Islam: conciencia sin cohesión
La estructura de lealtad política entre árabes y, más en general entre musulmanes, ha sido en general la opuesta de la del Occidente moderno. Para éste, el Estado nacional ha constituido el súmum de la lealtad política. Las lealtades más limitadas están subordinadas a ella y quedan subsumidas en la lealtad al Estado nacional. Los grupos que trascienden los Estados nacionales -colectividades lingüísticas o religiosas, o civilizaciones- han impuesto una lealtad y un compromiso menos intensos. Así, en un continuo que vaya de las entidades más reducidas a las más amplias, las lealtades occidentales tienden concentrarse en el centro, de manera que la curva de intensidad de la lealtad forma en cierta medida una U invertida. En el mundo islámico, la estructura de lealtad ha sido casi exactamente la contraria. El islam ha tenido un centro hueco en su jerarquía de lealtades. Como ha dicho Ira Lapidus, las «dos estructuras fundamentales, originales y persistentes» han sido la familia, el clan y la tribu, por un lado, y las «unidades de cultura, religión e imperio en una escala cada vez mayor», por el otro.25 «El tribalismo y la religión (islam) desempeñaron y desempeñan todavía», decía así mismo un investigador libio, «un papel significativo y determinante en los acontecimientos sociales, económicos, culturales y políticos de las sociedades y sistemas políticos árabes. De hecho están entrelazados de tal manera que son considerados los factores y variables más importantes que configuran y determinan la cultura política árabe y [el] espíritu político árabe.» Las tribus han sido fundamentales para la política en los Estados árabes, muchos de los cuales, como dice Tahsin Bashir, son simplemente «tribus con banderas». El fundador de Arabia Saudí tuvo éxito, en gran parte, gracias a su habilidad a la hora de crear una coalición tribal a través del matrimonio y otros medios, y la política saudí ha seguido siendo una política en buena parte tribal en la que los sudaris están enfrentados a los shammar y a otras tribus. Al menos dieciocho tribus importantes han desempeñado papeles significativos en la evolución libia, y se dice que en Sudán viven unas quinientas tribus, la mayor de las cuales abarca al 12 % de la población del país.26
Históricamente, en Asia Central no existieron identidades nacionales. «La lealtad era para con la tribu, el clan y la familia extensa, no para con el Estado.» En el otro extremo, la gente tenía en común «una lengua, una religión, una cultura y unos estilos de vida», y «el islam era la fuerza más poderosa de unificación de la gente, más incluso que el poder del emir». Entre los chechenos y pueblos afines del Cáucaso norte existían aproximadamente un centenar de clanes «montañeses» y otros setenta «de la llanura», que controlaban la política y la economía hasta tal punto que, en contraste con la planificada economía soviética, se decía que los chechenos tenía una economía «clanificada».27
En todo el islam, el grupo pequeño y la gran fe, la tribu y la ummah, han sido los principales centros de lealtad y compromiso y el Estado nacional ha sido menos importante. En el mundo árabe, los Estados existentes tienen problemas de legitimidad porque en su mayoría son el resultado arbitrario, si no caprichoso, del imperialismo europeo, y sus fronteras a menudo ni siquiera coinciden con las de grupos étnicos como los bereberes y los kurdos. Estos Estados dividieron a la nación árabe, pero un Estado panárabe, por otro lado, nunca ha llegado a materializarse. Además, la idea de Estados nacionales soberanos es incompatible con la fe en la soberanía de Alá y la primacía de la ummah. Como movimiento revolucionario, el fundamentalismo islámico rechaza el Estado nacional en favor de la unidad del islam, igual que lo rechazaba el marxismo en favor de la unidad del proletariado internacional. La debilidad del Estado nacional en el islam queda también puesta de manifiesto en el hecho de que, aun cuando se produjeron numerosos conflictos entre grupos musulmanes durante los años que siguieron a la segunda guerra mundial, sólo hubo dos guerras importantes libradas directamente entre Estados musulmanes, y ambas tuvieron que ver con la invasión por parte de Irak de Estados vecinos.
En los años setenta y ochenta, los mismos factores que dieron origen al Resurgimiento islámico dentro de los países fortalecieron también la identificación con la ummah o civilización islámica como un todo. Como dijo un estudioso a mediados de los años ochenta:
La identidad y unidad musulmanas ha sido objeto de un profundo interés, estimulado aún más por la descolonización, el crecimiento demográfico, la industrialización, la urbanización y un cambiante orden económico internacional asociado, entre otras cosas, a la riqueza petrolífera existente bajo las tierras musulmanas… Las comunicaciones modernas han fortalecido y desarrollado los vínculos entre los pueblos musulmanes. Ha habido un fuerte crecimiento en el número de quienes hacen la peregrinación a La Meca, lo cual produce un sentimiento más intenso de identidad común entre musulmanes de lugares tan lejanos como China y Senegal, Yemen y Bangladesh. Un número cada vez mayor de estudiantes de Indonesia, Malaisia y el sur de Filipinas, y de África, están estudiando en las universidades de Oriente Próximo y Oriente Medio, difundiendo ideas y estableciendo contactos personales que superan las fronteras nacionales. Hay conferencias y consultas regulares y cada vez más frecuentes entre intelectuales y ulemas (estudiosos religiosos) musulmanes que se celebran en centros como Teherán, La Meca y Kuala Lumpur… Las casetes (de sonido, y ahora de vídeo) difunden sermones de las mezquitas que superan las fronteras internacionales, de modo que los predicadores prestigiosos ahora llegan a públicos que están mucho más allá de sus comunidades locales.28
El sentimiento de la unidad musulmana también ha quedado patente en las actuaciones de los Estados y los organismos internacionales, y ha sido estimulado por ellas. En 1969, los dirigentes de Arabia Saudí, en colaboración con los de Paquistán, Marruecos, Irán, Túnez y Turquía, organizaron la primera cumbre islámica en Rabat. De allí surgió la Organización de la Conferencia Islámica (OCI), que fue constituida formalmente en 1972 con una sede en Jeddah. Prácticamente todos los Estados con poblaciones musulmanas relevantes pertenecen actualmente a la Conferencia, que es la única organización interestatal de este tipo. Los gobiernos cristianos, ortodoxos, budistas e hinduistas no cuentan con organizaciones interestatales en las que el ingreso esté condicionado por la religión; los gobiernos musulmanes, sí. Además, los gobiernos de Arabia Saudí, Paquistán, Irán y Libia han patrocinado y apoyado organizaciones no gubernamentales como el Congreso Musulmán Mundial (creación paquistaní) y la Liga Mundial Musulmana (creación saudí), así como «numerosos, y a menudo muy distantes, regímenes, partidos, movimientos y causas que, según creen [dichos gobiernos], comparten sus orientaciones ideológicas» y que están «enriqueciendo la corriente de información y recursos entre musulmanes».29
Sin embargo, el movimiento que va de la conciencia islámica a la cohesión islámica incluye dos paradojas. En primer lugar, el islam está dividido entre centros de poder rivales que intentan, cada uno por su cuenta, aprovecharse de la identificación musulmana con la ummah para promover la cohesión islámica bajo su liderazgo. Esta rivalidad continúa entre los regímenes establecidos y sus organizaciones, por una parte, y los regímenes islamistas y las suyas, por otra. Arabia Saudí tomó la delantera al crear la OCI, en parte para contrapesar a la Liga Árabe, que por aquel entonces estaba dominada por Nasser. En 1991, tras la guerra del Golfo, el líder sudanés Hassan al-Turabi creó la Conferencia Árabe e Islámica Popular (CAIP) para contrarrestar a la OCI, dominada por los saudíes. A la tercera conferencia de la CAIP, en Jartum a principios de 1995, asistieron varios cientos de delegados de organizaciones y movimientos islamistas de ochenta países.30 Además de estas organizaciones formales, la guerra de Afganistán generó una extensa red de grupos informales y clandestinos de veteranos que han aparecido luchando por causas musulmanas o islamistas en Argelia, Chechenia, Egipto, Túnez, Bosnia, Palestina y Filipinas, entre otros lugares. Tras la guerra, sus filas se renovaron con combatientes adiestrados en la Universidad de Dawa Jihad, en las afueras de Peshawar, y en campos patrocinados en Afganistán por diversas facciones y sus promotores extranjeros. Los intereses comunes compartidos por regímenes y movimientos radicales en ocasiones han superado antagonismos más tradicionales; así, con apoyo iraní se establecieron conexiones entre grupos fundamentalistas sunnitas y chiítas. Existe una estrecha cooperación militar entre Sudán e Irán, las fuerzas aéreas y la armada iraníes usaron instalaciones sudanesas, y los dos gobiernos cooperaron a la hora de apoyar a grupos fundamentalistas en Argelia y otros lugares. Hassan al-Turabi y Saddam Hussein supuestamente establecían vínculos estrechos en 1994, mientras Irán e Irak avanzaban hacia la reconciliación.31
En segundo lugar, el concepto de ummah presupone la ilegitimidad del Estado nacional, y, sin embargo, la ummah sólo se puede unificar mediante las actuaciones de uno o más Estados centrales fuertes, hoy inexistentes. El concepto de islam como comunidad religioso-política unificada ha supuesto que, habitualmente, los Estados centrales sólo se hayan materializado en el pasado cuando el liderazgo religioso y político -el califato y el sultanato- se han combinado en una única institución dominante. La rápida conquista árabe del norte de África y de Oriente Próximo y Oriente Medio en el siglo vii culminó en el califato Omeya, con capital en Damasco. A éste le siguió en el siglo viii el califato abasí, de influencia persa y asentado en Bagdad, con califatos secundarios que surgieron en El Cairo y Córdoba en el siglo x. Cuatrocientos años después, los turcos otomanos se extendieron por Oriente Próximo y Oriente Medio, tomando Constantinopla en 1453 y estableciendo un nuevo califato en 1517. Aproximadamente por aquel entonces otros pueblos turcos invadían la India y fundaban el imperio mogol. El ascenso de Occidente socavó tanto el imperio otomano como el mogol, y el final del imperio otomano dejó al islam sin un Estado central. Sus territorios, en una medida considerable, fueron repartidos entre potencias occidentales, que, cuando se retiraron, dejaron atrás frágiles Estados creados de acuerdo con un modelo occidental ajeno a las tradiciones del islam. De ahí que durante la mayor parte del siglo xx ningún país musulmán haya tenido suficiente poder ni legitimidad cultural y religiosa para asumir ese papel y ser aceptado como el líder del islam por los demás Estados islámicos y por los países no islámicos.
La ausencia de un Estado central islámico es un factor crucial en los conflictos internos y externos generalizados que caracterizan al islam. Una conciencia sin cohesión es una fuente de debilidad para el islam y fuente de amenaza para otras civilizaciones. ¿Es posible que esta situación se mantenga?
Un Estado central islámico tiene que poseer los recursos económicos, el poder militar, la capacidad organizativa y la identidad y compromiso islámicos para proporcionar un liderazgo tanto político como religioso a la ummah. Seis Estados se mencionan de vez en cuando como posibles líderes del islam; sin embargo, ninguno de ellos reúne actualmente todos los requisitos para ser un Estado central eficaz. Indonesia es el país musulmán más grande y está creciendo económicamente de forma rápida. Sin embargo, está situado en la periferia del islam, muy alejado de su centro árabe; su islam pertenece a la variedad del sudeste asiático, relajada; y su pueblo y cultura son una mixtura de influencias autóctonas, musulmanas, hindúes, chinas y cristianas. Egipto es un país árabe, con una población numerosa, una ubicación geográfica central y estratégicamente importante en Oriente Próximo y con una institución de estudios islámicos señera, la Universidad Al-Azhar. Sin embargo, es también un país pobre, económicamente dependiente de los Estados Unidos, de instituciones internacionales controladas por Occidente y de los Estados árabes ricos en petróleo.
Irán, Paquistán y Arabia Saudí se han definido explícitamente como países musulmanes y han intentado activamente ejercer influencia en la ummah y proporcionarle liderazgo. Con ello, han rivalizado entre sí patrocinando organizaciones, financiando grupos islámicos, proporcionando apoyo a los combatientes de Afganistán y procurando ganarse la amistad de los pueblos musulmanes de Asia Central. Irán tiene el tamaño, ubicación central, la población, las tradiciones históricas, los recursos petrolíferos y el nivel medio de desarrollo económico que le cualificarían para ser un Estado central islámico. Sin embargo, el 90 % de los musulmanes son sunnitas e Irán es chiíta; el persa es una lengua muy secundaria respecto al árabe como lengua del islam; y las relaciones entre persas y árabes han sido históricamente de rivalidad.
Paquistán tiene tamaño, población y poder militar, y sus líderes han intentado con bastante insistencia reclamar para su país el papel de promotor de la cooperación entre los Estados islámicos y de portavoz del islam para el resto del mundo. Sin embargo, Paquistán es relativamente pobre y adolece de graves divisiones internas de tipo étnico y regional, una trayectoria de inestabilidad política y una fijación respecto del problema de seguridad frente a la India, lo que explica en gran parte su interés en cultivar unas relaciones estrechas con otros países islámicos, así como con potencias no musulmanas como China y los Estados Unidos.
Arabia Saudí fue la patria original del islam; los santuarios más sagrados del islam se encuentran allí; su lengua es la lengua del islam; cuenta con las mayores reservas petrolíferas del mundo y con la influencia financiera mundial que de ellas se deriva; y su gobierno ha configurado la sociedad saudí siguiendo criterios estrictamente islámicos. Durante los años setenta y ochenta, Arabia Saudí fue la fuerza más influyente en el mundo musulmán. Gastó miles de millones de dólares apoyando causas musulmanas por todo el mundo, desde mezquitas y libros de textos a partidos políticos, organizaciones islamistas y movimientos terroristas, y lo hizo de forma relativamente indiscriminada. Por otra parte, su población relativamente pequeña y su vulnerabilidad geográfica le obligan a depender de Occidente para su seguridad.
Finalmente, Turquía tiene la historia, la población, el nivel medio de desarrollo económico, la cohesión nacional y la tradición y competencia militar para ser el Estado central del islam. Sin embargo, al definir explícitamente a Turquía como una sociedad laica, Ataturk impidió a la República Turca suceder en ese papel al imperio otomano. Turquía ni siquiera pudo convertirse en miembro fundador de la OCI debido a su adhesión al laicismo, expresada en su Constitución. Mientras Turquía continúe definiéndose como un Estado laico, el liderazgo del islam le está vedado.
Sin embargo, ¿qué ocurriría si Turquía se redefiniera? En un determinado momento, Turquía podría estar dispuesta a abandonar su enojoso y humillante papel de mendigo que suplica su ingreso en Occidente y a retomar su papel histórico, mucho más impresionante y elevado, como el principal interlocutor y antagonista islámico de Occidente. El fundamentalismo ha ido aumentando en Turquía; durante el mandato de Özal, Turquía hizo grandes esfuerzos para identificarse con el mundo árabe; se ha aprovechado de sus vínculos étnicos y lingüísticos para desempeñar un papel modesto en Asia Central; ha proporcionado ánimo y apoyo a los musulmanes bosnios. Entre los países musulmanes, Turquía es el único que tiene amplias conexiones históricas con los musulmanes de los Balcanes, de Oriente Próximo y Oriente Medio, el norte de África y Asia Central. Cabe pensar, en efecto, que Turquía podría «ser una Sudáfrica»: abandonar el laicismo como extraño a su ser, lo mismo que Sudáfrica abandonó el apartheid y, de ese modo, pasar de ser un Estado paria en su civilización a ser el principal Estado de tal civilización. Tras haber experimentado lo mejor y lo peor de Occidente con el cristianismo y el apartheid, Sudáfrica está peculiarmente cualificada para liderar África. Tras haber experimentado lo peor y lo mejor de Occidente con el laicismo y la democracia, Turquía puede estar igualmente cualificada para liderar al islam. Pero para ello tendría que rechazar el legado de Ataturk más absolutamente de lo que Rusia ha rechazado el de Lenin. Ello, además, exigiría un líder del calibre de Ataturk y que combinara la legitimidad religiosa y la legitimidad política para hacer que Turquía deje de ser un país desgarrado y se convierta de nuevo en un Estado central.