes que la cultura deba ser reemplazada en su mayor parte por la cultura occidental, si se quiere que la modernización se dé? En teoría, esto sería más probable con culturas consumatorias que con culturas instrumentales. Las culturas instrumentales se «caracterizan por un amplio sector de fines intermedios separados e independientes de los fines últimos». Estos sistemas «innovan fácilmente cubriendo con el manto de la tradición el cambio como tal… Tales sistemas pueden innovar sin al parecer alterar de forma sustancial sus instituciones sociales. Más bien, la innovación se pone al servicio de lo inmemorial». Los sistemas consumatorios, en cambio, «se caracterizan por una estrecha relación entre los fines intermedios y los últimos… sociedad, Estado, autoridad y otros semejantes forman parte, todos ellos, de un sistema con fuerte cohesión interna, sostenido de manera compleja, en el cual la religión está generalizada como guía cognitiva. Tales sistemas han sido hostiles a las innovaciones».45 Apter usa estas categorías para analizar el cambio en las tribus africanas. Eisenstadt aplica un análisis paralelo a las grandes civilizaciones asiáticas y llega a una conclusión parecida. La transformación interna es «favorecida enormemente por la autonomía de las instituciones sociales, culturales y políticas».46 Por esta razón, las sociedades japonesa e hindú, más instrumentales, se introdujeron antes y más fácilmente en la modernización que las sociedades confuciana e islámica. Fueron más capaces de importar la tecnología moderna y de usarla para reforzar su cultura ya existente. ¿Significa esto que las sociedades china e islámica deben, bien renunciar a la modernización junto con la occidentalización, bien aceptar ambas? No parece que las opciones sean tan limitadas. Además de Japón, otros países como Singapur, Taiwán, Arabia Saudí y, en menor grado, Irán, se han convertido en sociedades modernas sin hacerse occidentales. Ciertamente, el esfuerzo por parte del sah de seguir una línea kemalista y conseguir ambas cosas generó una intensa reacción antioccidental, pero no antimoderna. China está tomando un derrotero claramente reformista.

Las sociedades islámicas han tenido dificultades con la modernización, y Pipes apoya su afirmación de que la occidentalización es un requisito previo señalando los conflictos entre el islam y la modernidad en cuestiones económicas tales como el interés, el ayuno, las leyes de la herencia y la participación femenina en la fuerza de trabajo. Sin embargo, hasta él cita con aprobación a Maxine Rodinson cuando dice que «no hay nada que demuestre de manera irrefutable que la religión musulmana impidió al mundo musulmán desarrollarse siguiendo la ruta que lleva hasta el capitalismo moderno» y afirma que en la mayoría de los temas, distintos de los económicos,

el islam y la modernización no chocan. Los musulmanes piadosos pueden cultivar las ciencias, trabajar con eficiencia en las fábricas o utilizar armas avanzadas. La modernización no requiere una determinada ideología política ni un conjunto de instituciones preciso: las elecciones, fronteras nacionales, asociaciones cívicas y demás signos distintivos de la vida occidental no son necesarios para el crecimiento económico. Como credo, el islam satisface a consultores en dirección de empresas lo mismo que a campesinos. La shari'a no tiene nada que decir sobre los cambios que acompañan a la modernización, tales como el paso de la agricultura y ganadería a la industria, del campo a la ciudad, o de la estabilidad a la movilidad social; ni afecta a asuntos tales como la educación de las masas, las comunicaciones rápidas, las nuevas formas de transporte o la atención sanitaria.47

Así mismo, ni siquiera los defensores extremos del antioccidentalismo y la revitalización de las culturas autóctonas dudan en usar las modernas técnicas del correo electrónico, las casetes y la televisión para promover su causa.

Modernización, dicho en pocas palabras, no significa necesariamente occidentalización. Las sociedades no occidentales se pueden modernizar y se han modernizado de hecho sin abandonar sus propias culturas y sin adoptar indiscriminadamente valores, instituciones y prácticas occidentales. Esto último, desde luego, puede resultar casi imposible: sean cuales sean los obstáculos que las culturas no occidentales plantean a la modernización, palidecen ante los que plantean a la occidentalización. Como dice Braudel, casi «resultaría infantil» pensar que la modernización o el «triunfo de la civilización en singular» llevaría al final de la pluralidad de las culturas históricas encarnadas durante siglos en las grandes civilizaciones del mundo.48 La modernización, por el contrario, fortalece esas culturas y reduce el poder relativo de Occidente. En muchos aspectos, el mundo se está haciendo más moderno y menos occidental.

El choque de civilizaciones
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