Derechos humanos y democracia
Durante los años setenta y ochenta, más de treinta países pasaron de sistemas políticos autoritarios a otros democráticos. Fueron varias las causas responsables de esta ola de transiciones. El desarrollo económico era indudablemente el principal factor subyacente que generó estos cambios políticos. Pero, además, las directrices y actuaciones de los Estados Unidos y las grandes potencias e instituciones europeas ayudaron a llevar la democracia a España y Portugal, a muchos países latinoamericanos, a Filipinas, a Corea del Sur y a Europa del Este. La democratización tuvo mucho éxito en países donde las influencias cristianas y occidentales eran fuertes. Parecía muy probable que los nuevos regímenes democráticos se estabilizaran en los países del sur y el centro de Europa que eran predominantemente católicos o protestantes y, menos seguro, que sucediera lo mismo en los países latinoamericanos. En el este de Asia, Filipinas, país católico y con fuerte influencia estadounidense, volvió a la democracia en los años ochenta, mientras que líderes cristianos promovían un movimiento hacia la democracia en Corea del Sur y Taiwán. Como se ha señalado anteriormente, en la antigua Unión Soviética las repúblicas bálticas parecen estar estabilizando con éxito la democracia; en las repúblicas ortodoxas, el grado de la democracia varía considerablemente y su estabilidad es incierta; las perspectivas democráticas en las repúblicas musulmanas no son nada prometedoras. Para los años noventa, salvo en Cuba, se habían producido transiciones democráticas en la mayoría de los países, fuera de África, cuyos pueblos eran adeptos al cristianismo occidental o donde existían influencias cristianas importantes.
Estas transiciones y el hundimiento de la Unión Soviética generaron en Occidente, particularmente en los Estados Unidos, la creencia de que estaba en marcha una revolución democrática a escala mundial y de que en un plazo breve de tiempo las ideas occidentales sobre derechos humanos y las formas occidentales de democracia política prevalecerían en todo el mundo. Promover esta difusión de la democracia se convirtió, por tanto, en un objetivo con prioridad absoluta para los occidentales. Esto lo confirmó el gobierno de Bush cuando el secretario de Estado James Baker declaró en abril de 1990 que «Tras la contención viene la democracia» y que, para el mundo de posguerra fría, «el presidente Bush ha determinado que nuestra nueva misión sea la promoción y consolidación de la democracia». En su campaña electoral de 1992, Bill Clinton dijo repetidas veces que la promoción de la democracia sería una prioridad absoluta de un gobierno Clinton, y la democratización fue el único tema de política exterior al que dedicó íntegramente un discurso importante de campaña. Una vez en el cargo, recomendó un incremento de dos tercios en la financiación de la Fundación Nacional para la Democracia; su asesor de seguridad nacional explicitó que el tema central de la política exterior de Clinton era la «extensión de la democracia»; y su secretario de Defensa señaló la promoción de la democracia como una de las cuatro metas básicas e intentó establecer un cargo de nivel superior en su Ministerio para favorecer su consecución. En menor grado y de maneras menos obvias, la promoción de los derechos humanos y la democracia asumió también un papel destacado en las políticas exteriores de los Estados europeos y en los criterios manejados por las instituciones económicas internacionales controladas por Occidente para conceder préstamos y subvenciones a países en vías de desarrollo.
Hasta 1995, los esfuerzos europeos y estadounidenses por alcanzar estas metas habían tenido un éxito limitado. Casi todas las civilizaciones no occidentales se resistían a la presión de Occidente. Entre ellas se encontraban países hinduistas, ortodoxos, africanos y, en alguna medida, incluso latinoamericanos. Sin embargo, la mayor resistencia a los esfuerzos de democratización occidentales procedía del islam y de Asia. Esta resistencia hundía sus raíces en los movimientos más amplios de afirmación cultural encarnados por el Resurgimiento islámico y la afirmación asiática.
Los fracasos de los Estados Unidos con respecto a Asia se debían principalmente a la creciente riqueza económica de los gobiernos asiáticos y a su confianza cada vez mayor en sí mismos. Los publicistas asiáticos recordaban reiteradamente a Occidente que los viejos tiempos de dependencia y subordinación habían pasado y que el Occidente que en los años cuarenta producía la mitad del producto económico mundial, dominaba las Naciones Unidas y había redactado la Declaración Universal de los Derechos Humanos había pasado a la historia. «[L]os esfuerzos por promover los derechos humanos en Asia», afirmaba un representante de Singapur, «deben tener también en cuenta los cambios en la distribución del poder en el mundo de posguerra fría… La influencia occidental sobre el este y el sudeste asiático se ha visto enormemente reducida.»13
Tiene razón. Mientras que el acuerdo entre los Estados Unidos y Corea del Norte en materia nuclear se podría llamar con propiedad una «rendición negociada», la capitulación de los Estados Unidos ante China y otras potencias asiáticas en cuestión de derechos humanos puede considerarse una rendición incondicional. Tras amenazar a China con negarle el trato de nación más favorecida si no se mostraba más favorable en materia de derechos humanos, el gobierno de Clinton vio primero a su secretario de Estado humillado en Pekín, donde no se le ofreció ni siquiera un gesto que salvara las apariencias, para reaccionar después ante esta conducta renunciando a su anterior postura y separando el estatuto de nación más favorecida de las cuestiones sobre derechos humanos. China, a su vez, reaccionó ante esta demostración de debilidad continuando e intensificando la conducta a la que el gobierno de Clinton se oponía. El gobierno cambió de forma semejante su postura en sus tratos con Singapur, acerca del apaleamiento de un ciudadano estadounidense, y con Indonesia, a propósito de su violenta represión en Timor oriental.
La capacidad de los regímenes asiáticos para resistir a las presiones occidentales en materia de derechos humanos se vio reforzada por varios factores. Las empresas estadounidenses y europeas sentían el deseo imperioso de incrementar su comercio y su inversión en estos países que crecían rápidamente, y sometieron a sus gobiernos a una presión intensa para que no rompieran relaciones económicas con ellos. Además, los países asiáticos veían tal presión como una violación de su soberanía y se manifestaban unos en apoyo de otros cuando surgían problemas. Los hombres de negocios de Taiwán, Japón y Hong Kong que invertían en China tenían gran interés en que China mantuviera sus privilegios de nación más favorecida con los Estados Unidos. El gobierno japonés por lo general se distanciaba de las directrices estadounidenses sobre derechos humanos: no dejaremos que «nociones abstractas de derechos humanos» afecten a nuestras relaciones con China, dijo el Primer ministro Kiichi Miyazawa no mucho después de los sucesos de la plaza de Tiananmen. Los países de la ASEAN no estaban dispuestos a ejercer presión alguna sobre Birmania y, de hecho, en su encuentro de 1994 dieron la bienvenida a la Junta militar, mientras que la Unión Europea, como dijo su portavoz, tenía que reconocer que su política «no había tenido mucho éxito» y que tendría que aprobar la postura de la ASEAN ante Birmania. Además, su creciente poder económico permitía a Estados como Malaisia e Indonesia aplicar «restricciones negativas» a países y empresas que les criticaban o que adoptaban cualquier otra conducta que consideraban censurable.14
En conjunto, el creciente poder económico de los países asiáticos les hace cada vez más inmunes a la presión occidental en lo que respecta a derechos humanos y democracia. «Actualmente, el poder económico de China», decía Richard Nixon en 1994, «hace imprudentes los sermoneos de los EE.UU. sobre derechos humanos. Dentro de una década los hará inoperantes. Dentro de dos décadas, ridículos.»15 Sin embargo, para entonces, puede ser que el desarrollo económico chino haga innecesarios los sermones occidentales. El crecimiento económico está fortaleciendo los gobiernos asiáticos en relación a los gobiernos occidentales. A la larga, también fortalecerá a las sociedades asiáticas en relación a los gobiernos asiáticos. Si la democracia llega a otros países asiáticos, llegará porque las cada vez más fuertes burguesías y clases medias asiáticas querrán que llegue.
A diferencia del acuerdo de prórroga indefinida del tratado de no proliferación, los esfuerzos occidentales por promover los derechos humanos y la democracia en los organismos de la ONU por lo general se quedaron en agua de borrajas. Con pocas excepciones, como las que condenaron a Irak, las resoluciones sobre derechos humanos casi siempre fueron rechazadas en las votaciones de la ONU. Aparte de algunos países latinoamericanos, había otros gobiernos reacios a sumarse a los esfuerzos por promover lo que muchos consideraban «el imperialismo de los derechos humanos». En 1990, por ejemplo, Suecia propuso en nombre de veinte naciones occidentales una resolución de condena del régimen militar de Birmania, pero la oposición de los países asiáticos, y de otros, dio al traste con ella. Las resoluciones que condenaban a Irán por violaciones de los derechos humanos también fueron rechazadas en votación, y durante cinco años seguidos de la década de los noventa China fue capaz de movilizar el apoyo asiático para derrotar las resoluciones apadrinadas por Occidente que expresaban preocupación acerca de sus violaciones de los derechos humanos. En 1994, Paquistán presentó una resolución en la comisión de derechos humanos de la ONU que condenaba las violaciones de derechos por parte de la India en Cachemira. Los países amigos de la India se unieron contra dicha resolución, pero también adoptaron esa misma postura dos estrechos amigos de Paquistán, China e Irán, que habían sido blanco de medidas parecidas y persuadieron a Paquistán de que retirara la propuesta. Al no condenar la brutalidad india en Cachemira, decía The Economist, la Comisión de derechos humanos de la ONU «la sancionó con su silencio. También otros países quedan impunes pese a sus asesinatos: Turquía, Indonesia, Colombia y Argelia han escapado a la crítica. Así, la Comisión está amparando a gobiernos que practican la matanza y la tortura, precisamente lo contrario de lo que sus creadores pretendían».16
Las diferencias acerca de los derechos humanos entre Occidente y otras civilizaciones, así como la limitada capacidad de Occidente para alcanzar sus objetivos, se pusieron claramente de manifiesto en la Conferencia Mundial sobre Derechos Humanos de la ONU, celebrada en Viena en junio de 1993. Por un lado estaban los países europeos y norteamericanos; por otro lado había un bloque de unos cincuenta países no occidentales, cuyos quince miembros más activos eran los gobiernos de un país latinoamericano (Cuba), un país budista (Birmania), cuatro países confucianos con ideologías políticas, sistemas económicos y niveles de desarrollo muy diversos (Singapur, Vietnam, Corea del Norte y China) y nueve países musulmanes (Malaisia, Indonesia, Paquistán, Irán, Irak, Siria, Yemen, Sudán y Libia). El liderazgo de este conglomerado asiático-islámico lo ostentaban China, Siria e Irán. Entre estos dos grupos estaban los países latinoamericanos, salvo Cuba, que a menudo apoyaban a Occidente, y países africanos y ortodoxos que a veces apoyaban las posturas occidentales, pero que a menudo se oponían a ellas.
Entre las cuestiones sobre las que los países se dividieron siguiendo criterios de civilización estaban: la universalidad y el relativismo culturales con respecto a los derechos humanos; la relativa prioridad de los derechos económicos y sociales (incluido el derecho al desarrollo) frente a los derechos políticos y civiles; la condicionalidad política respecto de la asistencia económica; la creación en la ONU de un Comisario para los derechos humanos, la medida en que a las organizaciones de derechos humanos no gubernamentales que se reunían simultáneamente en Viena se les debía permitir participar en la conferencia gubernamental; los derechos particulares que debería ratificar la conferencia; y también cuestiones más concretas tales como si al Dalai Lama se le debía permitir dirigirse a la conferencia y si las violaciones de los derechos humanos en Bosnia debían ser condenadas explícitamente.
Sobre estas cuestiones existían grandes diferencias entre los países occidentales y el bloque asiático-islámico. Dos meses antes de la conferencia de Viena, los países asiáticos se reunieron en Bangkok y aprobaron una declaración que insistía en que: los derechos humanos se debían considerar «en el marco… de las particularidades nacionales y regionales y en el contexto de los diversos bagajes históricos, religiosos y culturales»; el control del cumplimiento de los derechos humanos violaba la soberanía estatal; y que condicionar la asistencia económica a la actuación en materia de derechos humanos era contrario al derecho al desarrollo. Las diferencias sobre éstas y otras cuestiones eran tan grandes que casi la totalidad del documento elaborado en la última reunión preparatoria, previa a la conferencia de Viena y celebrada a principios de mayo en Ginebra, estaba entre paréntesis, que indicaban discrepancias por parte de uno o más países.
Las naciones occidentales estaban mal preparadas para Viena, estaban en minoría en la conferencia, y durante sus sesiones hicieron más concesiones que sus oponentes. Como consecuencia de ello, aparte de una enérgica ratificación de los derechos de la mujer, la declaración aprobada por la conferencia fue de mínimos. Era, como decía un partidario de los derechos humanos, un documento «imperfecto y contradictorio», y representaba una victoria para la coalición asiático-islámica y una derrota para Occidente.17 La declaración de Viena no contenía ninguna ratificación explícita de los derechos a la libertad de expresión, de prensa, de reunión y de religión, y de ese modo era en muchos aspectos más débil que la Declaración Universal de los Derechos Humanos que la ONU había adoptado en 1948. Este cambio ponía de manifiesto la decadencia del poder de Occidente. «El régimen internacional de derechos humanos de 1945», comentaba un luchador estadounidense de los derechos humanos, «ya no existe. La hegemonía estadounidense se ha desgastado. Europa, aun con los acontecimientos de 1992, es poco más que una península. El mundo es ahora tan árabe, asiático y africano como occidental. Hoy la Declaración Universal de los Derechos Humanos y los Pactos Internacionales son menos relevantes para gran parte del planeta que durante la era inmediatamente posterior a la segunda guerra mundial.» Un crítico asiático de Occidente tenía opiniones parecidas: «Por primera vez desde que la Declaración Universal fue adoptada en 1948, están en primer plano países no impregnados completamente de las tradiciones judeo-cristianas y de derecho natural. Esa situación sin precedentes definirá la nueva política internacional de derechos humanos. También multiplicará las ocasiones de conflicto».18
«El gran vencedor» en Viena, comentó otro observador, «fue sin duda alguna China, al menos si el éxito se mide por la capacidad de mandar a otros que se quiten de en medio. Pekín se mantuvo victorioso durante todo el encuentro simplemente lanzando su peso aquí y allá.»19 Superado en votos y tácticamente en Viena, Occidente fue capaz, pese a todo, de anotarse pocos meses después una victoria no insignificante contra China. Lograr para Pekín los juegos olímpicos de verano del año 2000 era un importante objetivo del gobierno chino, que invirtió enorme cantidad de recursos para intentar conseguirlo. En China se hizo muchísima publicidad acerca de la tentativa olímpica, y las expectativas públicas eran altas; el gobierno trató de influir en otros gobiernos para que presionaran a sus comités olímpicos; Taiwán y Hong Kong se le unieron en la campaña. Por otro lado, el Congreso de los Estados Unidos, el Parlamento Europeo y las organizaciones de derechos humanos se oponían enérgicamente a la candidatura de Pekín. Aunque la votación en el Comité Internacional Olímpico es secreta, siguió claramente criterios civilizatorios. En la primera votación, según se dice con amplio apoyo africano, Pekín estaba en primer lugar, y Sydney en el segundo. En posteriores votaciones, cuando Estambul quedó eliminada, la conexión confuciano-islámica concentró sus votos mayoritariamente en Pekín; cuando fueron eliminados Berlín y Manchester, sus votos pasaron mayoritariamente a Sydney, dándole la victoria en la cuarta votación e infligiendo una humillante derrota a China, derrota de la que culpó directamente a los Estados Unidos.* «Estadounidenses y británicos», comentó Lee Kuan Yew, «consiguieron bajarle los humos a China… La razón aparente eran "los derechos humanos". La verdadera razón era política, demostrar la fuerza política occidental.»20 Indudablemente, en el mundo hay muchas más personas interesadas en los deportes que en los derechos humanos, pero, dadas las derrotas en materia de derechos humanos que Occidente sufrió en Viena y en otros lugares, esta aislada demostración de «fuerza» occidental fue también un recordatorio de la debilidad occidental.
No sólo disminuye la fuerza de Occidente, sino que la paradoja de la democracia debilita también la voluntad occidental de fomentar la democracia en el mundo de la posguerra fría. Durante la guerra fría Occidente, y especialmente los Estados Unidos, tuvieron que afrontar el problema del «tirano aliado»; los dilemas de cooperar con juntas militares y dictadores que eran anticomunistas y, por tanto, aliados útiles en la guerra fría. Tal cooperación produjo malestar y, a veces, dificultades, cuando estos regímenes se vieron envueltos en indignantes violaciones de los derechos humanos. Sin embargo, la cooperación se podía justificar como un mal menor: normalmente, estos gobiernos eran aparentemente menos represivos que los regímenes comunistas, y se podía prever que su existencia sería menos perdurable, así como más sensible a las influencias externas, básicamente a las de los Estados Unidos. ¿Por qué no trabajar con un tirano menos brutal y aliado, si la alternativa era otro tirano más brutal y enemigo? En el mundo de la posguerra fría la opción era más difícil, pues había que elegir entre un tirano aliado y una democracia hostil. El fácil supuesto occidental según el cual los gobiernos elegidos democráticamente tendrán una actitud de cooperación y serán prooccidentales no es necesariamente cierto cuando se trata de sociedades no occidentales en las que la contienda electoral puede llevar al poder a nacionalistas y fundamentalistas antioccidentales. Occidente se sintió aliviado cuando, en 1992, los militares argelinos intervinieron y anularon las elecciones que, claramente, iban a ganar los fundamentalistas del FIS. Los gobiernos occidentales también se sintieron más tranquilos cuando el fundamentalista Partido del Bienestar turco y el nacionalista BJP de la India quedaron excluidos del poder tras ganar las elecciones en 1995 y 1996. Por otra parte, Irán, dentro del contexto de su revolución, tiene, en algunos aspectos, uno de los regímenes más democráticos del mundo islámico, y si se celebrasen elecciones realmente competitivas en muchos países árabes, incluyendo Arabia Saudí y Egipto, es harto probable que los gobiernos derivados de ellas fuesen bastante menos considerados con los intereses occidentales que sus menos democráticos antecesores. Un gobierno elegido por votación popular en China bien podría ser altamente nacionalista. A medida que los dirigentes occidentales se dan cuenta de que los procesos democráticos en las sociedades no occidentales producen, a menudo, gobiernos hostiles a Occidente, intentan influir en las elecciones, por una parte, y también pierden su entusiasmo a la hora de fomentar la democracia en esas sociedades.