La estructura de las civilizaciones
En la guerra fría, los países se relacionaban con las dos superpotencias como aliados, satélites, clientes, neutrales, no alineados. En el mundo de posguerra fría, los países se relacionan con las civilizaciones como Estados miembro, Estados centrales, países aislados, países escindidos, países desgarrados. Como las tribus y las naciones, las civilizaciones tienen estructuras políticas. Un Estado miembro es un país plenamente identificado desde el punto de vista cultural con una civilización, como le sucede a Egipto con la civilización árabe islámica, y a Italia con la civilización europeaoccidental. Una civilización puede incluir también a gente que participa de su cultura o se identifica con ella, pero que vive en Estados dominados por miembros de otra civilización. Normalmente, las civilizaciones tienen uno o más lugares considerados por sus miembros como la principal fuente (o fuentes) de la cultura de la civilización. Dichas fuentes a menudo se sitúan dentro del Estado (o Estados) central(es) de la civilización, esto es, su Estado o Estados más poderosos y culturalmente más fundamentales.
El número y papel de los Estados centrales varía de una civilización a otra y puede cambiar con el tiempo. La civilización japonesa coincide prácticamente con el único Estado central japonés. Las civilizaciones sínica, ortodoxa e hindú tienen cada una de ellas un Estado central abrumadoramente dominante, otros Estados miembros y gente asociada a su civilización en Estados dominados por gente de una civilización diferente (chinos en el extranjero, rusos del «extranjero próximo», tamiles de Sri Lanka). A lo largo de la historia, Occidente ha tenido normalmente varios Estados centrales; ahora cuenta con dos: los Estados Unidos y, en Europa, el núcleo franco-alemán, con Gran Bretaña como centro adicional de poder a la deriva entre ambos. El islam, Latinoamérica y África carecen de Estados centrales. Esto se debe en parte al imperialismo de las potencias occidentales, que se repartieron África, Oriente Próximo y Medio y, en siglos anteriores y de forma menos decisiva, Latinoamérica.
La ausencia de un Estado central islámico plantea problemas importantes, tanto a las sociedades musulmanas, como a las no musulmanas; se analizan en el capítulo 5. Con respecto a Latinoamérica, cabía la posibilidad de que España se convirtiera en el Estado central de una civilización hispanohablante o incluso ibérica, pero sus líderes eligieron conscientemente convertirse en Estado miembro de la civilización europea, aunque manteniendo al mismo tiempo los lazos culturales con sus antiguas colonias. El tamaño, recursos, población, potencial militar y económico de Brasil lo cualificaban para ser el líder de Latinoamérica, y cabe pensar que pueda llegar a serlo. Sin embargo, Brasil es a Latinoamérica lo que Irán es al islam. Aunque por lo demás está perfectamente cualificado para ser Estado núcleo, las diferencias en el plano de subcivilización (religiosas, en el caso de Irán; lingüísticas, en el de Brasil) hacen difícil que pueda asumir ese papel. Así, Latinoamérica tiene varios Estados, Brasil, México, Venezuela y Argentina, que cooperan en el liderazgo y compiten por él. La situación latinoamericana se complica, además, por el hecho de que México ha intentado redefinirse, dejando su identidad latinoamericana por otra norteamericana, y Chile y otros Estados podrían seguirle. Al final, la civilización latinoamericana podría fundirse en una civilización occidental con tres puntas, de la que se convertiría en subvariante.
La capacidad de cualquier Estado central potencial de ejercer su liderazgo a África queda limitada por la división de este continente entre países de habla francesa y de habla inglesa. Durante un tiempo, Costa de Marfil fue el Estado central del África francohablante. Sin embargo, en una medida considerable, el Estado central del África francesa ha sido Francia, que tras la independencia mantuvo íntimas conexiones económicas, militares y políticas con sus antiguas colonias. Los dos países africanos más cualificados para convertirse en Estados centrales son ambos anglohablantes. El tamaño, recursos y ubicación de Nigeria lo convierten en un potencial Estado central, pero la desunión entre las civilizaciones que alberga, la corrupción en gran escala, la inestabilidad política, un gobierno represivo y los problemas económicos han limitado gravemente su capacidad para desempeñar este papel, aunque lo ha asumido en algunas ocasiones. La salida pacífica y negociada del régimen de apartheid en Sudáfrica, la fuerza industrial de este país, su nivel superior de desarrollo económico en comparación con los demás países africanos, su potencial militar, sus recursos naturales y su refinados líderes políticos negros y blancos son indicios que señalan claramente a Sudáfrica como líder del África Meridional, probablemente líder del África inglesa, y posiblemente líder de toda el África subsahariana.
Un país aislado carece de elementos culturales comunes con otras sociedades. Etiopía, por ejemplo, está aislada culturalmente por su lengua predominante, el amhárico, escrito con los caracteres etiópicos; su religión predominante, la ortodoxia copta; su historia imperial; y su diferenciación religiosa respecto a los pueblos circundantes, en su mayoría musulmanes. Mientras que la elite de Haití ha disfrutado tradicionalmente de sus vínculos culturales con Francia, lo peculiar de Haití (la lengua creole, la religión vudú, los orígenes de esclavitud revolucionaria y su historia brutal) se combinan para convertirlo en un país aislado. «Cada nación es única», decía Sidney Mintz, pero «Haití constituye en sí misma una clase.» Como consecuencia de ello, durante la crisis haitiana de 1994, los países latinoamericanos no percibieron Haití como un problema latinoamericano y se mostraron reacios a aceptar refugiados haitianos, aunque sí admitían refugiados cubanos. «[E]n Latinoamérica», como dice el presidente electo de Panamá, «Haití no se reconoce como un país latinoamericano. Los haitianos hablan una lengua diferente. Tienen diferentes raíces étnicas, una cultura diferente. Son completamente diferentes.» Haití está igualmente separado de los países negros anglohablantes del Caribe. Los haitianos, decía un comentarista, son «tan extraños para alguien de Granada o Jamaica como lo serían para alguien de Iowa o Montana». Haití, «el vecino que nadie quiere», es verdaderamente un país sin parientes.15
El país aislado más importante es Japón, que es también el Estado central y único de la civilización japonesa. Ningún otro país comparte su peculiar cultura, y los emigrantes japoneses, o no son numéricamente importantes en otros países o se han asimilado a las culturas de dichos países (por ej., los japoneses estadounidenses). La soledad de Japón resalta más aún por el hecho de que su cultura es muy particularista y no cuenta con una religión (cristianismo, islam) ni una ideología (liberalismo, comunismo) potencialmente universales que pudieran ser exportadas a otras sociedades, de modo que se estableciera una conexión cultural con gente de dichas sociedades.
Casi todos los países son heterogéneos por cuanto incluyen dos o más grupos étnicos, raciales y religiosos. Muchos países están divididos debido a que las diferencias y conflictos entre tales grupos desempeñan un papel importante en la política del país. La hondura de esta división habitualmente varía con el tiempo. Unas divisiones profundas dentro de un país pueden desembocar en violencia en gran escala o amenazar la existencia del país. Dicha amenaza y los movimientos en favor de la autonomía o la secesión tienen muchas probabilidades de surgir cuando las diferencias culturales coinciden con diferencias en la ubicación geográfica. Si la cultura y geografía no coinciden, se las puede hacer coincidir mediante el genocidio o la emigración forzada.
Países con agrupamientos culturales distintos pertenecientes a la misma civilización pueden llegar a estar profundamente divididos, hasta el punto en que se produce la secesión (Checoslovaquia) o llega a ser una posibilidad (Canadá). Sin embargo, es mucho más probable que surjan visiones profundas dentro de un país escindido, donde coexisten grandes grupos pertenecientes a civilizaciones diferentes. Tales divisiones, y las tensiones que las acompañan, con frecuencia surgen cuando un grupo mayoritario de una civilización intenta definir el Estado como su instrumento político y convertir su lengua, religión y símbolos en los del Estado, como los hindúes, cingaleses y musulmanes han intentado hacer en la India, Sri Lanka y Malaisia.
Los países escindidos que territorialmente están a caballo de las líneas divisorias entre civilizaciones afrontan problemas particulares a la hora de mantener su unidad. En Sudán, la guerra civil entre el norte musulmán y el sur mayoritariamente cristiano se ha prolongado durante décadas. La misma división de civilización ha complicado la política nigeriana por un lapso parecido de tiempo, estimulando también una importante guerra de secesión y, además, golpes de Estado, disturbios y otras manifestaciones de violencia. En Tanzania, el territorio continental animista y cristiano, y la isla de Zanzíbar, musulmana y árabe, se han ido separando poco a poco y en muchos aspectos se han convertido en dos países separados: en 1992, Zanzíbar ingresó secretamente en la Organización de la Conferencia Islámica y, al año siguiente, Tanzania le persuadió para que se retirase de ella.16 La misma división cristiano-musulmana ha generado tensiones y conflictos en Kenia. En el cuerno de África, Etiopía, de mayoría cristiana, y Eritrea, de mayoría musulmana, se separaron en 1993. Sin embargo, a Etiopía le quedó una importante minoría musulmana entre el pueblo oromo. Otros países escindidos por líneas divisorias de civilizaciones son: la India (musulmanes e hinduistas), Sri Lanka (budistas cingaleses e hinduistas tamiles), Malaisia y Singapur (chinos y musulmanes malayos), China (chinos han, budistas tibetanos, musulmanes turcos), Filipinas (cristianos y musulmanes) e Indonesia (musulmanes y cristianos timoreses).
El efecto divisivo de las líneas que separan civilizaciones ha sido muy notable en aquellos países escindidos que durante la guerra fría se mantuvieron unidos por la voluntad de un régimen comunista autoritario, legitimado por la ideología marxista-leninista. Con el derrumbamiento del comunismo, la cultura reemplazó a la ideología como polo magnético de atracción y repulsión, y Yugoslavia y la Unión Soviética se fragmentaron y dividieron en nuevas entidades agrupadas siguiendo criterios de civilización: las repúblicas bálticas (protestantes y católicas), las repúblicas ortodoxas y las musulmanas en la antigua Unión Soviética; las católicas Eslovenia y Croacia, la en parte musulmana Bosnia-Herzegovina y las ortodoxas Serbia-Montenegro y Macedonia, en la antigua Yugoslavia. Donde estas entidades sucesoras siguieron abarcando grupos formados con diversas civilizaciones, se manifestaron divisiones en un segundo momento. Bosnia-Herzegovina quedó dividida por la guerra en sectores serbios, musulmanes y croatas, y Croacia quedó repartida entre serbios y croatas. Resulta incierto que se mantenga la postura pacífica de Kosovo, musulmán y albanés, dentro de la eslava y ortodoxa Serbia, y en Macedonia se han producido tensiones entre la minoría musulmana albana y la mayoría ortodoxa eslava. Muchas antiguas repúblicas soviéticas también están a caballo de líneas divisorias entre civilizaciones, en parte porque el gobierno soviético configuró las fronteras con el fin de crear repúblicas partidas, anexionando la rusa Crimea a Ucrania, y la armenia Nagorno-Karabaj a Azerbaiyán. Rusia tiene diversas minorías musulmanas, relativamente pequeñas, sobre todo en el Cáucaso norte y la región del Volga. Estonia, Letonia y Kazajstán cuentan con importantes minorías rusas, también creadas en buena medida por la política soviética. Ucrania está dividida entre el oeste nacionalista uniata de habla ucraniana y el este ortodoxo de habla rusa.
En un país escindido, los grupos principales de dos o más civilizaciones dicen, en efecto: «Somos pueblos diferentes y pertenecemos a lugares diferentes». Las fuerzas de repulsión los separan, y tienden hacia polos de atracción, del ámbito de la civilización, presentes en otras sociedades. Un país desgarrado, en cambio, tiene una única cultura predominante que lo sitúa dentro de una civilización, pero sus líderes pretenden desplazarlo a otra civilización distinta. Dicen, en efecto: «Somos un solo pueblo y juntos pertenecemos a un solo lugar, pero queremos cambiar de lugar». A diferencia de la gente de países escindidos, la gente de los países desgarrados está de acuerdo en quiénes son, pero discrepan acerca de qué civilización es propiamente su civilización. Por lo general, una parte importante de sus líderes adopta una estrategia kemalista y decide que su sociedad debe rechazar su cultura e instituciones no occidentales, unirse a Occidente, modernizarse y también occidentalizarse. Rusia ha sido desde Pedro el Grande un país desgarrado, dividido acerca de la cuestión de si es parte de la civilización occidental o es el núcleo de una peculiar civilización ortodoxa euroasiática. El país de Mustafá Kemal, por supuesto, es el clásico país desgarrado que desde los años veinte ha estado intentando modernizarse, occidentalizarse y convertirse en parte de Occidente. Tras casi dos siglos de definirse como país latinoamericano en oposición a los Estados Unidos, los líderes de México de los años ochenta convirtieron a su país en un país desgarrado al intentar redefinirlo como una sociedad norteamericana. Los líderes australianos de los años noventa, en cambio, intentaron desvincular a su país de Occidente y convertirlo en parte de Asia, creando con ello un país desgarrado a la inversa. Los países desgarrados son reconocibles por dos fenómenos. Sus líderes se refieren a ellos como un «puente» entre dos culturas, y los observadores los describen como Janos bifrontes. «Rusia mira al oeste… y al este»; «Turquía: este, oeste, ¿qué es mejor?»; «nacionalismo australiano: lealtades divididas»: son titulares típicos que destacan los problemas de identidad de un país desgarrado.17