Proliferación armamentística
La difusión del potencial militar es consecuencia del desarrollo económico y social a escala planetaria. A medida que se hagan económicamente más ricos, Japón, China y otros países asiáticos se harán más poderosos militarmente, y lo mismo acabará ocurriendo también con las sociedades islámicas. Y también con Rusia, si tiene éxito en reformar su economía. En las últimas décadas del siglo xx, muchas naciones no occidentales adquirieron armas refinadas mediante envíos de armamento desde sociedades occidentales, Rusia, Israel y China, y también crearon fábricas autóctonas de armamento para hacerse con armas ultramodernas. Estos procesos continuarán, y probablemente se acelerarán, durante los primeros años del siglo xxi. Sin embargo, ya bien entrados en ese siglo, Occidente (lo que principalmente quiere decir los Estados Unidos, con alguna contribución por parte de Gran Bretaña y Francia) será el único capaz de intervenir militarmente en casi cualquier parte del mundo. Y sólo los Estados Unidos tendrán el poder aéreo para bombardear prácticamente cualquier lugar del mundo. Éstos son los elementos fundamentales de la posición militar de los Estados Unidos como potencia planetaria y de Occidente como la civilización dominante en el mundo. Durante el futuro inmediato, el equilibrio de poder militar convencional entre Occidente y el resto del mundo favorecerá abrumadoramente a Occidente.
El tiempo, el esfuerzo y los gastos requeridos para conseguir un potencial militar convencional de primera categoría son razones más que suficientes para que los Estados no occidentales busquen otras maneras de contrarrestar el poderío militar convencional de Occidente. El atajo vislumbrado es la adquisición de armas nucleares, biológicas o químicas y de los medios para lanzarlas. Los Estados centrales de civilizaciones, y los países que son o aspiran a ser potencias dominantes en su ámbito regional, tienen razones especiales para adquirir estas armas de destrucción masiva. Tales armas, en primer lugar, hacen posible que estos Estados establezcan su dominio sobre los demás Estados de su civilización y región, y, en segundo lugar, les proporcionan los medios para disuadir a los Estados Unidos, u otras potencias exteriores, de intervenir en su civilización y región. Si Saddam Hussein hubiera retrasado su invasión de Kuwait dos o tres años, hasta que Irak hubiera tenido armas nucleares, es bastante probable que estuviera en posesión de Kuwait y, muy posiblemente, de los campos petrolíferos saudíes también. Los Estados no occidentales sacaron las conclusiones obvias de la guerra del Golfo. Para los militares norcoreanos, éstas fueron: «No dejes que los estadounidenses acumulen sus fuerzas; no les dejes emplear su aviación; no les dejes tomar la iniciativa; no les dejes hacer una guerra con pocas bajas estadounidenses». Para un alto oficial del ejército indio, la conclusión era aún más clara: «No luches contra los Estados Unidos a menos que tengas armas nucleares».2 Esa lección la han tomado a pecho los líderes políticos y jefes militares de todo el mundo no occidental, ya que tiene un corolario admisible: «Si tienes armas nucleares, los Estados Unidos no lucharán contra ti».
«Más que reforzar una política de poder al uso», ha dicho Lawrence Freedman, «las armas nucleares confirman de hecho una tendencia hacia la fragmentación del sistema internacional, en el que las antiguas grandes potencias desempeñan un papel limitado.» La función de las armas nucleares para Occidente en el mundo de posguerra fría es, pues, la contraria de la que tuvieron durante la guerra fría. Entonces, señalaba el secretario de Defensa Les Aspin, las armas nucleares compensaban la inferioridad convencional occidental frente a la Unión soviética. Servían como «elemento que empataba». En el mundo posterior a la guerra fría, sin embargo, los Estados Unidos han «desequilibrado a su favor el poderío militar convencional, y son nuestros adversarios potenciales quienes pueden conseguir armas nucleares. Somos nosotros los que podríamos acabar viendo cómo nos empatan con ellas».3
Así no resulta sorprendente que Rusia haya subrayado el papel de las armas nucleares en su plan de defensa, ni que en 1995 acordara comprar a Ucrania misiles intercontinentales y más bombarderos. «Estamos oyendo lo que nosotros solíamos decir de los rusos en los años cincuenta», comentaba un experto en armas estadounidense. «Ahora los rusos dicen: "Necesitamos armas nucleares para compensar su superioridad convencional".» Una inversión parecida: durante la guerra fría, los Estados Unidos, con propósitos disuasorios, se negaron a renunciar al uso inicial de armas nucleares; de acuerdo con la nueva función disuasoria de las armas nucleares en el mundo de posguerra fría, Rusia de hecho rescindió en 1993 el previo compromiso soviético de no ser los primeros en usarlas. Al mismo tiempo China, al desarrollar su estrategia nuclear de disuasión limitada, posterior a la guerra fría, comenzó también a cuestionar y a restar fuerza a su compromiso de 1964 de no usarlas primero.4 A medida que otros Estados núcleo y potencias regionales se hagan con armas nucleares y otras armas de destrucción masiva, es posible que sigan estos ejemplos con el fin de potenciar al máximo el efecto disuasorio de sus armas frente a eventuales acciones militares convencionales que Occidente pudiera llevar a cabo contra ellos.
Las armas nucleares también pueden amenazar a Occidente más directamente. China y Rusia tienen misiles balísticos que pueden alcanzar Europa y Norteamérica con armas nucleares. Corea del Norte, Paquistán y la India están ampliando el alcance de sus misiles, y en algún momento es probable que tengan también capacidad para elegir Occidente como blanco. Además, las armas nucleares se pueden utilizar de otras maneras. Los analistas militares presentan un abanico de violencia que va, desde una guerra de muy baja intensidad, como el terrorismo y la guerra de guerrillas esporádicas, hasta guerras amplias que suponen fuerzas convencionales en gran escala y la guerra nuclear, pasando por guerras más limitadas. Históricamente, el terrorismo es el arma de los débiles, es decir, de quienes no poseen poder militar convencional. Desde la segunda guerra mundial, las armas nucleares han sido también el arma con la que los débiles compensan su inferioridad convencional. En el mundo de posguerra fría, el arma definitiva de los débiles es la combinación de los extremos más bajo y más alto de ese abanico de la violencia: el terrorismo nuclear. En el pasado, los terroristas sólo podían ejercitar una violencia limitada, matando a unas pocas personas aquí o destruyendo una instalación allá. Para ejercitar una violencia en gran escala se requerían fuerzas militares en gran escala. Sin embargo, en un determinado momento un puñado de terroristas será capaz de producir violencia y destrucción en gran escala. Tomados separadamente, el terrorismo y las armas nucleares son las armas de los débiles no occidentales. Si se combinan ambas los débiles no occidentales serán fuertes.
En el mundo de posguerra fría, los esfuerzos por construir armas de destrucción masiva y los vectores para lanzarlas se han concentrado en los Estados islámicos y confucianos. Paquistán, y probablemente Corea del Norte, tienen un pequeño número de armas nucleares, o al menos la capacidad para montarlas rápidamente, y están también construyendo o adquiriendo misiles con un radio de acción más amplio, capaces de transportarlas. Irak tenía un importante potencial químico destinado a la guerra y estaba haciendo grandes esfuerzos para adquirir armas biológicas y nucleares. Irán tiene un extenso programa de obtención de armas nucleares y ha estado aumentando su capacidad para lanzarlas. En 1988, el presidente Rafsanyani declaró que los iraníes «debemos pertrecharnos al máximo tanto en el uso ofensivo como defensivo de armas químicas, bacteriológicas y radiológicas», y tres años más tarde su vicepresidente dijo ante una conferencia islámica: «Puesto que Israel continúa poseyendo armas nucleares, nosotros, los musulmanes, debemos cooperar para producir una bomba atómica, sin hacer caso de los intentos de la ONU por impedir la proliferación». En 1992 y 1993, altos funcionarios de los servicios de información de los EE.UU. decían que Irán estaba intentando adquirir armas nucleares, y en 1995 el secretario de Estado Warren Christopher declaró de forma terminante: «Actualmente, Irán está entregado a un esfuerzo concentrado para conseguir armas nucleares». Se dice que Libia, Argelia y Arabia Saudí son algunos de los Estados musulmanes interesados en conseguir armas nucleares. «La media luna», según la plástica expresión de Ali Mazrui, está «detrás del hongo atómico», y puede amenazar a otros, además de a Occidente. El islam podría acabar «jugando a la ruleta rusa nuclear con otras dos civilizaciones: con el hinduismo en el sur de Asia y con el sionismo y el judaísmo politizado en Oriente Próximo».5
En la proliferación armamentística es donde la conexión confuciano-islámica ha sido más extensa y concreta, y China ha desempeñado el papel central con sus transferencias de armas convencionales y no convencionales a muchos Estados musulmanes. Dichas transferencias incluyen: la construcción de un reactor nuclear fuertemente defendido en el desierto argelino, aparentemente destinado a la investigación, pero que según la opinión generalizada de los expertos occidentales puede producir plutonio; la venta de materiales de armas químicas a Libia; el suministro de misiles CSS-2 de alcance medio a Arabia Saudí; el abastecimiento de tecnología o materiales nucleares a Irak, Libia, Siria y Corea del Norte; y el envío de gran número de armas convencionales a Irak. Complementando los suministros de China, a principios de los años noventa Corea del Norte proporcionó a Siria misiles Scud-C, que fueron entregados vía Irán, y algo después la rampa móvil desde la que se lanzan.6
Sin embargo, el nudo central en la conexión armamentística confuciano-islámica ha sido la relación entre China, y en menor medida Corea del Norte, por un lado, y Paquistán e Irán, por el otro. Entre 1980 y 1991, los dos principales receptores de armas chinas fueron Irán y Paquistán, con Irak en segunda posición. A partir de los años setenta, China y Paquistán fomentaron una relación militar sumamente estrecha. En 1989, los dos países firmaron un acuerdo de intenciones, para un período de diez años, con vistas a la «cooperación [militar] en los campos de la adquisición, de la investigación y experimentación conjuntas, de la fabricación conjunta, de traspaso de tecnología, así como la exportación a terceros países mediante acuerdo mutuo». En 1993 se firmó un acuerdo suplementario que proporcionaba créditos chinos para las compras paquistaníes de armas. Como consecuencia de todo ello, China se convirtió en «el proveedor más serio y habitual de armamento de Paquistán, ya que realizaba prácticamente todo tipo de exportaciones relacionadas con lo militar y destinadas a todas las ramas del ejército paquistaní». China también ayudó a Paquistán a crear fábricas de aviones a reacción, tanques, artillería y misiles. Y lo que es de mucha más importancia, China proporcionó una ayuda esencial a Paquistán a la hora de desarrollar su capacidad para conseguir armas nucleares: según se dice, proporcionando a Paquistán uranio para enriquecer, aconsejándole sobre el proyecto de bomba y posiblemente permitiendo a Paquistán explotar un ingenio nuclear en un campo de pruebas chino. Además, China suministró a Paquistán misiles balísticos M-11, con un alcance de 300 kilómetros, que podían lanzar armas nucleares, violando de ese modo un compromiso con los Estados Unidos. A su vez, China ha obtenido de Paquistán la tecnología para repostar combustible en pleno vuelo y también los misiles Stinger.7
Para los años noventa, también las conexiones armamentísticas entre China e Irán habían llegado a ser intensas. Durante la guerra entre Irán e Irak, en los años ochenta, China suministró a Irán el 22 % de sus armas, y en 1989 se convirtió en su mayor proveedor de armamento. Además, China colaboró activamente en los esfuerzos de Irán, declarados abiertamente, por adquirir armas nucleares. Tras firmar «un acuerdo inicial de cooperación chino-iraní», los dos países aprobaron después, en enero de 1990, un convenio por diez años sobre cooperación científica y traspasos de tecnología militar. En septiembre de 1992, el presidente Rafsanyani, acompañado por expertos nucleares iraníes, visitó Paquistán y a continuación China, donde firmó otro acuerdo de cooperación nuclear, y en febrero de 1993 China se avino a construir dos reactores nucleares de 300-MW en Irán. Según estos acuerdos, China suministró tecnología e información nuclear a Irán, adiestró a científicos e ingenieros iraníes y proporcionó a Irán un dispositivo de enriquecimiento, un calutrón. En 1995, tras una continua presión de los EE.UU., China accedió a «cancelar», según los Estados Unidos, o a «suspender», según China, la venta de los dos reactores de 300-MW. China fue también para Irán un importante proveedor de misiles y de tecnología aneja a ellos; entre sus transferencias a finales de los años ochenta cabe señalar los misiles Silkworm entregados a través de Corea del Norte y «docenas, quizá cientos, de sistemas de guía de misiles e instrumentos computerizados» en 1994-1995. Además, China autorizó la fabricación en Irán de misiles chinos tierra-tierra. Corea del Norte completó esta asistencia enviando Scuds a Irán, ayudándole a construir sus propias plantas de fabricación y después accediendo en 1993 a proporcionar a Irán su misil Nodong I, con un alcance de 965 kilómetros. En el tercer lado del triángulo, Irán y Paquistán también establecieron una cooperación habitual en el ámbito nuclear: Paquistán adiestraba a científicos iraníes, y Paquistán, Irán y China acordaron en noviembre de 1992 trabajar juntos en proyectos nucleares.8 El amplio apoyo chino al desarrollo de armas de destrucción masiva por parte de Paquistán e Irán muestra un extraordinario nivel de compromiso y cooperación entre dichos países.
Tabla 8.1. Transferencias de armas chinas, 1980-1991 (selección).
Irán | Paquistán | Iraq | |
Carros de combate | 540 | 1.100 | 1.300 |
Vehículos blindados de transporte de tropas | 300 | - | 650 |
Misiles guiados antitanque | 7.500 | 100 | - |
Piezas de artillería/lanzaderas de cohetes | 1.200* | 50 | 720 |
Aviones de combate | 140 | 212 | - |
Misiles antibuque | 332 | 32 | - |
Misiles tierra-aire | 788* | 222* | - |
* Indica transferencias no plenamente confirmadas.
Fuente: Karl W. Eikenberry, Explaining and Influencing Chinese Arms Transfers, Washington, National Defense University, Institute for National Strategic Studies, McNair Paper n. 36, febrero de 1995, pág. 12.
Como consecuencia de estos hechos y de las amenazas potenciales que plantean para los intereses occidentales, la proliferación de armas de destrucción masiva ha pasado a estar en cabeza de los problemas prioritarios para Occidente en materia de seguridad. En 1990, por ejemplo, el 59 % de los estadounidenses pensaba que impedir la difusión de las armas nucleares era un objetivo importante de la política exterior. En 1994, el 82 % de la gente y el 90 % de los encargados de la política exterior lo reconocían como tal. El presidente Clinton destacaba en septiembre de 1993 la importancia prioritaria de la no proliferación, y en el otoño de 1994 declaraba una «emergencia nacional» afrontar la «amenaza inusitada y extraordinaria para la seguridad nacional, la política exterior y la economía de los Estados Unidos» procedente de «la proliferación de armas nucleares, biológicas y químicas, y de los vectores para lanzarlas». En 1991, la CIA creó un centro de no proliferación con una plantilla de 100 personas, y en diciembre de 1993, el secretario de Defensa Aspin anunció una nueva iniciativa defensiva de contraproliferación y la creación de un nuevo puesto de secretario asistente para la seguridad nuclear y la contraproliferación.9
Durante la guerra fría, los Estados Unidos y la Unión Soviética se entregaron a una clásica carrera de armamento, construyendo armas nucleares cada vez más refinadas tecnológicamente y vectores para lanzarlas. Fue un caso de acumulación frente a acumulación. En el mundo de la guerra fría, la principal rivalidad armamentística es de tipo diferente. Los antagonistas de Occidente están intentando adquirir armas de destrucción masiva, y Occidente está intentando impedírselo. No es un caso de acumulación frente a acumulación, sino más bien de acumulación frente a restricción. Las dimensiones y potencial del arsenal nuclear de Occidente no entran, salvo retóricamente, en la competición. El resultado de una carrera de armamento de acumulación frente a acumulación depende de los recursos, empeño y competencia tecnológica de los dos bandos. No está determinado de antemano. El resultado de una carrera entre acumulación y restricción es más predecible. Los esfuerzos de Occidente por restringir pueden frenar la acumulación de armas de otras sociedades, pero no la detendrán totalmente. El desarrollo económico y social de las sociedades no occidentales, los incentivos comerciales para todas las sociedades, occidentales y no occidentales, de hacer dinero mediante la venta de armas, tecnología y conocimientos técnicos, y los motivos políticos de Estados centrales y potencias regionales para proteger sus hegemonías locales: todo colabora para dar al traste con los esfuerzos restrictivos occidentales.
Occidente promueve la no proliferación como algo que expresa los intereses de todas las naciones por un orden y estabilidad internacionales. Sin embargo, otras naciones entienden la no proliferación como algo que sirve a los intereses de la hegemonía occidental. Este hecho se pone de manifiesto en las diferencias que, acerca de la preocupación por la proliferación, existen entre Occidente y más particularmente los Estados Unidos, por un lado, y las potencias regionales cuya seguridad sería afectada por la proliferación, por el otro. Esta diferencia fue notable en el caso de Corea. En 1993 y 1994, los Estados Unidos entraron en un estado mental de crisis ante la perspectiva de que Corea del Norte tuviera armas nucleares. En noviembre de 1993, el presidente Clinton declaró terminantemente: «A Corea del Norte no se le puede permitir construir una bomba nuclear. Tenemos que ser muy firmes en esto». Senadores, diputados y antiguos funcionarios del gobierno de Bush discutían la posible necesidad de un ataque preventivo contra instalaciones nucleares norcoreanas; la preocupación de los EE.UU. acerca del programa norcoreano se enraizaba en buena medida en su inquietud ante una proliferación a escala mundial; tal potencial, no sólo restringiría y complicaría posibles acciones de los EE.UU. en el este de Asia, sino que, si Corea del Norte vendía su tecnología o sus armas, la cosa tendría consecuencias parecidas para los Estados Unidos en el sur de Asia y el Oriente. Próximo y Oriente Medio.
Por otro lado, Corea del Sur concebía la bomba en relación con sus intereses regionales. Muchos surcoreanos percibían una bomba norcoreana como una bomba coreana, que nunca sería usada contra otros coreanos, pero que se podría usar para defender la independencia e intereses coreanos contra Japón y otras amenazas potenciales. Funcionarios civiles y oficiales del ejército de Corea del Sur expresaban su alegría anticipada de que una Corea unida contara con ese potencial. Los intereses surcoreanos estaban bien servidos: Corea del Norte cargaría con los gastos y la deshonra internacional que llevaba consigo la bomba; Corea del Sur acabaría heredándola. La combinación de las armas nucleares del norte y la gran capacidad industrial del Sur harían posible que una Corea unificada asumiera su propio papel como actor clave en la escena del este asiático. Por tanto, había marcadas diferencias entre la medida en que Washington veía la existencia de una crisis importante en la península coreana en 1994 y la ausencia de toda sensación significativa de crisis en Seúl, y eso provocó un «diferencial de pánico» (un gap) entre las dos capitales. Una de las «singularidades del punto muerto nuclear norcoreano desde su comienzo, hace algunos años», decía un periodista en pleno apogeo de la «crisis» de junio de 1994, «es que la sensación de crisis aumenta cuanto más lejos está uno de Corea». Un distanciamiento parecido entre los intereses estadounidenses en materia de seguridad y los de las potencias regionales se produjo también en el sur de Asia: los Estados Unidos estaban más inquietos por la proliferación nuclear en esa zona que los habitantes de la región. La India y Paquistán encontraban más fácil de aceptar la mutua amenaza nuclear que las propuestas estadounidenses de restringir, reducir o eliminar ambas amenazas.10
Los esfuerzos por parte de los Estados Unidos y otros países occidentales por impedir la proliferación de armas de destrucción masiva «igualadoras» han tenido, y es probable que continúen teniendo, un éxito limitado. Un mes después de que el presidente Clinton dijera que a Corea del Norte no se le podía permitir tener un arma nuclear, los servicios de información estadounidenses le comunicaron que probablemente tenía una o dos.11 Por consiguiente, la actitud de los EE.UU. cambió, y empezaron a ofrecer zanahoria (en vez de palo) a los norcoreanos para persuadirles de que no aumentaran su arsenal nuclear. Los Estados Unidos tampoco fueron capaces de revocar o de detener la construcción de armas nucleares por parte de la India y Paquistán, y no han podido frenar el avance nuclear de Irán.
En la conferencia de abril de 1995 sobre el Tratado de no proliferación nuclear, la cuestión clave fue si se renovaría por un período indefinido o por veinticinco años. Los Estados Unidos encabezaron a los que propugnaban una prórroga indefinida. Sin embargo, un numeroso grupo de países se opuso a tal prórroga a menos que fuera acompañada por una reducción mucho más radical de las armas nucleares de las cinco potencias nucleares reconocidas. Además, Egipto se oponía a la prórroga a menos que Israel firmara el Tratado y aceptara inspecciones que supervisaran su cumplimiento. Al final, los Estados Unidos consiguieron un consenso mayoritario favorable a la prórroga indefinida mediante una estrategia que tuvo mucho éxito, de presiones, sobornos y amenazas. Ni Egipto ni México, por ejemplo, que habían estado contra la prorrogación indefinida, pudieron mantener su postura ante su dependencia económica respecto a los Estados Unidos. Aunque el Tratado fue prorrogado por consenso, los representantes de siete naciones musulmanas (Siria, Jordania, Irán, Irak, Libia, Egipto y Malaisia) y una nación africana (Nigeria) expresaron opiniones discrepantes en el debate final.12
En 1993, los objetivos principales de Occidente, tal y como quedaban definidos en la postura estadounidense, pasaron de la no proliferación a la contraproliferación. Este cambio era un reconocimiento realista de que, en alguna medida, cierta proliferación nuclear resultaba inevitable. Andando el tiempo, la postura estadounidense pasará, de ser contraria a la proliferación, a adaptarse a ella y, si la administración puede escapar a su mentalidad de guerra fría, a buscar la forma en que promover la proliferación pueda servir a los intereses estadounidenses y occidentales. Sin embargo, en 1995 los Estados Unidos y Occidente seguían empeñados en una política restrictiva que, a la postre, está condenada al fracaso. La proliferación de armas nucleares y de otras de destrucción masiva es un fenómeno clave de la lenta pero inevitable difusión del poder en un mundo multicivilizatorio.