Países desgarrados: el fracaso del cambio de civilización

Para que un país desgarrado redefina con éxito su identidad en el ámbito de la civilización, se deben cumplir al menos tres requisitos. En primer lugar, la elite política y económica del país ha de ser en líneas generales partidaria y entusiasta de dicho paso. En segundo lugar, la sociedad tiene que estar al menos dispuesta a consentir la redefinición de su identidad. En tercer lugar, los elementos dominantes en la civilización anfitriona, en la mayoría de los casos Occidente, han de estar dispuestos a acoger al converso. El proceso de redefinición de la identidad será prolongado, discontinuo y penoso, en el plano político, social, institucional y cultural. Además, de acuerdo con la experiencia histórica, fracasará.

Rusia. En los años noventa México era un país desgarrado durante años y Turquía lo había sido durante varias décadas. Rusia, en cambio, ha sido un país desgarrado durante varios siglos y, a diferencia de México o la Turquía republicana, es además el Estado central de una civilización importante. Si Turquía o México se redefinieran con éxito como miembros de la civilización occidental, el efecto sobre la civilización islámica o latinoamericana sería menor o moderado. Si Rusia se hiciera occidental, la civilización ortodoxa dejaría de existir. El derrumbamiento de la Unión Soviética suscitó dos cuestiones fundamentales: ¿cómo debía definirse Rusia en relación con Occidente?, ¿cuáles deberían ser las relaciones de Rusia con su parentela ortodoxa y los nuevos países que habían formado parte del imperio soviético?

Las relaciones de Rusia con la civilización occidental han pasado por cuatro fases. En la primera, que duró hasta el reinado de Pedro el Grande (1689-1725), la Rusia de Kiev y Moscovia existían al margen de Occidente y tenían poco contacto con las sociedades europeas occidentales. La civilización rusa surgió como un vástago de la civilización bizantina y después, durante doscientos años, desde mediados del siglo xiii a mediados del siglo xv, Rusia estuvo bajo soberanía mongol. Rusia no estuvo en absoluto (o muy poco) expuesta a los fenómenos históricos definidores de la civilización occidental: catolicismo, feudalismo, Renacimiento, Reforma, expansión y colonización de ultramar, Ilustración y aparición del Estado nacional. Siete de las ocho características distintivas de la civilización occidental indicadas anteriormente -religión, lenguas, separación de Iglesia y Estado, imperio de la ley, pluralismo social, cuerpos representativos, individualismo- estuvieron casi totalmente ausentes de la experiencia rusa. La única excepción posible es el legado clásico que, sin embargo, llegó a Rusia a través de Bizancio y, por tanto, era bastante diferente del que llegó a Occidente directamente de Roma. La civilización rusa fue el resultado de sus raíces autóctonas en la Rusia de Kiev y Moscovia, de la importante huella bizantina y del prolongado dominio mongol. Estas influencias configuraron una sociedad y una cultura que guardaba pocas semejanzas con las surgidas en Europa Occidental bajo la influencia de fuerzas muy diferentes.

A finales del siglo xvii, Rusia no sólo era diferente de Europa, sino que también estaba retrasada en comparación con ella, como pudo comprobar Pedro el Grande durante su gira europea de 1697-1698. El monarca volvió a Rusia decidido a modernizar y también a occidentalizar su país. Para hacer que su gente pareciera europea, el turco Ataturk prohibió el fez. Con propósito parecido, lo primero que hizo Pedro a su vuelta a Moscú fue rasurar las barbas de sus nobles y prohibir sus largas vestiduras y sombreros cónicos. Ataturk reemplazó el alfabeto árabe por el romano; Pedro no abolió el alfabeto cirílico, pero lo reformó y simplificó e introdujo palabras y expresiones occidentales. Sin embargo dio absoluta prioridad al desarrollo y modernización de las fuerzas armadas de Rusia: creación de una flota de guerra, introducción del servicio militar obligatorio, creación de industrias relacionadas con la defensa, establecimiento de escuelas técnicas, envío de personal a estudiar a Occidente e importación de Occidente de los conocimientos más avanzados en materia de armas, barcos y construcción naval, navegación, administración burocrática y otros temas esenciales para la eficacia militar. Para asegurar el futuro de estas innovaciones, reformó y amplió radicalmente el sistema fiscal y además, hacia el final de su reinado, reorganizó la estructura del Estado. Determinado a hacer de Rusia, no sólo una potencia europea, sino también una potencia en Europa, abandonó Moscú, fundó una nueva capital en San Petersburgo y puso en marcha la gran guerra nórdica contra Suecia a fin de hacer de Rusia la fuerza predominante en el Báltico y hacerla así presente en Europa.

Sin embargo, al intentar convertir a su país en moderno y occidental Pedro reforzó también las características asiáticas de Rusia al perfeccionar el despotismo y eliminar cualquier fuente potencial de pluralismo social o político. La nobleza rusa nunca había sido poderosa. Pedro la redujo aún más, aumentando la nobleza militar y estableciendo un escalafón basado en el mérito, no en el nacimiento o la posición social. Tanto nobles como campesinos eran reclutados para el ejército del Estado, formando la «servil aristocracia» que más tarde enfurecería a Custine.18 La autonomía de los siervos quedó más restringida, ya que quedaron vinculados de forma más permanente tanto a su tierra como a su señor. La Iglesia ortodoxa, que siempre había estado sometida a un amplio control estatal, fue reorganizada y subordinada a un sínodo nombrado directamente por el zar. Al zar se le daba también el poder de nombrar a su sucesor al margen de las prácticas predominantes en cuestiones de herencia. Con estos cambios, Pedro inició y ejemplificó la estrecha conexión existente en Rusia entre modernización y occidentalización, por un lado, y despotismo, por el otro. Siguiendo este modelo petrino, también Lenin, Stalin y, en menor medida, Catalina II y Alejandro II, intentaron en formas diversas modernizar y occidentalizar Rusia y fortalecer el poder autocrático. Al menos hasta los años ochenta de este siglo, los democratizadores en Rusia solían ser occidentalizadores, pero los occidentalizadores no eran democratizadores. La lección de la historia rusa es que la centralización del poder es el requisito previo para una reforma social y económica. A finales de los años ochenta, los colaboradores de Gorbachov lamentaban no haber sabido valorar este hecho al censurar los obstáculos que la glasnost había creado para la liberalización económica.

Pedro tuvo más éxito en hacer a Rusia parte de Europa que en hacer a Europa parte de Rusia. A diferencia del imperio otomano, el imperio ruso llegó a ser aceptado como miembro importante y legítimo del sistema internacional europeo. En el interior del país, las reformas de Pedro produjeron algunos cambios, pero su sociedad siguió siendo híbrida: aparte de una pequeña elite, en la sociedad rusa predominaban costumbres, instituciones y creencias asiáticas y bizantinas, y así lo veían tanto europeos como rusos. «Araña a un ruso», decía de Maistre, «y herirás a un tártaro.» Pedro creó un país desgarrado, y durante el siglo xix eslavófilos y occidentalizadores lamentaron unánimemente esta desdichada situación, y discrepaban enérgicamente sobre si acabar con ella europeizándose completamente o eliminando las influencias europeas y volviendo a la verdadera alma de Rusia. Un occidentalizador como Chaadaiev sostenía que el «sol es el sol de Occidente», y Rusia debe usar esta luz para iluminar y cambiar las instituciones heredadas. Un eslavófilo como Danilevskiy, con palabras que también se oyeron en los años noventa del siglo xx, censuraba los esfuerzos europeizadores porque «distorsionan la vida de la gente y reemplazan sus formas de conducta por otras extrañas, extranjeras», «toman prestadas instituciones extranjeras y las trasplantan a suelo ruso», y «miran, tanto las relaciones interiores y exteriores, como las cuestiones de la vida rusa, desde un punto de vista extranjero, europeo, viéndolas, por decirlo así, a través de un cristal tallado con un ángulo de refracción europeo».19 En la posterior historia rusa, Pedro se convirtió en el héroe de los occidentalizadores y en el satán de sus oponentes, representados de forma extrema por los euroasiáticos de los años veinte de este siglo, que lo vituperaron como traidor y saludaron a los bolcheviques por rechazar la occidentalización, cuestionar a Europa y trasladar la capital de nuevo a Moscú.

La Revolución bolchevique inició una tercera fase en la relación entre Rusia y Occidente muy diferente de la ambivalente que había perdurado durante dos siglos. En nombre de una ideología creada en Occidente, estableció un sistema político-económico que no podía existir en Occidente. Los eslavófilos y occidentalizadores habían debatido si Rusia podía ser diferente de Occidente sin quedar atrasada respecto a Occidente. El comunismo resolvía brillantemente esta cuestión: Rusia era diferente de Occidente y se oponía fundamentalmente a él porque estaba más avanzada que Occidente. Estaba poniéndose a la cabeza de la revolución proletaria que al final se extendería por todo el mundo. Rusia encarnaba no un pasado asiático de retraso, sino un futuro soviético de progreso. En efecto, la Revolución posibilitó que Rusia saltara por encima de Occidente, diferenciándose no porque «vosotros sois diferentes y nosotros no queremos ser como vosotros», como habían sostenido los eslavófilos, sino porque «somos diferentes y al final vosotros seréis como nosotros», como rezaba el mensaje de la Internacional comunista.

Sin embargo, al mismo tiempo que el comunismo permitía a los líderes soviéticos distinguirse de Occidente, también creaba vínculos estrechos con Occidente. Marx y Engels fueron alemanes; la mayoría de los principales representantes de sus opiniones a finales del siglo xix y principios del xx eran europeoccidentales; hacia 1910, muchos sindicatos de trabajadores y partidos socialdemócratas y laboristas de las sociedades occidentales estaban comprometidos con su ideología y se iban convirtiendo en personajes cada vez más poderosos en la política europea. Tras la Revolución bolchevique, los partidos de izquierdas se dividieron en partidos comunistas y socialistas, y ambos fueron con frecuencia fuerzas poderosas en los países europeos. En gran parte de Occidente, prevalecía la perspectiva marxista: comunismo y socialismo eran considerados la corriente del futuro y eran adoptados ampliamente de un modo u otro por las elites políticas e intelectuales. De ahí que el debate en Rusia entre eslavófilos y occidentalizadores acerca del futuro de Rusia fuera reemplazado en Europa por un debate entre izquierda y derecha acerca del futuro de Occidente y sobre si la Unión Soviética compendiaba o no dicho futuro. Tras la segunda guerra mundial, el poder de la Unión Soviética reforzó el atractivo del comunismo, tanto en Occidente, como, lo que es más significativo, en aquellas civilizaciones no occidentales que en ese momento estaban reaccionando contra Occidente. Las elites de sociedades no occidentales dominadas por Occidente que deseaban seducir a Occidente hablaban de autodeterminación y democracia; quienes deseaban enfrentarse a Occidente apelaban a la revolución y la liberación nacional.

Al adoptar una ideología occidental y usarla para atacar a Occidente, los rusos en cierto sentido se acercaron más a Occidente, y tuvieron con él un trato más íntimo que en ningún otro momento anterior de su historia. Aunque las ideologías de la democracia liberal y el comunismo diferían enormemente, los dos bandos hablaban, en cierto sentido, el mismo lenguaje. El hundimiento del comunismo y de la Unión Soviética terminó con esta interacción político-ideológica entre Occidente y Rusia. Occidente esperaba y creía que el resultado sería el triunfo de la democracia liberal en todo el antiguo imperio soviético. Sin embargo, no estaba determinado de antemano que tal cosa hubiera de suceder necesariamente. En 1995, el futuro de la democracia liberal en Rusia y en las restantes repúblicas ortodoxas era incierto. Además, cuando los rusos dejaron de actuar como marxistas y comenzaron a actuar como rusos, el distanciamiento entre Rusia y Occidente aumentó. El conflicto entre democracia liberal y marxismo-leninismo era entre ideologías que, pese a sus importantes diferencias, eran modernas y laicas, y compartían de forma manifiesta las metas últimas de libertad, igualdad y bienestar material. Un demócrata occidental podía mantener un debate intelectual con un marxista soviético. Le sería imposible hacerlo con un nacionalista ortodoxo ruso.

Durante los años soviéticos, la lucha entre eslavófilos y occidentalizadores quedó suspendida, ya que tanto los Soljenitsin como los Sajárov cuestionaban la síntesis comunista. Con el derrumbamiento de dicha síntesis, el debate sobre la verdadera identidad de Rusia ha reaparecido con toda su fuerza. ¿Debía Rusia adoptar valores, instituciones y prácticas occidentales, e intentar convertirse en parte de Occidente? ¿O encarnaba Rusia una peculiar civilización ortodoxa y euroasiática, diferente de la de Occidente, con el destino único de unir Europa y Asia? Las elites intelectuales y políticas y la opinión pública en general andaban profundamente divididos sobre estas cuestiones. Por un lado estaban los occidentalizadores, «cosmopolitas» o «atlanticistas», y por otro los sucesores de los eslavófilos, a quienes se alude de diversas maneras: «nacionalistas», «euroasianistas» o derzhavniki (partidarios de un Estado fuerte).20

Las principales diferencias entre estos grupos tenían que ver con la política exterior y, en menor grado, con la reforma económica y la estructura del Estado. Las opiniones se ubican a lo largo de un continuo que iba de un extremo al otro. Agrupados en un extremo del abanico estaban quienes formulaban «el nuevo pensamiento» explicitado por Gorbachov, y compendiado en su meta de una «casa común europea», y muchos de los altos consejeros de Yeltsin, que se identificaban con su deseo de que Rusia llegue a ser «un país normal» y sea aceptado como el octavo miembro del club de los siete grandes (G-7) de las principales democracias industrializadas. Los nacionalistas más moderados, como Sergei Stankevich, sostenían que Rusia debía rechazar la vía «atlanticista», dar prioridad a la protección de los rusos en otros países, insistir en sus relaciones con turcos y musulmanes y promover «una redistribución importante de nuestros recursos, nuestras opciones, nuestros vínculos y nuestros intereses en favor de Asia, o la dirección este».21 Partidarios de estas ideas criticaban a Yeltsin por subordinar los intereses de Rusia a los de Occidente, por reducir el poderío militar ruso, por no apoyar a amigos tradicionales como Serbia y por llevar adelante una reforma económica y política de forma perjudicial para el pueblo ruso. Indicativa de esta tendencia era la nueva popularidad de las ideas de Peter Savitsky, quien en los años veinte sostenía que Rusia era una civilización euroasiática única.

Los nacionalistas más extremos estaban divididos entre nacionalistas rusos, como Solzhenitsin, que abogaba por una Rusia que incluyera a todos los rusos más los bielorrusos y ucranianos ortodoxos eslavos, estrechamente conectados, pero a nadie más, y los nacionalistas imperiales, como Vladimir Zhirinovsky, que querían recrear el imperio soviético y el poderío militar ruso. Quienes pertenecían a este último grupo a veces eran antisemitas, además de antioccidentales, y querían reorientar la política exterior rusa hacia el este y el sur, bien dominando el sur musulmán (como pedía con ahínco Zhirinovsky), bien cooperando con los Estados musulmanes y China contra Occidente. Los nacionalistas también respaldaban que se diera mayor apoyo a los serbios en su guerra con los musulmanes. Las diferencias entre cosmopolitas y nacionalistas se traducían en el plano institucional en los puntos de vista del Ministerio de Asuntos Exteriores y de los militares. También se traducían en los cambios en la política exterior y de seguridad de Yeltsin, primero en una dirección y después en la otra.

La opinión pública rusa estaba tan dividida como las elites rusas. Una encuesta hecha en 1992 con una muestra de 2.069 rusos europeos dio como resultado que el 40 % de los encuestados estaban «abiertos a Occidente», el 36 % «cerrados a Occidente» y el 24 % «indecisos». En las elecciones parlamentarias de diciembre de 1993, los partidos reformistas obtuvieron el 34,2 % de los votos, los partidos antirreformistas y nacionalistas el 43,3 %, y los partidos centristas el 13,7 %.22 Así mismo, en las elecciones presidenciales de junio de 1996, la opinión pública rusa volvió a dividirse: el 43 % apoyó al candidato de Occidente, Yeltsin, y el 52 % del voto fue para los candidatos nacionalistas y comunistas. En la cuestión fundamental de su identidad, Rusia en los años noventa siguió siendo claramente un país desgarrado, en el que la dualidad occidental-eslavófila constituía «un rasgo inalienable del… carácter nacional».23

Turquía. A través de una serie cuidadosamente calculada de reformas en los años veinte y treinta, Mustafá Kemal Ataturk intentó alejar a su pueblo de su pasado otomano y musulmán. Los principios básicos o «seis flechas» del kemalismo eran populismo, republicanismo, nacionalismo, laicismo, estatismo y reformismo. Rechazando la idea de un imperio multinacional, Kemal intentó crear un Estado nacional homogéneo, expulsando y matando a armenios y griegos para conseguirlo. Después depuso al sultán y estableció un sistema de autoridad política republicana de tipo occidental. Abolió el califato, la fuente central de autoridad religiosa, acabó con la educación tradicional y los ministerios religiosos; abolió las escuelas y universidades religiosas separadas, estableció un sistema laico unificado de educación pública y acabó con los tribunales religiosos que aplicaban la ley islámica, reemplazándolos con un nuevo sistema legal basado en el código civil suizo. También prohibió hacer uso del fez porque era un símbolo de tradicionalismo religioso y animó a que la gente llevara sombreros, sustituyó el calendario tradicional por el calendario gregoriano, privó formalmente al islam de la condición de ser la religión del Estado y decretó que el turco se escribiera con caracteres romanos, no árabes. Esta última reforma fue de capital importancia. «Hizo prácticamente imposible que las nuevas generaciones educadas con la escritura romana tuvieran acceso al vasto corpus de la literatura tradicional; estimuló el aprendizaje de lenguas europeas; y alivió enormemente el problema que suponía incrementar los índices de alfabetización».24 Tras redefinir la identidad nacional, política, religiosa y cultural del pueblo turco, en los años 30 Kemal puso mucha energía en fomentar el desarrollo económico turco. La occidentalización iba de la mano de la modernización y había de ser el medio en que ésta se llevara a cabo.

Turquía permaneció neutral durante la guerra civil de Occidente entre 1939 y 1945. Sin embargo, tras esa guerra, pasó rápidamente a identificarse aún más con Occidente. Emulando explícitamente las posturas occidentales, cambió de un régimen de partido único a un sistema de competencia de partidos. Intentó influir para que se le admitiera como miembro de la OTAN, y consiguió su ingreso en 1952, confirmándose así su condición de miembro del mundo libre. Se convirtió en el receptor de miles de millones de dólares de ayuda occidental destinada al ámbito económico y de la seguridad; sus fuerzas armadas eran adiestradas y equipadas por Occidente y estaban integradas en la estructura de mando de la OTAN; albergaba bases militares estadounidenses. Turquía llegó a ser considerada por Occidente como su baluarte oriental de contención, el que impedía la expansión de la Unión Soviética hacia el Mediterráneo, Oriente Próximo y el Golfo Pérsico. Esta vinculación y autoidentificación con Occidente provocó que los turcos fueran condenados por los países no occidentales y no alineados en la Conferencia de Bandung de 1955 y atacados como blasfemos por los países islámicos.25

Tras la guerra fría, la elite turca ha seguido siendo mayoritariamente partidaria de que Turquía sea occidental y europea. El mantenimiento de su condición de miembro de la OTAN es para ellos imprescindible, porque proporciona un íntimo vínculo organizativo con Occidente y es necesario para contrapesar a Grecia. Sin embargo, la implicación de Turquía con Occidente, encarnada en su pertenencia a la OTAN, fue una consecuencia de la guerra fría. El final de la guerra fría elimina la razón principal de dicha implicación y lleva a un debilitamiento y redefinición de tal conexión. Turquía ya no es útil a Occidente como baluarte contra la importante amenaza procedente del norte, sino más bien, como en la guerra del Golfo, un posible socio a la hora de afrontar amenazas menores procedentes del sur. En esa guerra, Turquía proporcionó una ayuda crucial a la coalición antiSaddam Hussein al cerrar el oleoducto por el que, a través de su territorio, el petróleo iraquí llegaba al Mediterráneo, y al permitir que los aviones estadounidenses operaran contra Irak desde bases ubicadas en Turquía. Sin embargo, estas decisiones del presidente Özal suscitaron importantes críticas en Turquía y provocaron la dimisión del ministro de Exteriores, el ministro de Defensa y del Jefe del Estado Mayor, así como grandes manifestaciones públicas de protesta contra la estrecha cooperación de Özal con los Estados Unidos. Posteriormente, tanto el presidente Demirel como la Primera ministra Ciller pidieron con ahínco un pronto levantamiento de las sanciones de la ONU contra Irak, que también imponían una carga económica considerable a Turquía.26 La disponibilidad de Turquía a colaborar con Occidente a la hora de afrontar las amenazas islámicas procedentes del sur es más incierta que su disposición a resistir con Occidente a la amenaza soviética. Durante la crisis del Golfo, la oposición por parte de Alemania, amigo tradicional de Turquía, a considerar un ataque iraquí con misiles contra Turquía como un ataque contra la OTAN demostró también que Turquía no podía contar con el apoyo occidental frente a ataques procedentes del sur. Las confrontaciones de la guerra fría con la Unión Soviética no suscitaron la cuestión de la identidad de la civilización de Turquía; las relaciones con países árabes posteriores a la guerra fría sí la suscitan.

A partir de los años ochenta, un objetivo principal, quizá el objetivo principal de la política exterior de la elite de tendencia occidental de Turquía ha sido asegurar la entrada de su país en la Unión Europea. Turquía solicitó formalmente el ingreso en abril de 1987. En diciembre de 1989 se le dijo que su solicitud no podía ser considerada antes de 1993. En 1994, la Unión aprobó las solicitudes de Austria, Finlandia, Suecia y Noruega, y con mucha anticipación se dijo que en los años venideros se podía tomar una resolución favorable sobre las de Polonia, Hungría y la República Checa, y más tarde posiblemente sobre las de Eslovenia, Eslovaquia y las repúblicas bálticas. Los turcos quedaron particularmente decepcionados de que nuevamente Alemania, el miembro más influyente de la Comunidad Europea, no apoyara activamente su ingreso y en cambio diera prioridad a favorecer el de los Estados de Europa Central.27 Presionada por los Estados Unidos, la Unión negoció una unión aduanera; con Turquía; la condición de miembro pleno es una posibilidad remota y dudosa.

¿Por qué se dejó a Turquía a un lado y por qué parece siempre que este país sea el último de la fila? En público, los representantes europeos se referían al bajo nivel de desarrollo económico de Turquía y a su respeto, inferior que el escandinavo, por los derechos humanos. En privado, tanto europeos como turcos coincidían en que las verdaderas razones eran la intensa oposición de los griegos y, lo que era más importante, el hecho de que Turquía fuera un país musulmán. Los países europeos no querían afrontar la posibilidad de abrir sus fronteras a la inmigración de un país de 60 millones de musulmanes y mucho desempleo. Aún más importante: creían que culturalmente los turcos no pertenecían a Europa. El historial de Turquía en materia de derechos humanos, como dijo el presidente Özal en 1992, es una «razón ficticia de por qué Turquía no puede ingresar en la CE. La verdadera razón es que somos musulmanes y ellos son cristianos», pero, añadió, «no lo dicen». Los representantes europeos, a su vez, coincidían en que la Unión es «un club cristiano» y en que «Turquía es demasiado pobre, demasiado populosa, demasiado musulmana, demasiado dura, demasiado diferente culturalmente, demasiado todo». La «pesadilla privada» de los europeos, comentaba un observador, es la memoria histórica de «los invasores sarracenos en Europa Occidental y de los turcos a las puertas de Viena». Estas actitudes, a su vez, generaron la «impresión común entre los turcos» de que «Occidente no tiene sitio para una Turquía musulmana dentro de Europa».28

Tras haber rechazado La Meca y ser rechazada por Bruselas, Turquía aprovechó la oportunidad brindada por la disolución de la Unión Soviética para volverse hacia Tashkent. El presidente Özal y otros líderes turcos ofrecían la visión de una comunidad de pueblos turcos, e hicieron grandes esfuerzos para estrechar vínculos con los «turcos externos» del «exterior inmediato» de Turquía, que se extiende «del Adriático a las fronteras de China». Se prestó una atención particular a Azerbaiyán y a las cuatro repúblicas turcohablantes de Asia Central: Uzbekistán, Turkmenistán, Kazajstán y Kirguizistán. En 1991 y 1992, Turquía puso en marcha una amplia gama de actividades destinadas a reforzar sus vínculos con estas nuevas repúblicas y su influencia en ellas. Dichas actividades incluían préstamos a bajo interés y a largo plazo por valor de 1.500 millones de dólares, 79 millones de dólares en ayuda humanitaria directa, televisión vía satélite (reemplazando un canal en lengua rusa), comunicaciones telefónicas, servicio de líneas aéreas, miles de becas para universitarios que quisieran cursar sus estudios en Turquía, y formación en Turquía para banqueros, hombres de negocios, diplomáticos y cientos de oficiales militares azerbaiyanos y de Asia Central. Se enviaron maestros a las nuevas repúblicas a enseñar turco, y se pusieron en marcha unas 2.000 empresas conjuntas. La coincidencia cultural facilitaba estas relaciones económicas. Como comentaba un hombre de negocios turco, «Lo más importante para el éxito en Azerbaiyán o Turkmenistán es encontrar el socio adecuado. Para los turcos, no es difícil. Tenemos la misma cultura, más o menos el mismo lenguaje y comemos de la misma cocina».29

La reorientación de Turquía hacia el Cáucaso y Asia Central estuvo alentada no sólo por el sueño de ser el líder de una comunidad turca de naciones, sino también por el deseo de impedir que Irán y Arabia Saudí extendieran su influencia y fomentaran el fundamentalismo islámico en esta región. Los turcos querían ofrecer como alternativa el «modelo turco» o la «idea de Turquía»: un Estado laico y democrático con una economía de mercado. Además, Turquía esperaba contener el resurgimiento de la influencia rusa. Al ofrecer una alternativa a Rusia y al islam, Turquía además reforzaba su solicitud de apoyo de la Comunidad Europea y de admisión a la postre en ella.

La oleada inicial de actividad de Turquía con las repúblicas turcas se restringió más en 1993 debido a la limitación de sus recursos, la sucesión de Suleyman Demirel en la presidencia tras la muerte de Özal y la reafirmación de la influencia de Rusia en lo que consideraba su «exterior inmediato». Cuando las antiguas repúblicas soviéticas turcas acababan de obtener la independencia, sus líderes se precipitaron a Ankara para establecer relaciones con Turquía. Posteriormente, a medida que Rusia fue aplicando presión y estímulos, dieron un giro de 180 grados y, por lo general, subrayaron la necesidad de mantener unas relaciones «equilibradas» entre su primo cultural y su antiguo señor imperial. Sin embargo, los turcos continuaron intentando usar su parentesco cultural para extender sus vínculos económicos y políticos y, en su éxito más importante, consiguieron la conformidad de los gobiernos y las compañías petrolíferas oportunas para la construcción de un oleoducto que llevara el petróleo de Asia Central y Azerbaiyán hasta el Mediterráneo atravesando Turquía.30

Mientras Turquía trabajaba para estrechar sus lazos con las antiguas repúblicas soviéticas turcas, su propia identidad laica kemalista se ponía en tela de juicio en su interior. En primer lugar, para Turquía, como para tantos otros países, el final de la guerra fría, junto con las dislocaciones generadas por el desarrollo social y económico, plantearon cuestiones importantes de «identidad nacional e identificación étnica»;31 y la religión estaba allí para proporcionar una respuesta. La herencia laica de Ataturk y de la elite turca durante dos tercios de siglo empezó a ser cada vez más criticada. La experiencia de los turcos en el extranjero tendía a estimular sentimientos islamistas dentro del país. Los turcos que regresaban de Alemania Occidental «reaccionaban frente a la hostilidad allí encontrada recurriendo a lo que era familiar. Y eso era el islam». La opinión y la práctica mayoritarias se fueron haciendo cada vez más islamistas. En 1993, se informaba de «que las barbas de estilo islámico y las mujeres con velo han proliferado en Turquía, que las mezquitas están atrayendo muchedumbres aún mayores y que algunas librerías rebosan de libros y revistas, casetes, discos compactos y vídeos que glorifican la historia, preceptos y forma de vida islámicas y exaltan el papel del imperio otomano en la preservación de los valores del profeta Mahoma». Según algunas informaciones, «no menos de 290 editoriales e imprentas, 300 publicaciones entre las que se incluyen 4 diarios, varios cientos de emisoras de radio no autorizadas y unas 30 cadenas de televisión igualmente no autorizadas estaban propagando ideología islámica».32

Enfrentados al ascenso del sentimiento islamista, los dirigentes de Turquía intentaron adoptar prácticas fundamentalistas y cooptar el apoyo fundamentalista. En los años ochenta y noventa, el supuestamente laico gobierno turco mantenía una Oficina de Asuntos Religiosos con un presupuesto mayor que el de algunos ministerios, financiaba la construcción de mezquitas, exigía la instrucción religiosa en todas las escuelas públicas y proporcionaba financiación a las escuelas islámicas, que se quintuplicaron en número durante los años ochenta, tenían matriculado al 15 % aproximadamente de los niños de enseñanza secundaria, predicaban doctrinas islamistas y generaban miles de graduados, muchos de los cuales entraban al servicio del gobierno. En contraste simbólico pero manifiesto con Francia, el gobierno en la práctica permitía a las escolares vestir el tradicional velo musulmán, setenta años después de que Ataturk prohibiera el fez.33 Estas medidas gubernamentales, en gran parte motivadas por el deseo de restar empuje al ascenso de los islamistas, son testimonio de lo fuerte que era tal empuje en los años ochenta y principios de los noventa.

En segundo lugar, el resurgimiento del islam cambió el carácter de la política turca. Los líderes políticos, entre los que destacaba Turgut Özal, se identificaban de forma totalmente explícita con símbolos y criterios musulmanes. En Turquía, como en otros lugares, la democracia reforzaba la indigenización y el retorno a la religión. «En su afán de intentar congraciarse con la opinión pública y ganar votos, los políticos -e incluso los militares, el bastión mismo y los guardianes del laicismo- debían tener en cuenta las aspiraciones religiosas de la población: no pocas de las concesiones que hacían olían a demagogia.» Los movimientos populares tenían inclinaciones religiosas. Aunque la elite y los grupos burocráticos, particularmente los militares, seguían una orientación laica, las opiniones islamistas se manifestaban dentro de las fuerzas armadas, y varios cientos de cadetes fueron purgados de las academias militares en 1987 debido a sus supuestas opiniones islamistas. Los principales partidos políticos sentían cada vez más la necesidad de buscar apoyo electoral en las renacidas tarikas, o sociedades selectas, musulmanas, que Ataturk había prohibido.34 En las elecciones locales de marzo de 1994, el fundamentalista Partido del Bienestar fue el único de los cinco partidos principales que incrementó su porcentaje de voto, obteniendo aproximadamente el 19% de los votos, mientras que el Partido de la Recta Vía de la Primera ministra Ciller conseguía el 21 % y el Partido de la Madre Patria del difunto Özal el 20 %. El Partido del Bienestar consiguió el control de las dos principales ciudades de Turquía, Estambul y Ankara, y experimentó un incremento muy fuerte en el sudeste del país. En las elecciones de diciembre de 1995, el Partido del Bienestar obtuvo más votos y escaños en el Parlamento que ningún otro partido, y los dos principales partidos laicos, que habían estado enfrentados, tuvieron que formar coalición para impedir que los islamistas se apoderaran del gobierno. Como en otros países, el apoyo a los fundamentalistas procedía de los jóvenes, los emigrantes que habían regresado, los «oprimidos y desposeídos» y «los nuevos emigrantes urbanos, los sans culottes de las grandes ciudades».35

En tercer lugar, el resurgimiento del islam afectó a la política exterior turca. Durante el mandato del presidente Özal, Turquía se puso decididamente de parte de Occidente en la guerra del Golfo, esperando que esta acción favorecería su ingreso en la Comunidad Europea. Sin embargo, tal eventualidad no llegó a materializarse, y la oposición dentro de Turquía a la participación en la guerra fue intensa. Al romperse, con el hundimiento de la Unión Soviética, el principal vínculo entre Turquía y Occidente las dudas de la OTAN acerca de cómo reaccionar en el caso de que Turquía hubiera sido atacada por Irak durante esa guerra no tranquilizó a los turcos acerca de cómo reaccionaría la OTAN ante una amenaza no rusa a su país.36 Durante los años ochenta, Turquía intensificó cada vez más sus relaciones con países árabes y musulmanes, y en los años noventa promovió activamente intereses islámicos al proporcionar un apoyo importante a los musulmanes bosnios, así como a Azerbaiyán. Con respecto a los Balcanes, Asia Central u Oriente Próximo y Oriente Medio, la política exterior turca se iba islamizando cada vez más.

Durante muchos años, Turquía cumplió dos de los tres requisitos mínimos para que un país desgarrado cambiara de identidad desde el punto de vista de la civilización. Las elites de Turquía apoyaban mayoritariamente dicho tránsito y su sociedad estaba conforme. Sin embargo, las elites de la civilización receptora, la occidental, no fueron receptivas. Mientras la pelota estaba en el tejado, el resurgimiento del islam dentro de Turquía comenzó a socavar la orientación laica y prooccidental de las elites turcas. Los obstáculos para que Turquía llegara a ser plenamente europea, los límites de su capacidad para desempeñar un papel dominante con respecto a las antiguas repúblicas soviéticas turcas y el desarrollo de tendencias islámicas que erosionaban la herencia de Ataturk eran factores, todos ellos, que parecían asegurar que Turquía seguiría siendo un país desgarrado.

Los líderes turcos, haciéndose eco de estas fuerzas en conflicto, describen habitualmente su país como «puente» entre culturas. Turquía, afirmaba en 1993 la Primera ministra Tansu Ciller, es a la vez una «democracia occidental» y «parte de Oriente Próximo» y «tiende un puente entre dos civilizaciones, física e intelectualmente». Como manifestación de esta ambivalencia, Ciller en su propio país aparecía a menudo en público como musulmana, pero cuando se dirigía a la OTAN afirmaba que «el hecho geográfico y político es que Turquía es un país europeo». Así mismo, el presidente Suleyman Demirel llamaba a Turquía «un puente muy importante en una región que se extiende de oeste a este, es decir, de Europa a China».37 Sin embargo, un puente es una creación artificial que conecta dos realidades sólidas, pero no forma parte de ninguna. Cuando los líderes de Turquía denominan a su país «puente» confirman de forma eufemística que está desgarrado.

México. Turquía se convirtió en un país desgarrado en los años veinte, México no lo fue hasta los ochenta. Sin embargo, sus relaciones históricas con Occidente guardan ciertas semejanzas. Como Turquía, México tenía una cultura claramente no occidental. Incluso en el siglo xx, como dice Octavio Paz, «el núcleo de México es indio. Es no europeo».38 En el siglo xix, México, como el imperio otomano, fue desmembrado por manos occidentales. En la segunda y tercera décadas del siglo xx, México, como Turquía, pasó por una revolución que estableció un nuevo fundamento de la identidad nacional y un nuevo sistema político unipartidista. En Turquía, sin embargo, la revolución supuso a la vez un rechazo de la cultura tradicional islámica y otomana y un esfuerzo por importar la cultura occidental y unirse a Occidente. En México, como en Rusia, la revolución supuso la incorporación y adaptación de elementos de la cultura occidental, lo cual generó un nuevo nacionalismo opuesto al capitalismo y la democracia de Occidente. Así, durante sesenta años Turquía intentó definirse como europea, mientras México intentó definirse en oposición a los Estados Unidos. De los años treinta a los ochenta, los líderes de México siguieron políticas exteriores y económicas contrarias a los intereses estadounidenses.

En los años ochenta esto cambió. El presidente Miguel de la Madrid adoptó nuevas medidas que su sucesor Carlos Salinas amplió hasta dar lugar a una redefinición en gran escala de los objetivos, prácticas e identidad mexicanos: el esfuerzo más radical por cambiar desde la Revolución de 1910. En efecto, Salinas se convirtió en el Mustafá Kemal de México. Ataturk promovió el laicismo y el nacionalismo, temas dominantes en el Occidente de su tiempo; Salinas promovió el liberalismo económico, uno de los dos temas dominantes en el Occidente de su tiempo (el otro, la democracia política, no lo adoptó). Como en el caso de Ataturk, estas opiniones eran ampliamente compartidas por las elites políticas y económicas, muchos de cuyos miembros, como Salinas y de la Madrid, habían sido educados en los Estados Unidos. Salinas redujo espectacularmente la inflación, privatizó gran número de empresas públicas, fomentó la inversión extranjera, redujo los aranceles y las subvenciones, reestructuró la deuda exterior, atacó el poder de los sindicatos de trabajadores, incrementó la productividad e introdujo a México en el Acuerdo de Libre Comercio Norteamericano (NAFTA) con los Estados Unidos y Canadá. Lo mismo que las reformas de Ataturk se proponían transformar Turquía, país musulmán de Oriente Próximo, en un país laico europeo, las reformas de Salinas se proponían cambiar México, país latinoamericano, en un país norteamericano.

Ésta no era una elección inevitable para México. Cabía que las elites mexicanas se hubieran mantenido en la senda nacionalista y proteccionista antiEE.UU. del Tercer Mundo, senda que sus predecesores habían seguido durante la mayor parte del siglo. Alternativamente, como proponían con ahínco algunos mexicanos, podrían haber intentado crear con España, Portugal y los países sudamericanos una asociación ibérica de naciones.

¿Tendrá éxito México en su búsqueda norteamericana? La abrumadora mayoría de las elites política, económica e intelectual favorecen ese rumbo. Además, a diferencia de lo que ocurre con Turquía, la abrumadora mayoría de las elites política, económica e intelectual de la civilización receptora han favorecido también el realineamiento cultural de México. El problema crucial planteado entre civilizaciones por la inmigración destaca esta diferencia. El temor a la inmigración masiva turca generó, tanto en las elites como en las sociedades europeas, resistencia a introducir a Turquía en Europa. En cambio, el hecho de la importante inmigración mexicana, legal e ilegal, en los Estados Unidos fue parte del argumento esgrimido por Salinas en favor de la entrada de México en el NAFTA: «O aceptan ustedes nuestros productos, o aceptan nuestra gente». Además, la distancia cultural entre México y los Estados Unidos es mucho menor que entre Turquía y Europa. México es, en parte, occidental: su religión es el catolicismo, su lengua es el español, sus elites estuvieron orientadas históricamente hacia Europa (adonde enviaban a sus hijos para que los educaran) y más recientemente hacia los Estados Unidos (adonde los envían ahora). La acomodación entre la angloamericana Norteamérica y el hispanoindio México sería considerablemente más fácil que entre la cristiana Europa y la musulmana Turquía. Pese a estas coincidencias, tras la ratificación del NAFTA, la oposición a cualquier otro compromiso más estrecho con México se puso de manifiesto en los Estados Unidos en forma de exigencias de mayores restricciones de la inmigración, quejas sobre fábricas que se trasladaban al sur y dudas acerca de la capacidad de México para atenerse a los conceptos norteamericanos de libertad y de imperio de la ley.39

El tercer requisito previo para el cambio con éxito de identidad por parte de un país desgarrado es el consentimiento general, aunque no necesariamente el apoyo, por parte de su sociedad. La importancia de este factor depende, en cierta medida, de lo importantes que sean los puntos de vista de la sociedad en los procesos de toma de decisiones del país. En 1995, la actitud prooccidental de México no había pasado aún la prueba de la democratización. La rebelión de Año Nuevo en Chiapas de unos pocos miles de guerrilleros bien organizados y con apoyo exterior no fue, por sí misma, indicio de una resistencia importante a la norteamericanización. Sin embargo, la reacción de solidaridad que generó entre intelectuales, periodistas y otros líderes de la opinión pública mexicanos indicaba que la norteamericanización en general y el NAFTA en particular tropezaba con una resistencia cada vez mayor en las elites y el pueblo mexicanos. El presidente Salinas dio prioridad, de forma absolutamente consciente, a la reforma económica y a la occidentalización sobre la reforma política y la democratización. Sin embargo, tanto el desarrollo económico, como la relación cada vez mayor con los Estados Unidos, consolidarán las fuerzas que promueven una verdadera democratización del sistema político mexicano. La cuestión clave para el futuro de México es: ¿en qué medida la modernización y la democratización estimularán una desoccidentalización, compendiada en la retirada del NAFTA, o el debilitamiento radical de ésta, y en cambios paralelos en las directrices impuestas a México por sus éelites de los años ochenta y noventa, de orientación occidental? ¿Es la norteamericanización de México compatible con su democratización?

Australia. A diferencia de Rusia, Turquía y México, Australia ha sido desde sus orígenes una sociedad occidental. A lo largo del siglo xx fue estrecho aliado de Gran Bretaña primero y los Estados Unidos después; y durante la guerra fría no sólo fue miembro de Occidente, sino también de su núcleo militar y de servicios secretos, formado por los Estados Unidos, Gran Bretaña, Canadá y Australia. A principios de los años noventa, sin embargo, los líderes políticos de Australia decidieron, en efecto, que su país debía abandonar Occidente, redefinirse como una sociedad asiática y estrechar sus vínculos con sus vecinos geográficos. Australia, declaró el Primer ministro Paul Keating, debe dejar de ser una «sucursal del imperio», convertirse en república y procurar «implicarse» en Asia. Esto era necesario, afirmaba, para establecer la identidad de Australia como país independiente. «Australia no se puede presentar al mundo como una sociedad multicultural, integrarse en Asia, crear ese vínculo y hacerlo de forma persuasiva mientras de alguna manera, al menos desde el punto de vista constitucional, siga siendo una sociedad subordinada.» Australia, declaraba Keating, había sufrido incontables años de «anglofilia y apatía», y el mantenimiento de la asociación con Gran Bretaña resultaría «debilitadora para nuestra cultura nacional, nuestro futuro económico y nuestro destino en Asia y el Pacífico». El ministro de Asuntos Exteriores, Gareth Evans expresaba opiniones parecidas.40

El argumento para redefinir Australia como un país asiático se basaba en el supuesto de que la economía resta importancia a la cultura a la hora de moldear el destino de las naciones. El motivo fundamental era el crecimiento dinámico de las economías del este asiático, que a su vez espoleaba la rápida expansión del comercio australiano con Asia. En 1971, el este y sudeste asiático absorbían el 39 % de las exportaciones de Australia y le proporcionaban el 21 % de sus importaciones. Para 1994, el este y sudeste asiático absorbían ya el 62 % de las exportaciones de Australia y le proporcionaban el 41 % de sus importaciones. En cambio, en 1991, sólo el 11,8 % de las exportaciones australianas iban a la Comunidad Europea, y el 10,1 % a los Estados Unidos. Este vínculo económico cada vez más estrecho con Asia quedaba reforzado en los espíritus australianos por la creencia de que el mundo se estaba moviendo hacia la formación de tres principales bloques económicos y de que el lugar de Australia estaba en el bloque del este de Asia.

Pese a estas conexiones económicas, no parece probable que la estratagema asiática australiana cumpla ninguno de los requisitos para que un país desgarrado tenga éxito en su cambio de civilización. En primer lugar, a mediados de los años noventa, las elites australianas distaban mucho de ser mayoritariamente entusiastas de esa vía. En cierta medida, era una cuestión partidista, en la que los líderes del Partido Liberal se mostraban ambivalentes o se oponían. Además, el gobierno laborista sufrió fuertes críticas por parte de diversos intelectuales y periodistas. No se daba un consenso claro de elite en favor de la opción asiática. En segundo lugar, la sociedad se mostraba ambivalente. Entre 1987 y 1993, la proporción de australianos partidarios de poner fin a la monarquía creció del 21 al 46 %. Sin embargo, a partir de ese momento el apoyo comenzó a oscilar y a mermar. La proporción de la población que apoyaba la eliminación de la enseña del Reino Unido de la bandera australiana descendió del 42 % en mayo de 1992 al 35 % en agosto de 1993. Como decía una autoridad australiana en 1992, «Para la sociedad resulta difícil de tragar. Cuando digo de forma periódica que Australia debe ser parte de Asia, no le puedo decir cuántas cartas llenas de odio recibo».41

Tercero y muy importante, las elites de los países asiáticos han sido menos receptivas, incluso, a las insinuaciones de Australia que las elites europeas a las de Turquía. Han dejado claro que, si Australia quiere ser parte de Asia, debe hacerse verdaderamente asiática, cosa que consideran improbable, si no imposible. «El éxito de la integración de Australia en Asia», decía un representante indonesio, «depende de una sola cosa: de la medida en que los Estados asiáticos den la bienvenida a la intención australiana. La aceptación de Australia en Asia depende de lo bien que el gobierno y el pueblo de Australia entiendan la cultura y la sociedad asiáticas.» Los asiáticos ven un desfase entre la retórica asiática de Australia y su realidad obstinadamente occidental. Los tailandeses, según un diplomático australiano, reaccionan ante la insistencia de Australia en que es asiática con «aturdida tolerancia».42 «[C]ulturalmente, Australia es aún europea», declaró el Primer ministro de Malaisia, Mahathir, en octubre de 1994, «…pensamos que es europea», y por tanto Australia no debe ser miembro de la Conferencia Económica del este de Asia (CEEA). Nosotros, los asiáticos, «somos menos propensos a criticar abiertamente a otros países o a emitir juicios sobre ellos. Pero Australia, como es europea desde el punto de vista cultural, se cree con derecho a decir a los demás lo que deben hacer y lo que no deben hacer, lo que está bien y lo que está mal. De ahí que, por supuesto, resulte incompatible con el grupo. Esa es la razón [por la que me opongo a su ingreso en la CEEA]. No es el color de la piel, sino la cultura.»43 Dicho brevemente, los asiáticos están decididos a excluir a Australia de su club, lo mismo que los europeos a Turquía del suyo: son diferentes de nosotros. Al Primer ministro Keating le gustaba decir que iba a hacer que Australia dejara de ser «la diferente excluida [y pasara] a ser la diferente incluida» en Asia. Sin embargo, eso es un oxímoron: los diferentes no entran.

Como declaró Mahathir, la cultura y los valores son el obstáculo básico para que Australia se incorpore a Asia. Los choques relacionados con el compromiso de los australianos con la democracia, los derechos humanos, una prensa libre, y sus protestas acerca de las violaciones de esos derechos por partes de los gobiernos de prácticamente todos sus vecinos, son fenómenos que se repiten de forma regular. «El verdadero problema para Australia en la región», señalaba un diplomático australiano de alto rango, «no es nuestra bandera, sino los valores sociales de base. Sospecho que no se encontrará a ningún australiano dispuesto a renunciar ni a uno solo de dichos valores para ser aceptado en la región.»44 Las diferencias de carácter, estilo y conducta también son marcadas. Como indicaba Mahathir, los asiáticos por lo general en sus relaciones con los demás persiguen sus fines de maneras sutiles, indirectas, moduladas, sinuosas, evitando los juicios, los moralismos y la confrontación. Los australianos, en cambio, son la gente más directa, franca, abierta, alguno diría insensible, de todo el mundo anglo-hablante. Este choque de culturas se manifiesta de la forma más patente en las negociaciones del propio Paul Keating con los asiáticos. Keating encarna las características nacionales australianas en grado extremo. Ha sido descrito como «un martinete político», con un estilo «intrínsecamente provocativo y belicoso», que no dudaba en vituperar a sus oponentes políticos como «cabronazos», «gigolós perfumados» y «locos tarados».45 A la vez que sostenía que Australia debe ser asiática, Keating normalmente irritaba, escandalizaba y se ganaba la enemistad de los líderes asiáticos con su brutal franqueza. La distancia entre ambas culturas era tan grande que cegaba al proponente de la convergencia cultural, impidiéndole ver hasta qué punto su propia conducta repelía a quienes él reivindicaba como hermanos culturales.

La opción tomada por Keating y Evans se podría considerar el resultado miope de valorar exageradamente los factores económicos y de ignorar, más que rescatar, la cultura del país, y también como una estratagema política táctica para distraer la atención de los problemas económicos de Australia. Otra posibilidad sería verla como una iniciativa clarividente encaminada a integrar Australia en Asia y a identificarla con los centros en alza de poderío económico, político y, a la postre, militar del este de Asia. Por lo que se refiere a esto, Australia podría ser el primero de los posiblemente muchos países occidentales que intentaran abandonar Occidente y subirse al carro de las civilizaciones no occidentales en ascenso. A comienzos del siglo xxii, los historiadores podrían mirar retrospectivamente la opción Keating-Evans como un hito importante en la decadencia de Occidente. Sin embargo, si se lleva adelante esa opción, la herencia occidental de Australia no quedará eliminada, y «el país afortunado» será un país permanentemente desgarrado, la «sucursal del imperio» que censuraba Paul Keating y, al mismo tiempo, la «nueva gentuza blanca de Asia», como la denominó desdeñosamente Lee Kuan Yew.46

Esto no era ni es un destino inevitable para Australia. Si se acepta su deseo de romper con Gran Bretaña, los líderes de Australia, en vez de definir su país como una potencia asiática, podrían definirlo como un país del Pacífico, como de hecho intentó hacer Robert Hawke, el predecesor de Keating como Primer ministro. Si Australia desea convertirse en una república separada de la Corona británica, se podría alinear con el primer país del mundo que hizo tal cosa, un país que como Australia es de origen británico, un país de inmigrantes, de dimensiones continentales, de habla inglesa, que ha sido su aliado en tres guerras y que cuenta con una población mayoritariamente europea, si bien con un incremento progresivo, como en Australia, de la población asiática. Culturalmente, los valores de la declaración de independencia del 4 de julio de 1776 sintonizan mucho mejor con los valores australianos que los de cualquier país asiático. Económicamente, en vez de intentar abrirse paso a la fuerza en un grupo de sociedades para las que es un país culturalmente extraño y que por esa razón lo rechazan, los líderes de Australia podían proponer una ampliación del NAFTA que lo convirtiera en un ordenamiento de Norteamérica y el Pacífico Sur (NASP) que incluyera a los Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Tal agrupamiento reconciliaría cultura y economía y proporcionaría a Australia una identidad sólida y duradera que no provendría de esfuerzos vanos por convertir Australia en asiática.

El virus occidental y la esquizofrenia cultural. Mientras que los líderes de Australia se embarcaban en una búsqueda de Asia, los de otros países desgarrados -Turquía, México, Rusia- intentaban incorporar Occidente a sus sociedades y a sus sociedades a Occidente. Hasta 1995, ninguno de estos esfuerzos de redefinición cultural había tenido éxito. La experiencia histórica demuestra palmariamente la fuerza, poder de recuperación y viscosidad de las culturas autóctonas y su capacidad para renovarse y resistir, contener y absorber las importaciones occidentales. Los líderes imbuidos de la soberbia de pensar que pueden rehacer sus sociedades parecen destinados a fracasar. Aunque pueden introducir elementos de cultura occidental, son incapaces de suprimir o eliminar de forma definitiva los elementos fundamentales de su respectiva cultura autóctona. Por contra, el virus occidental, una vez que se ha introducido en una sociedad, es difícil de eliminar. El virus persiste, pero no es mortal; el paciente sobrevive, pero nunca está sano. Los líderes políticos pueden hacer historia, pero no pueden escapar a la historia. Generan países desgarrados; no crean sociedades occidentales. Contagian a su respectivo país una esquizofrenia cultural que acaba convirtiéndose en su característica constante y definitoria.

El choque de civilizaciones
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