Guerras de Transición: Afganistán y el Golfo
La première guerre civilisationnelle, así calificó a la guerra del Golfo, mientras se estaba librando, el distinguido estudioso marroquí Mahdi El-mandira.1 En realidad era la segunda. La primera fue la guerra soviético-afgana de 1979-1989. Ambas guerras comenzaron como simples invasiones de un país por otro, pero se transformaron y en gran parte se redefinieron como guerras de civilizaciones. En efecto, eran guerras de transición a una era dominada por el conflicto étnico y las guerras de línea de fractura entre grupos de diferentes civilizaciones.
La guerra afgana comenzó como un esfuerzo por parte de la Unión Soviética por sostener un régimen satélite. Se convirtió en una guerra de la guerra fría cuando los Estados Unidos reaccionaron enérgicamente y organizaron, financiaron y equiparon a los insurgentes afganos que resistían a las fuerzas soviéticas. Para los estadounidenses, la derrota soviética supuso la justificación de la doctrina de Reagan de promover la resistencia armada a los regímenes comunistas y una alentadora humillación de los soviéticos comparable a la que los Estados Unidos habían sufrido en Vietnam. Fue además una derrota cuyas ramificaciones se extendieron por toda la sociedad soviética y el establishment político, contribuyendo de forma importante a la desintegración del imperio soviético. Para los estadounidenses y los occidentales en general, Afganistán fue la victoria decisiva y final, el Waterloo de la guerra fría.
Sin embargo, para quienes combatían a los soviéticos, la guerra afgana fue algo más. Fue «la primera resistencia con éxito a una potencia extranjera», decía un estudioso occidental,2 «que no se basaba en principios nacionalistas o socialistas», sino más bien en principios islámicos, que fue librada como una yihad y que dio un tremendo impulso a la confianza y poder islámicos. Su repercusión en el mundo islámico fue, en efecto, semejante a la que la derrota rusa en 1905 a manos de los japoneses tuvo en el mundo oriental. Lo que Occidente ve como una victoria para el mundo libre, los musulmanes lo ven como una victoria para el islam.
Los dólares y los misiles estadounidenses fueron indispensables para la derrota de los soviéticos. Sin embargo, también fue indispensable el esfuerzo colectivo del islam, en el cual una amplia variedad de gobiernos y grupos competían entre sí en el intento de derrotar a los soviéticos y conseguir una victoria que sirviera a sus intereses. El apoyo financiero musulmán para la guerra proceda principalmente de Arabia Saudí. Entre 1984 y 1986, los saudíes entregaron 525 millones de dólares a la resistencia; en 1989 acordaron proporcionar el 61 % de un total de 715 millones de dólares, o sea, 436 millones de dólares; el resto lo pusieron los Estados Unidos. En 1993 proporcionaron 193 millones de dólares al gobierno afgano. La cantidad total que aportaron mientras duró la guerra igualó, por lo menos, los entre 3.000 y 3.300 millones de dólares gastados por los Estados Unidos, y probablemente los superó. Durante la contienda, unos 25.000 voluntarios de otros países islámicos, principalmente árabes, participaron en la guerra. Reclutados en su mayor parte en Jordania, estos voluntarios fueron entrenados por la dirección general de Inteligencia Inter-Servicio de Paquistán. Además, Paquistán proporcionó la indispensable base exterior para la resistencia, así como apoyo logístico y de otros tipos. Paquistán fue también quien gestionó y distribuyó el desembolso de dinero estadounidense, y con toda intención asignó el 75 % de estos fondos a los grupos islamistas más fundamentalistas; el 50 % del total fue a parar a la facción fundamentalista sunnita más extremista dirigida por Gulbuddin Hekmatyar. Aunque combatían a los soviéticos, los árabes que luchaban en esta guerra eran mayoritariamente antioccidentales y condenaban a los organismos de ayuda humanitaria occidentales como inmorales y subversores del islam. Al final, los soviéticos fueron derrotados por tres factores que no pudieron igualar o contrarrestar eficazmente: la tecnología estadounidense, el dinero saudí y la demografía y celo musulmanes.3
La guerra dejó tras de sí una coalición inestable de organizaciones islamistas resueltas a promover el islam contra todas las fuerzas no musulmanas. También dejó un legado de combatientes expertos y experimentados, campamentos, campos de entrenamiento e instalaciones logísticas, complejas redes de relaciones personales y organizativas extendidas por todo el mundo islámico, una importante cantidad de material militar, por ejemplo de 300 a 500 misiles Stinger cuya suerte se ignora, y, lo que era más importante, una sensación embriagadora de poder y confianza en sí mismos por lo que se había conseguido y un deseo impetuoso de avanzar hacia otras victorias. Las «credenciales de la yihad, religiosas y políticas», de los voluntarios afganos, decía un funcionario estadounidense en 1994, «son impecables. Han derrotado a una de las dos superpotencias del mundo y ahora están trabajando en la segunda».4
La guerra afgana se convirtió en una guerra de civilizaciones porque los musulmanes de todas partes la veían como tal y se unieron contra la Unión Soviética. La guerra del Golfo se convirtió en una guerra de civilizaciones porque Occidente intervino militarmente en un conflicto musulmán, los occidentales apoyaron mayoritariamente tal intervención, y los musulmanes de todo el mundo llegaron a ver dicha intervención como una guerra contra ellos y se unieron contra lo que consideraban un ejemplo más de imperialismo occidental.
Al principio, los gobiernos árabes y musulmanes estaban divididos sobre la guerra. Saddam Hussein quebrantó la inviolabilidad de las fronteras, y en agosto de 1990 la Liga Árabe votó por amplia mayoría (catorce a favor y dos en contra; cinco países se abstuvieron o no votaron) condenar su acción. Egipto y Siria acordaron aportar contingentes importantes de soldados a la coalición antiIrak organizada por los Estados Unidos, y Paquistán, Marruecos y Bangladesh también lo hicieron, en menor número. Turquía cerró el oleoducto que cruza su territorio desde Irak al Mediterráneo y permitió a la coalición usar sus bases aéreas. A cambio de estas medidas, Turquía reforzó su pretensión de conseguir entrar en Europa; Paquistán y Marruecos reafirmaron su estrecha relación con Arabia Saudí; Egipto consiguió que se le cancelara su deuda; y Siria consiguió el Líbano. En cambio, los gobiernos de Irán, Jordania, Libia, Mauritania, Yemen, Sudán y Túnez, lo mismo que organizaciones como la OLP, Hamas y el FIS, pese al apoyo financiero que muchos habían recibido de Arabia Saudí, apoyaron a Irak y condenaron la intervención occidental. Otros gobiernos musulmanes, como el de Indonesia, adoptaron posturas de compromiso o intentaron evitar la toma de partido.
Aunque los gobiernos musulmanes estuvieron divididos al principio, la opinión de árabes y musulmanes fue desde el primer momento mayoritariamente antioccidental. El «mundo árabe», informaba un observador estadounidense tras visitar Yemen, Siria, Egipto, Jordania y Arabia Saudí tres semanas después de la invasión de Kuwait, «está… lleno de resentimiento contra los EE.UU., apenas puede contener su júbilo ante la perspectiva de un líder musulmán lo bastante valiente para desafiar a la mayor potencia de la tierra».5 Millones de musulmanes desde Marruecos a China se solidarizaron con Saddam Hussein y «lo aclamaron como un héroe musulmán».6 La paradoja de la democracia fue «la gran paradoja de este conflicto»: el apoyo a Saddam Hussein fue más «ferviente y generalizado» en aquellos países árabes donde la política era más abierta y la libertad de expresión estaba menos restringida.7 En Marruecos, Paquistán, Jordania, Indonesia y otros países, manifestaciones masivas vituperaban a Occidente y a líderes políticos como el rey Hassan, Benazir Bhutto y Suharto, que eran vistos como lacayos de Occidente. La oposición a la coalición se hizo patente incluso en Siria, donde «un amplio abanico de ciudadanos se oponía a la presencia de fuerzas extranjeras en el Golfo», y Hafiz al-Assad tuvo que justificar su envío de tropas como algo necesario para equilibrar, y finalmente reemplazar, a las fuerzas aliadas. El 75 % de los 100 millones de musulmanes indios culpaban de la guerra a los Estados Unidos, y los 171 millones de musulmanes de Indonesia estaban «casi en su totalidad» contra la acción militar estadounidense en el Golfo. Los intelectuales árabes se alinearon de manera parecida y formularon intrincados análisis para pasar por alto la brutalidad de Saddam y denunciar la intervención occidental.8
En general, los árabes y otros musulmanes estaban de acuerdo en que Saddam Hussein podría ser un tirano sanguinario, pero, como sostuvo el pensamiento de Franklin Delano Roosevelt, «es nuestro tirano sanguinario». En su opinión, la invasión era un asunto de familia que se debía zanjar dentro de la familia, y quienes intervenían en nombre de una grandiosa teoría de justicia internacional lo hacían para proteger sus propios intereses egoístas y mantener la subordinación árabe a Occidente. Los intelectuales árabes, decía un estudio, «desprecian el régimen iraquí y deploran su brutalidad y autoritarismo, pero consideran que constituye un centro de resistencia al gran enemigo del mundo árabe, Occidente». «Definen el mundo árabe en oposición a Occidente.» «Lo que ha hecho Saddam está mal», decía un profesor universitario palestino, pero no podemos condenar a Irak por resistir a una intervención militar occidental.» Los musulmanes afincados en Occidente y en otros lugares condenaron la presencia de tropas no musulmanas en Arabia Saudí y la consiguiente «profanación» de los lugares santos musulmanes.9 La opinión predominante, dicha en pocas palabras, era: Saddam hizo mal en invadir, Occidente hizo peor en intervenir, luego Saddam hace bien en combatir a Occidente, y nosotros hacemos bien en apoyarle.
Saddam Hussein, como los principales contendientes en otras guerras de línea de fractura, identificó su régimen anteriormente laico con la causa que podía tener mayor atractivo: el islam. Dada la distribución en forma de U de las identidades en el mundo musulmán, a Saddam apenas le quedaba otra alternativa que identificarse con el islam. Esta elección del islam por encima del nacionalismo árabe o de un vago antioccidentalismo del Tercer Mundo, decía un comentarista egipcio, «da testimonio del valor del islam como ideología política para movilizar apoyo».10 Aunque Arabia Saudí es más estrictamente musulmana en sus prácticas e instituciones que los demás Estados musulmanes, salvo posiblemente Irán y Sudán, y aunque había financiado grupos islamistas por todo el mundo, ningún movimiento islamista de ningún país apoyó la coalición occidental contra Irak, y prácticamente todos condenaron la intervención occidental.
Así, para los musulmanes, la guerra se convirtió rápidamente en una guerra entre civilizaciones; en la que la inviolabilidad del islam estaba en juego. Grupos fundamentalistas de Egipto, Siria, Jordania, Paquistán, Malaisia, Afganistán, Sudán y de otros lugares la condenaron como una guerra contra «el islam y su civilización» por parte de una alianza de «cruzados y sionistas», y proclamaron su respaldo a Irak ante «la agresión militar y económica contra su pueblo». En el otoño de 1990, el decano de la Universidad Islámica de La Meca, Safar al-Hawali, declaraba en una grabación que se difundió ampliamente en Arabia Saudí, que la guerra «no es el mundo contra Irak. Es Occidente contra el Islam». En términos parecidos, el rey Hussein de Jordania afirmaba que era «una guerra contra todos los árabes y todos los musulmanes, y no contra Irak sólo». Además, como señala Fatima Mernissi, las frecuentes invocaciones retóricas de Dios hechas por el presidente Bush en nombre de los Estados Unidos reforzaban la impresión árabe de que era «una guerra religiosa», y las observaciones de Bush apestaban «a los ataques calculadores y mercenarios de las hordas preislámicas del siglo vii y las posteriores cruzadas cristianas». Los argumentos de que la guerra era una cruzada fruto de una conspiración occidental y sionista justificaban a su vez, e incluso exigían, la movilización de una yihad como respuesta.11
La definición musulmana de la guerra, Occidente contra el islam, facilitó la reducción o suspensión de los antagonismos dentro del mundo musulmán. La viejas diferencias entre los musulmanes menguaban en importancia comparadas con la diferencia decisiva entre el islam y Occidente. En el curso de la guerra, los gobiernos y grupos musulmanes se fueron distanciando continuamente de Occidente. Como su predecesora afgana, la guerra del Golfo unió a los musulmanes que anteriormente habían andado a la greña unos con otros: árabes laicistas, nacionalistas y fundamentalistas; el gobierno jordano y los palestinos; la OLP y Hamas; Irán e Irak; los partidos de oposición y los gobiernos en general. «Esos baasitas de Irak», como decía Safar Al-Hawali, «son nuestros enemigos durante unas pocas horas, pero Roma es nuestro enemigo hasta el día del juicio.»12 La guerra puso también en marcha el proceso de reconciliación entre Irak e Irán. Los líderes religiosos chiítas de Irán condenaron la intervención occidental y llamaron a una yihad contra Occidente. El gobierno iraní se distanció de las medidas dirigidas contra su antiguo enemigo, y a la guerra siguió un mejoramiento gradual de las relaciones entre los dos regímenes.
Además, un enemigo externo reduce el conflicto dentro de un país. En enero de 1991, por ejemplo, se informaba de que Paquistán estaba «inmerso en una polémica antioccidental» que reconcilió al país, al menos por un tiempo breve. «Paquistán nunca ha estado tan unido. En la provincia sureña de Sind, donde los sindhis nativos y los inmigrantes de la India se han estado matando unos a otros durante cinco años, gente de ambos bandos se manifiesta contra los estadounidenses codo con codo. En la regiones tribales ultraconservadoras de la frontera noroeste, hasta las mujeres están fuera en las calles protestando, a menudo en lugares donde la gente nunca se ha reunido para nada salvo las oraciones del viernes.»13
A medida que la opinión pública se iba haciendo más inflexible contra la guerra, los gobiernos que inicialmente se habían asociado con la coalición se echaron atrás, se dividieron o elaboraron complejas justificaciones para sus actuaciones. Los gobiernos que aportaron tropas sostenían que éstas eran necesarias para equilibrar y al final reemplazar a las fuerzas occidentales en Arabia Saudí y que, en cualquier caso, se usarían únicamente con fines defensivos y para la protección de los lugares santos. En Turquía y Paquistán, altos jefes militares condenaban públicamente el alineamiento de sus gobiernos con la coalición. Los gobiernos egipcio y sirio, que aportaron la mayoría de las tropas, tenían control suficiente de sus sociedades para poder suprimir e ignorar la presión antioccidental. Los gobiernos de países musulmanes algo más abiertos se vieron inducidos a separarse de Occidente y a adoptar posturas cada vez más antioccidentales. En el Magreb, «la explosión de apoyo a Irak» fue «una de las mayores sorpresas de la guerra». La opinión pública tunecina era intensamente antioccidental, y el presidente Ben Ali se apresuró a condenar la intervención occidental. El gobierno de Marruecos al principio aportó 1.500 soldados a la coalición, pero después, cuando se movilizaron grupos antioccidentales, también apoyó una huelga general en favor de Irak. En Argelia, una manifestación proiraquí de 400.000 personas movió al presidente Bendjedid, que inicialmente se inclinaba hacia Occidente, a cambiar su postura, condenar a Occidente y declarar que «Argelia estará al lado de su hermano Irak».14 En agosto de 1990, los tres gobiernos magrebíes habían votado en la Liga Árabe a favor de condenar a Irak. En otoño, reaccionando ante los intensos sentimientos de su pueblo, votaron a favor de una moción para que se condenara la intervención estadounidense, moción que fue desestimada por un estrecho margen, diez votos contra once.
El esfuerzo militar occidental tampoco contó con mucho apoyo de las personas de civilizaciones que no eran ni islámicas ni occidentales. En enero de 1991, el 53 % de los japoneses manifestaban en una encuesta que eran contrarios a la guerra, mientras que el 25 % la apoyaba. Los hindúes andaban igualmente divididos a la hora de culpar de la guerra a Saddam Hussein y a George Bush; una guerra que, advertía The Times of India, podía conducir a «una confrontación mucho más generalizada entre un mundo judeo-cristiano fuerte y arrogante y un mundo musulmán débil inflamado de celo religioso». Así, la guerra del Golfo empezó como una guerra entre Irak y Kuwait, pasó después a ser una guerra entre Irak y Occidente, después entre el islam y Occidente y, al final, fue considerada por muchos no occidentales como una guerra de Oriente contra Occidente, «una guerra del hombre blanco, un nuevo estallido de imperialismo anticuado».15
Aparte de los kuwaitíes, ningún otro pueblo islámico fue entusiasta de la guerra, y la mayoría se opuso de forma contundente a la intervención occidental. Cuando la guerra terminó, los desfiles de la victoria celebrados en Londres y Nueva York no se repitieron en ningún otro lugar. La «conclusión de la guerra», dijo Sohail H. Hashmi, «no brindaba razones para el regocijo» entre los árabes. Al contrario, el ambiente predominante era de intensa decepción, consternación, humillación y resentimiento. Una vez más, Occidente había ganado. Una vez más, el último Saladino que había suscitado las esperanzas árabes había caído derrotado ante el impresionante poder occidental que se había entrometido a la fuerza en la comunidad del islam. «¿Qué les podría haber ocurrido a los árabes», preguntaba Fatima Mernissi, «peor que lo que la guerra produjo: Occidente entero con toda su tecnología arrojándonos bombas? Fue el horror definitivo.»16
Tras la guerra, la opinión árabe fuera de Kuwait se fue haciendo cada vez más crítica respecto a la presencia militar de los EE.UU. en el Golfo. La liberación de Kuwait eliminó cualquier base lógica para oponerse a Saddam Hussein y dejó pocas razones sólidas para una presencia militar continuada de los estadounidenses en el Golfo. De ahí que, incluso en países como Egipto, la opinión pública se hiciera cada vez más favorable a Irak. Los gobiernos árabes que se habían unido a la coalición cambiaron de postura.17 Egipto y Siria, lo mismo que los demás, se opusieron al establecimiento de una zona prohibida a los aviones en el sur de Irak en agosto de 1992. Los gobiernos árabes más Turquía también se opusieron a los ataques aéreos contra Irak en enero de 1993. Si el poderío aéreo occidental se podía usar en respuesta a los ataques contra kurdos y chiítas musulmanes por parte de musulmanes sunnitas, ¿por qué no se usaba también para responder a los ataques contra los musulmanes bosnios por parte de los serbios ortodoxos? En junio de 1993, cuando el presidente Clinton ordenó un bombardeo de Bagdad en represalia por el intento iraquí de asesinar al ex presidente Bush, la reacción internacional siguió estrictamente los cauces de las civilizaciones. Israel y los gobiernos europeos occidentales apoyaron enérgicamente el ataque; Rusia lo aceptó como un acto de defensa propia «justificada»; China expresó «una profunda inquietud»; Arabia Saudí y los emiratos del Golfo no dijeron nada; otros gobiernos musulmanes, entre ellos el de Egipto, lo condenaron como otro ejemplo de los criterios dobles occidentales, e Irán lo denominó «agresión flagrante» impulsada por el «neoexpansionismo y egotismo» norteamericano.18 La pregunta siguiente se planteó reiteradamente: ¿por qué los Estados Unidos y la «comunidad internacional» (que es Occidente) no reaccionan de manera parecida ante la escandalosa conducta de Israel y sus violaciones de las resoluciones de la ONU?
La guerra del Golfo fue la primera guerra de recursos intercivilizatoria de la posguerra fría. Lo que estaba en juego era si el grueso de las mayores reservas petrolíferas del mundo sería controlado por los gobiernos de Arabia Saudí y de los emiratos, dependientes del poderío militar occidental para su seguridad, o por regímenes antioccidentales independientes, que podrían y estarían dispuestos a usar el arma del petróleo contra Occidente. Occidente no consiguió derrocar a Saddam Hussein, pero se anotó en cierto modo una victoria al poner de manifiesto la dependencia respecto a Occidente de los Estados del Golfo en materia de seguridad y al conseguir una mayor presencia militar en el Golfo en tiempo de paz. Antes de la guerra, Irán, Irak, el Consejo de Cooperación del Golfo y los Estados Unidos pugnaban para asegurar su influencia sobre el Golfo. Tras la guerra, el Golfo Pérsico era un lago estadounidense.