¿Otros mundos?
Mapas y paradigmas. Esta imagen de la política global de la posguerra fría, configurada por factores culturales y que supone interacciones de Estados y grupos procedentes de civilizaciones diferentes, resulta muy simplificada. Omite muchas cosas, distorsiona algunas y oscurece otras. Sin embargo, si queremos reflexionar seriamente sobre el mundo, y actuar eficazmente en él, necesitamos una especie de mapa simplificado de la realidad, una teoría, concepto, modelo o paradigma. Sin tales elaboraciones intelectuales, sólo hay, como dijo William James, «una floreciente confusión de zumbidos». El progreso intelectual y científico, como demostró Thomas Kuhn en su obra clásica La estructura de las revoluciones científicas, consiste en la sustitución de un paradigma, que ha ido perdiendo poco a poco capacidad para explicar hechos nuevos o descubiertos recientemente, por un nuevo paradigma que da cuenta de tales hechos de forma más satisfactoria. «Para ser aceptada como paradigma», escribió Kuhn, «una teoría debe parecer mejor que sus rivales, pero no es preciso que explique, y de hecho nunca lo hace, todos los hechos con los que se puede confrontar.»4 «Encontrar el camino en un territorio desconocido», escribió también acertadamente John Lewis Gaddis, «exige por lo general un mapa de algún tipo. La cartografía, como la cognición misma, es una simplificación necesaria que nos permite ver dónde estamos, y hacia dónde nos dirigimos.» La imagen, propia de la guerra fría, de la rivalidad entre superpotencias fue, como señala este autor, un modelo de este tipo, formulado primeramente por Harry Truman como «un ejercicio de cartografía geopolítica que representaba el panorama internacional en términos que todo el mundo podía entender, preparando con ello el camino a la compleja estrategia de contención que pronto iba a seguir». Las cosmovisiones y las teorías causales son guías indispensables para la política internacional.5
Durante cuarenta años, los estudiosos y practicantes de las relaciones internacionales pensaron y actuaron partiendo de esta imagen sumamente simplificada, pero muy útil, de la situación mundial, el paradigma de la guerra fría. Dicho paradigma no podía dar cuenta de todo lo que acontecía en la política mundial. Había muchas anomalías, por usar el término de Kuhn, y a veces el paradigma cegaba a los investigadores y estadistas ante acontecimientos importantes, tales como la ruptura chino-soviética. Sin embargo, como modelo simple de la política global, daba razón de más fenómenos importantes que ninguna de sus rivales, era un punto de partida esencial para pensar sobre los asuntos internacionales, llegó a ser casi universalmente aceptada y configuró el pensamiento acerca de la política mundial durante dos generaciones.
Los mapas o paradigmas simplificados son indispensables para el pensamiento y la acción humanos. Por un lado, podemos formular explícitamente tales teorías o modelos y usarlos conscientemente para orientar nuestra conducta. Por otro lado, podemos negar la necesidad de tales guías y suponer que sólo actuaremos partiendo de hechos «objetivos» concretos, considerando cada caso «según sus méritos». Pero si creemos tal cosa nos engañamos, pues en lo más recóndito de nuestras mentes se ocultan supuestos, predisposiciones y prejuicios que determinan el modo en que percibimos la realidad, en qué hechos nos fijamos y cómo juzgamos su importancia y valor. Necesitamos modelos explícitos o implícitos a fin de poder:
1. ordenar la realidad y hacer generalizaciones acerca de ella;
2. entender las relaciones causales entre fenómenos;
3. prever y, si tenemos suerte, predecir acontecimientos futuros;
4. distinguir lo que es importante de lo que no lo es; y
5. indicarnos qué pasos debemos dar para lograr nuestros objetivos.
Cada modelo o mapa es una abstracción y será más útil para unos fines que para otros. Un mapa de carreteras nos indica cómo llegar con un coche de A a B, pero no será muy útil si estamos pilotando un avión; en este caso necesitaremos un mapa que destaque los aeródromos, radiofaros, rutas aéreas y la topografía. Pero, sin mapa estaremos perdidos. Cuanto más detallado es un mapa, más exactamente reflejará la realidad. Sin embargo, para muchos propósitos un mapa sumamente detallado no será útil. Si deseamos ir de una gran ciudad a otra por una importante autopista, no necesitamos, y hasta puede resultarnos confuso, un mapa que incluya mucha información no relacionada con el transporte por carretera y en el que las autopistas importantes estén perdidas en una masa compleja de carreteras secundarias. Un mapa, por otra parte, que contuviera sólo una autopista omitiría gran parte de la realidad y limitaría nuestra capacidad para encontrar rutas alternativas si dicha autopista estuviera cortada por un accidente grave. Dicho brevemente, necesitamos un mapa que represente la realidad y al mismo tiempo la simplifique de la forma que mejor se ajuste a nuestros propósitos. Al final de la guerra fría, se propusieron varios mapas o paradigmas de la política mundial.
Un solo mundo: euforia y armonía. Un paradigma profusamente formulado se basaba en la suposición de que el final de la guerra fría significaba el final de todo conflicto importante en la política global y el comienzo de un mundo relativamente armonioso. De este modelo, la formulación más analizada fue la tesis del «final de la historia», propuesta por Francis Fukuyama.* «Puede que estemos asistiendo», sostenía Fukuyama, «…al final de la historia como tal: esto es, al punto final de la evolución ideológica del género humano y a la universalización de la democracia liberal occidental como forma de gobierno humano definitiva.» Desde luego, decía, se pueden dar algunos conflictos en lugares del Tercer Mundo, pero el conflicto a escala planetaria ha terminado, y no sólo en Europa. «Es precisamente en el mundo no europeo» donde han tenido lugar los grandes cambios, particularmente en China y la Unión Soviética. La guerra de ideas ha terminado. Puede que todavía existan adeptos del marxismo-leninismo «en lugares como Managua, Pyongyang y Cambridge, Massachusetts», pero en conjunto la democracia liberal ha triunfado. El futuro no se consagrará a grandes y estimulantes luchas sobre ideas, sino más bien a resolver problemas económicos y técnicos triviales. Y con cierta tristeza concluía: todo será bastante aburrido.6
Las expectativas de armonía eran ampliamente compartidas. Los líderes políticos e intelectuales exponían perspectivas parecidas. El muro de Berlín había caído, los regímenes comunistas se habían derrumbado, las Naciones Unidas iban a asumir una importancia nueva, los antiguos rivales de la guerra fría entraban en una «asociación» y un «gran pacto», el mantenimiento y la construcción de la paz estaban a la orden del día. El presidente del país más importante del mundo proclamó el «nuevo orden mundial»; el rector de la que quizá sea la universidad más importante del mundo vetó el nombramiento de un profesor de estudios sobre seguridad porque su necesidad había desaparecido: «¡Aleluya! Ya no estudiamos la guerra, porque ya no hay guerra».
El momento de euforia al final de la guerra fría produjo un espejismo de armonía que pronto se reveló justamente eso: un espejismo. A principios de los años noventa, el mundo se modificó, pero no se hizo necesariamente más pacífico. El cambio era inevitable; el progreso no. Espejismos de armonía parecidos florecieron, de forma efímera, al final de cada uno de los demás conflictos importantes del siglo xx. La primera guerra mundial fue la «guerra que acabaría con las guerras» y haría un mundo seguro para la democracia. La segunda guerra mundial, como dijo Franklin Roosevelt, «pondría fin al sistema de acción unilateral, las alianzas exclusivas, los equilibrios de poder y todos los demás expedientes a los que se ha recurrido durante siglos… y que siempre han fallado». En vez de eso íbamos a contar con una «organización universal» de «naciones amantes de la paz» y con una «estructura permanente de paz» en ciernes.7 Sin embargo, la primera guerra mundial generó comunismo, fascismo y la inversión de una tendencia, con un siglo de existencia, hacia la democracia. La segunda guerra mundial produjo una guerra fría que fue verdaderamente mundial. El espejismo de armonía producido al final de dicha guerra fría pronto se disipó con la multiplicación de los conflictos étnicos y «la limpieza étnica», el quebrantamiento de la ley y el orden, la aparición de nuevos modelos de alianza y conflicto entre Estados, el resurgimiento de movimientos neocomunistas y neofascistas, la intensificación del fundamentalismo religioso, el final de la «diplomacia de sonrisas» y la «política de síes» en las relaciones de Rusia con Occidente, la incapacidad de las Naciones Unidas y los Estados Unidos para acabar con sangrientos conflictos locales, y el carácter cada vez más reafirmativo de una China en alza. En los cinco años que siguieron a la caída del muro de Berlín, la palabra «genocidio» se escuchó mucho más a menudo que en cinco años cualesquiera de la guerra fría. Resulta claro que el paradigma de un solo mundo armonioso está demasiado alejado de la realidad para ser una guía útil en el mundo de la posguerra fría.
Dos mundos: nosotros y ellos. Mientras que las expectativas de un solo mundo aparecen al final de los grandes conflictos, la tendencia a pensar partiendo de la existencia de dos mundos es recurrente a lo largo de la historia humana. La gente siempre ha sentido la tentación de dividir a las personas en nosotros y ellos, en el grupo propio y los demás, nuestra civilización y esos bárbaros. Los investigadores han analizado el mundo partiendo de los binomios Oriente y Occidente, norte y sur, centro y periferia. Tradicionalmente, los musulmanes han dividido el mundo en Dar al-islam y Dar al-Harb, tierra de paz y tierra de guerra. Al final de la guerra fría esta distinción, aunque con sentido inverso, encontraba eco en los estudiosos estadounidenses, que dividían el mundo en «zonas de paz» y «zonas de desorden». Las primeras incluían Occidente y Japón, con aproximadamente el 15 % de la población mundial; las segundas, el resto del mundo.8
Dependiendo de cómo se definan las partes, una imagen bipartita del mundo puede corresponder en alguna medida a la realidad. La división más común, que aparece con diversas denominaciones, es la establecida entre países ricos (modernos, desarrollados) y países pobres (tradicionales, subdesarrollados o en vías de desarrollo). En correlación histórica con esta división económica está la división cultural entre Occidente y Oriente, donde el énfasis no está tanto en las diferencias de bienestar económico, cuanto en las diferencias de filosofía, valores y forma de vida subyacentes.9 Cada una de estas imágenes refleja algunos elementos de la realidad, pero también tiene limitaciones. Los países ricos y modernos tienen en común características que los diferencian de los países pobres y tradicionales, quienes, a su vez, también comparten ciertas características. Las diferencias de riqueza pueden llevar a conflictos entre sociedades, pero los datos indican que esto sucede principalmente cuando las sociedades ricas y más poderosas intentan conquistar y colonizar sociedades pobres y más tradicionales. Occidente hizo tal cosa durante cuatrocientos años, hasta que algunas de las colonias se rebelaron y emprendieron guerras de liberación contra las potencias coloniales, que posiblemente habían perdido el afán de ser imperio. En el mundo actual, la descolonización ya ha tenido lugar y las guerras coloniales de liberación han sido sustituidas por conflictos entre los pueblos liberados.
En un plano más general, los conflictos entre ricos y pobres son improbables porque, salvo en circunstancias especiales, los países pobres carecen de la unidad política, poder económico y capacidad militar para enfrentarse a los países ricos. En Asia y Latinoamérica, el desarrollo económico está desdibujando la dicotomía simple de adinerados e indigentes. Los Estados ricos pueden mantener guerras comerciales entre sí; los Estados pobres pueden mantener guerras violentas entre sí; pero una guerra internacional de clases entre el sur pobre y el norte rico está casi tan lejos de la realidad como un único mundo armonioso y feliz.
La bifurcación cultural de la división del mundo es menos útil todavía. En cierto sentido, Occidente es una entidad. Sin embargo, ¿qué tienen en común las sociedades no occidentales, aparte del hecho de no ser occidentales? Las civilizaciones japonesa, china, hindú, musulmana y africana comparten poco desde el punto de vista de la religión, la estructura social, las instituciones y los valores predominantes. La unidad de lo que no es Occidente y la dicotomía Oriente-Occidente son mitos creados por Occidente. Dichos mitos tienen los defectos del orientalismo que Edward Said criticaba acertadamente porque promovían «la diferencia entre lo familiar (Europa, el Oeste, "nosotros") y lo extraño (Oriente, el Este, "ellos")» y porque daba por sentada la superioridad intrínseca de lo primero sobre lo segundo.10 Durante la guerra fría, el mundo estaba, en buena medida, polarizado según un aspecto ideológico. Sin embargo, no hay un espectro de posibilidades culturales. La polarización cultural de «Oriente» y «Occidente» es, en parte, una consecuencia más de la práctica universal, pero desafortunada, de llamar a la civilización europea «civilización occidental». En lugar de «Oriente y Occidente», es más apropiado habar de «Occidente y el resto del mundo», lo que al menos implica la existencia de muchos no-Occidentes. Para la mayoría de los propósitos, el mundo es demasiado complejo para que resulte útil considerarlo simplemente dividido económicamente entre norte y sur, o culturalmente entre este y Oeste.
184 Estados, más o menos. Un tercer mapa del mundo posterior a la guerra fría procede de lo que a menudo se llama la teoría «realista» de las relaciones internacionales. Según dicha teoría, los Estados son los actores principales (en realidad los únicos importantes) en los asuntos mundiales, la relación entre Estados es de anarquía y, por tanto, para asegurar su supervivencia y seguridad, los Estados intentan invariablemente maximizar su poder al máximo. Si un Estado ve que otro incrementa su poder y con ello se convierte en una amenaza potencial, intenta proteger su propia seguridad reforzando su poder y/o aliándose con otros Estados. Los intereses y actuaciones de más o menos 184 Estados del mundo de posguerra fría se pueden predecir a partir de estos supuestos.11
Esta imagen «realista» del mundo es un punto de partida sumamente útil para analizar asuntos internacionales y explica gran parte de la conducta de los Estados. Éstos son y seguirán siendo las entidades dominantes en los asuntos mundiales. Mantienen ejércitos, dirigen la diplomacia, negocian tratados, hacen guerras, controlan las organizaciones internacionales, influyen y, en una medida considerable, configuran la producción y el comercio. Los gobiernos de los Estados dan prioridad a garantizar la seguridad exterior de sus Estados (aunque a menudo puedan dar más prioridad a garantizar su seguridad como gobierno frente a amenazas internas). En conjunto, este paradigma estatista proporciona una imagen y una guía más realista de la política global que los paradigmas de uno o dos mundos.
Sin embargo, también tiene serias limitaciones.
Supone que todos los Estados ven sus intereses del mismo modo y actúan de la misma manera. Su simple suposición de que el poder lo es todo constituye un punto de partida para comprender el comportamiento de los Estados, pero no nos lleva muy lejos. Los Estados definen sus intereses en función del poder, pero también en función de muchas otras cosas. Por supuesto, los Estados a menudo intentan contrapesar el poder, pero si eso fuera todo lo que hacen, los países europeos occidentales se habrían coaligado con la Unión Soviética contra los Estados Unidos a finales de los años cuarenta. Los Estados reaccionan principalmente ante las amenazas que perciben, y los Estados europeos occidentales veían entonces una amenaza política, ideológica y militar procedente del Este. Veían sus intereses de un modo que la teoría realista clásica hubiera sido incapaz de predecir. Los valores, la cultura y las instituciones influyen de forma generalizada en el modo en que los Estados definen sus intereses. Dichos intereses, además, quedan configurados, no sólo por sus valores e instituciones nacionales, sino por normas e instituciones internacionales. Por encima y más allá de su inquietud principal por la seguridad, los diferentes tipos de Estado definen sus intereses de maneras diferentes. Los Estados con culturas e instituciones semejantes verán intereses comunes. Los Estados democráticos tienen puntos en común con otros Estados democráticos y, por tanto, no luchan entre sí. Canadá no tiene que aliarse con otra potencia para impedir su invasión por parte de los Estados Unidos.
En un nivel básico, los presupuestos del paradigma estatista han sido válidos a lo largo de la historia. Por eso no nos ayudan a entender el modo en que la política global de la posguerra fría se aparta de la política global seguida durante la guerra fría y antes de ella. Sin embargo, está claro que hay diferencias, y que la forma en que los Estados persiguen sus intereses cambia de un período histórico a otro. En el mundo de la posguerra fría, los Estados definen sus intereses cada vez más desde la perspectiva civilizacional. Cooperan y se alían con Estados de cultura común o semejante y entran más a menudo en conflicto con países de cultura diferente. Los Estados definen las amenazas en función de las intenciones de otros Estados, y dichas intenciones y el modo en que se advierten están profundamente configuradas por consideraciones culturales. Es poco probable que las sociedades y los estadistas vean surgir amenazas de un pueblo al que creen entender y en el que creen poder confiar porque comparte con ellos lengua, religión, valores, instituciones y cultura. Es mucho más probable que vean amenazas procedentes de Estados cuyas sociedades tienen culturas diferentes y a las que, por tanto, ni entienden ni creen dignas de su confianza. Ahora que una Unión Soviética marxista-leninista ya no supone una amenaza para el mundo libre, y los Estados Unidos ya no suponen una amenaza opuesta para el mundo comunista, los países de ambos mundos cada vez ven más las amenazas procedentes de sociedades culturalmente diferentes.
Aunque los Estados siguen siendo los actores básicos de los asuntos mundiales, también sufren pérdidas de soberanía, de funciones y de poder. Actualmente, las instituciones internacionales afirman su derecho a juzgar y a restringir la actuación de los Estados en su propio territorio. En algunos casos, sobre todo en Europa, las instituciones internacionales han asumido importantes funciones anteriormente desempeñadas por los Estados y se han creado poderosas burocracias internacionales cuya actividad afecta directamente a cada uno de los ciudadanos. A escala planetaria ha habido una tendencia favorable a que las administraciones de los Estados pierdan poder también delegándolo en entidades políticas subestatales, regionales, provinciales y locales. En muchos Estados, entre ellos los del mundo desarrollado, existen movimientos regionales que promueven una autonomía importante o la secesión. Las administraciones de los Estados han perdido en buena medida la capacidad de controlar la corriente de dinero que entra y sale de su país y cada vez tienen mayor dificultad en controlar los movimientos de ideas, tecnología, bienes y personas. Las fronteras estatales, dicho brevemente, se han ido haciendo cada vez más permeables. Todos estos hechos han llevado a muchos a ver el final gradual del Estado de perfiles netos, del conocido como «bola de billar», que supuestamente ha sido la norma desde el Tratado de Westfalia de 1648,12 y el nacimiento de un orden internacional variado, complejo, de múltiples estratos, que guarda semejanzas más estrechas con el de la época medieval.
Puro caos. El debilitamiento de los Estados y la aparición de «Estados frustrados» contribuyen a una cuarta imagen de un mundo en situación de anarquía. Este paradigma subraya: la quiebra de la autoridad gubernamental; la desintegración de los Estados; la intensificación de los conflictos tribales, étnicos y religiosos; la aparición de mafias criminales de ámbito internacional; el aumento del número de refugiados en decenas de millones; la proliferación de armas nucleares y de otras armas de destrucción masiva; la difusión del terrorismo; la frecuencia de las masacres y de la limpieza étnica. Esta imagen de un mundo caótico quedaba expresada y sintetizada de forma convincente en los títulos de dos obras penetrantes publicadas en 1993: Out of Control, de Zbigniew Brzezinski, y Pandaemonium, de Daniel Patrick Moynihan.13
Lo mismo que el paradigma de los Estados, el del caos está próximo a la realidad. Ofrece una imagen gráfica y exacta de gran parte de lo que está sucediendo en el mundo y, a diferencia del paradigma de los Estados, destaca los cambios significativos que han tenido lugar en la política global con el final de la guerra fría. A principios de 1993, por ejemplo, se estimaba que en todo el mundo se libraban 48 guerras étnicas, y en la antigua Unión Soviética existían 164 «conflictos y reivindicaciones étnico-territoriales con relación a las fronteras», de los cuales 30 habían supuesto algún tipo de enfrentamiento armado.14 Sin embargo, este paradigma, más aún que el de los Estados, tiene la limitación de estar demasiado pegado a la realidad. El mundo puede ser un caos, pero no carece totalmente de orden. Una imagen de anarquía universal e indiferenciada da pocas pistas para entender el mundo, para ordenar los acontecimientos y evaluar su importancia, para predecir tendencias en la anarquía, para distinguir entre tipos de caos y sus causas y consecuencias posiblemente diferentes, y para elaborar orientaciones para los decisores gubernamentales.