Universalismo occidental
Aunque las relaciones entre grupos de diferentes civilizaciones no sean estrechas y a menudo sean antagónicas, algunas relaciones entre civilizaciones son más propensas a los conflictos que otras. En el plano local, las líneas divisorias más violentas son las que separan al islam de sus vecinos ortodoxos, hinduistas, africanos y cristianooccidentales. En el plano universal, la división dominante es entre «Occidente y el resto del mundo», y los conflictos más intensos tienen lugar entre sociedades musulmanas y asiáticas, por una parte, y Occidente, por otra. Es probable que en el futuro los choques más peligrosos surjan de la interacción de la arrogancia occidental, la intolerancia islámica y la autofirmación sínica.
Entre las civilizaciones, Occidente es la única que ha tenido una influencia importante, y a veces devastadora, en todas las demás. Como consecuencia de ello, la relación entre el poder y cultura de Occidente y el poder y culturas de otras civilizaciones es la característica más generalizada del mundo de civilizaciones. A medida que el poder relativo de otras civilizaciones aumenta, el atractivo de la cultura occidental se desvanece, y los pueblos no occidentales tienen cada vez más confianza e interés en sus culturas autóctonas. El problema fundamental de las relaciones entre Occidente y el resto del mundo es, por consiguiente, la discordancia entre los esfuerzos de Occidente -particularmente de los Estados Unidos- por promover una cultura occidental universal y su capacidad en decadencia para conseguirlo.
El hundimiento del comunismo exacerbó esta discordancia reforzando en Occidente la opinión de que su ideología, el liberalismo democrático, había triunfado a escala mundial y, por tanto, era universalmente válida. Occidente, y particularmente los Estados Unidos, que siempre han sido una nación misionera, cree que los pueblos no occidentales deben comprometerse con los valores occidentales de democracia, mercados libres, gobierno limitado, derechos humanos, individualismo, imperio de la ley, y deben incorporar dichos valores en sus instituciones. En otras civilizaciones hay minorías que aceptan y promueven estos valores, pero las actitudes dominantes hacia ellos en las culturas no occidentales van del escepticismo generalizado a la oposición radical. Lo que para Occidente es universalismo, para el resto del mundo es imperialismo.
Occidente intenta (y seguirá intentando) mantener su posición preeminente y defender sus intereses definiéndolos como los intereses de la «comunidad mundial». Esta expresión se ha convertido en el eufemismo colectivo (sustituto de «el mundo libre») que se utiliza para dar legitimidad universal a medidas que responden a los intereses de los Estados Unidos y otras potencias occidentales. Occidente, por ejemplo, está intentando integrar las economías de las sociedades no occidentales en un sistema económico global que domina. A través del FMI y otras instituciones económicas internacionales, Occidente promueve sus intereses económicos e impone a otras naciones las directrices económicas que considera oportunas. Sin embargo, en cualquier encuesta que se llevara a cabo entre pueblos no occidentales, el FMI sin duda obtendría el apoyo de los ministros de finanzas y unos pocos más, pero recibiría de forma aplastante una valoración desfavorable de casi todos los demás, que estarían de acuerdo con la descripción hecha por Georgi Arbatov de las autoridades del FMI como «neo-bolcheviques a quienes les gusta expropiar el dinero de los demás, imponer reglas antidemocráticas y extrañas de conducta económica y política y suprimir la libertad económica».1
Tras haber alcanzado la independencia política, las sociedades no occidentales desean liberarse de lo que consideran la dominación económica, militar y cultural occidental. Las sociedades del este asiático casi han igualado económicamente a Occidente. Los países asiáticos e islámicos están buscando atajos para contrapesar militarmente a Occidente. Tampoco dudan en señalar los desfases entre la teoría occidental y su práctica. La hipocresía, los dobles raseros y los «sí pero no» son el precio de las pretensiones universalistas. Se promueve la democracia, pero no si lleva a los fundamentalistas islámicos al poder; se predica la no proliferación nuclear para Irán e Irak, pero no para Israel; el libre comercio es el elixir del crecimiento económico, pero no para la agricultura y la ganadería; los derechos humanos son un problema con China, pero no con Arabia Saudí; la agresión contra los kuwaitíes que poseen petróleo es enérgicamente repudiada, pero no la agresión contra los bosnios, que no poseen petróleo.
Las aspiraciones universales de la civilización occidental, el decadente poder relativo de Occidente y la afirmación cultural cada vez mayor de otras civilizaciones aseguran unas relaciones por lo general difíciles entre Occidente y el resto del mundo. Sin embargo, la naturaleza de dichas relaciones y la medida en que son antagónicas varían considerablemente y pueden entrar dentro de tres categorías. Con las civilizaciones rivales, el islam y China, Occidente es probable que tenga siempre relaciones tensas y a menudo muy antagónicas. Sus relaciones con Latinoamérica y África, civilizaciones más débiles que han sido dependientes de Occidente en alguna medida, registrarán grados muy inferiores de conflicto, particularmente con Latinoamérica. Es probable que las relaciones de Rusia, Japón y la India con Occidente se sitúen en un punto intermedio entre las de los otros dos grupos, entrañando elementos de cooperación y de conflicto, ya que estos tres Estados centrales a veces se alinean con las civilizaciones rivales y a veces se ponen del lado de Occidente. Son las civilizaciones «oscilantes» entre Occidente, por un lado, y las civilizaciones islámica y sínica, por el otro.
El islam y China encarnan grandes tradiciones culturales muy diferentes y, a sus ojos, infinitamente superiores a la de Occidente. El poder y la afirmación de ambos en relación con Occidente está aumentando, y los conflictos entre sus valores e intereses y los de Occidente se multiplican y se hacen más intensos. Debido a que el islam carece de Estado central, sus relaciones con Occidente varían enormemente de un país a otro. Sin embargo, desde los años setenta, ha existido una tendencia antioccidental bastante constante, marcada por: el nacimiento del fundamentalismo; cambios en el poder dentro de los países musulmanes, de gobiernos más prooccidentales a más antioccidentales; la declaración de una cuasiguerra entre algunos grupos islámicos y Occidente; y el debilitamiento de los vínculos de seguridad de la guerra fría que existían entre algunos Estados musulmanes y los Estados Unidos. Entre los problemas concretos pendientes entre Occidente y el islam se encuentran la proliferación armamentística, los derechos humanos, el terrorismo, la inmigración y el acceso al petróleo. Entre los pendientes con China cabe señalar la proliferación armamentística, los derechos humanos, el comercio, los derechos de propiedad y la política económica. Sin embargo, subyacente a todo ello, se encuentra la cuestión fundamental del papel que desempeñarán estas civilizaciones con relación a Occidente en la configuración del futuro del mundo. Las instituciones de ámbito global, la distribución del poder y la política y economía de las naciones a mediados del siglo xxi, ¿reflejarán principalmente valores e intereses occidentales o estarán moldeados sobre todo por los del islam y China?
La teoría realista de las relaciones internacionales predice que los Estados centrales de civilizaciones no occidentales deberían de coaligarse para equilibrar el poder dominante de Occidente. En algunos ámbitos esto es lo que ha ocurrido. Sin embargo, una coalición antioccidental mundial parece improbable en un futuro inmediato. Las civilizaciones islámica y sínica difieren en puntos fundamentales desde el punto de vista de la religión, la cultura, la estructura social, las tradiciones, la política y los supuestos básicos que se encuentran en las raíces de su forma de vida. Es probable que, en el fondo, cada una de ellas tenga menos en común con la otra que con la civilización occidental. Sin embargo, en política un enemigo común crea un interés común. Así, las sociedades islámica y sínica, que ven a Occidente como su antagonista, tienen una razón para cooperar entre sí contra Occidente, lo mismo que hicieron los aliados y Stalin contra Hitler. Esta cooperación se da en temas diversos, entre los que se encuentran los derechos humanos, la economía y, sobre todo, los esfuerzos por parte de las sociedades de ambas civilizaciones por desarrollar su potencial militar, particularmente armas de destrucción masiva con los correspondientes misiles para lanzarlas, para de ese modo contrarrestar la superioridad militar convencional de Occidente. A principios de los años noventa, estaba en vigor una conexión «confuciano-islámica» entre China y Corea del Norte, por un lado, y, en grados diversos, Paquistán, Irán, Irak, Siria, Libia y Argelia, por el otro, con el fin de hacer frente a Occidente en estas cuestiones.
Los temas que cada vez tienen más peso en la agenda internacional son los que separan a Occidente de estas otras sociedades. Tres de dichos temas exigen los esfuerzos de Occidente: 1) mantener su superioridad militar mediante normativas de no proliferación y de contraproliferación con respecto a armas nucleares, biológicas y químicas y los vectores para lanzarlas; 2) promover los valores e instituciones políticos occidentales presionando a otras sociedades para que respeten los derechos humanos tal y como se conciben en Occidente y para que adopten la democracia según los criterios occidentales; y 3) proteger la integridad cultural, social y étnica de las sociedades occidentales restringiendo el número de no occidentales admitidos como inmigrantes o refugiados. En los tres ámbitos, Occidente ha tenido dificultades, y es probable que las continúe teniendo, a la hora de defender sus intereses frente a los de las sociedades no occidentales.