El islam y Occidente
Algunos occidentales, entre ellos el presidente Bill Clinton, han afirmado que Occidente no tiene problemas con el islam, sino sólo con los extremistas islamistas violentos. Mil cuatrocientos años de historia demuestran lo contrario. Las relaciones entre el islam y el cristianismo, tanto ortodoxo como occidental, han sido con frecuencia tempestuosas. Cada uno de ellos ha sido el Otro del otro. El conflicto del siglo xx entre la democracia liberal y el marxismo-leninismo es sólo un fenómeno histórico fugaz y superficial comparado con la relación continuada y profundamente conflictiva entre el islam y el cristianismo. A veces, la coexistencia pacífica ha prevalecido; más a menudo, sin embargo, la relación ha sido de guerra fría y de diversos grados de guerra caliente. La «dinámica histórica», comenta John Esposito, «…encontró con frecuencia a las dos colectividades en competencia, y a veces enzarzadas en un combate a muerte por el poder, la tierra y las almas».2 A lo largo de los siglos, la fortuna de las dos religiones ha ascendido y decrecido en una serie de oleadas, pausas y contraoleadas momentáneas.
La expansión inicial árabe-islámica, desde principios del siglo vii a mediados del viii, estableció el dominio musulmán en el norte de África, la península Ibérica, Oriente Próximo y Oriente Medio, Persia y norte de la India. Durante dos siglos aproximadamente, las líneas divisorias entre el islam y el cristianismo se estabilizaron. Después, a finales del siglo xi, los cristianos reafirmaron su control del Mediterráneo occidental, conquistaron Sicilia, tomaron Toledo. En el 1095, la cristiandad puso en marcha las cruzadas, y durante un siglo y medio los potentados cristianos intentaron, cada vez con menor éxito, establecer el dominio cristiano en Tierra Santa y los territorios adyacentes de Oriente Próximo, y acabaron perdiendo Acre, su último bastión allí, en 1291. Mientras tanto, habían aparecido en escena los turcos otomanos. Primero debilitaron Bizancio y después conquistaron gran parte de los Balcanes, así como el norte de África, tomaron Constantinopla en 1453 y asediaron Viena en 1529. «Durante casi mil años», dice Bernard Lewis, «desde el primer desembarco moro en España hasta el segundo asedio turco de Viena, Europa estuvo bajo la amenaza constante del islam.»3 El islam es la única civilización que ha puesto en duda la supervivencia de Occidente, y lo ha hecho al menos dos veces.
En el siglo xv, sin embargo, la marea había empezado a cambiar. Los cristianos recuperaron poco a poco la península Ibérica, completando la tarea en Granada en 1492. Mientras tanto, las innovaciones europeas en navegación oceánica permitieron a los portugueses, y después a otros, evitar el centro de los territorios musulmanes y penetrar en el océano índico y más allá. Simultáneamente, los rusos pusieron fin a dos siglos de dominio tártaro. Posteriormente, los otomanos hicieron un último avance, asediando Viena de nuevo en 1683. Su fracaso marcó el comienzo de una larga retirada, que llevaría consigo la lucha de los pueblos ortodoxos de los Balcanes para liberarse del dominio otomano, la expansión del imperio de los Habsburgo y el espectacular avance de los rusos hasta el mar Negro y el Cáucaso. En el lapso de un siglo aproximadamente, «el flagelo de la cristiandad» se transformó en «el enfermo de Europa».4 Al término de la primera guerra mundial, Gran Bretaña, Francia e Italia dieron el golpe de gracia y establecieron su dominio directo o indirecto en todos los restantes países otomanos, exceptuando el territorio de la República Turca. En 1920, sólo cuatro países musulmanes -Turquía, Arabia Saudí, Irán y Afganistán- seguían siendo independientes de toda forma de dominio no musulmán.
El retroceso del colonialismo occidental, a su vez, comenzó lentamente en los años veinte y treinta, y se aceleró de forma espectacular en las circunstancias que resultaron de la segunda guerra mundial. El hundimiento de la Unión Soviética dio la independencia a algunas sociedades musulmanas más. Según una estimación, entre 1757 y 1919 se produjeron noventa y dos adquisiciones de territorio musulmán por parte de gobiernos no musulmanes. En 1995, sesenta y nueve de esos territorios estaban una vez más bajo dominio musulmán, y unos cuarenta y cinco Estados independientes tenían poblaciones mayoritariamente musulmanas. La naturaleza violenta de estas relaciones cambiantes se refleja en el hecho de que el 50 % de las guerras en las que estuvieron implicados dos Estados de religión diferente entre 1820 y 1929 fueron guerras entre musulmanes y cristianos.5
Las causas de esta tónica constante de conflicto no estriban en fenómenos transitorios, como la pasión cristiana del siglo xii o el fundamentalismo musulmán del siglo xx, sino que dimanan de la naturaleza de estas dos religiones y de las civilizaciones basadas en ellas. Por una parte, el conflicto era fruto de la diferencia, particularmente la concepción musulmana del islam como forma de vida que trasciende y une la religión y la política, frente al concepto cristiano occidental de los reinos separados de Dios y el César. Sin embargo, el conflicto también se debía a sus semejanzas. Ambas son religiones monoteístas que, a diferencia de las politeístas, no pueden asimilar fácilmente deidades adicionales, y que ven el mundo en términos dualistas, de «nosotros y ellos». Ambas son universalistas, y pretenden ser la única fe verdadera que todos los seres humanos deben abrazar. Ambas son religiones misioneras proselitistas que creen que sus adeptos tiene la obligación de convertir a los no creyentes a esa única fe verdadera. Desde sus orígenes, el islam se difundió mediante conquista, y también el cristianismo cuando tuvo la oportunidad. Los conceptos paralelos de yihad y «cruzada», no sólo las asemeja, sino que distingue estos dos credos de todas las demás principales religiones del mundo. El islam y el cristianismo, junto con el judaísmo, tienen visiones teleológicas de la historia, en contraste con las visiones cíclicas o estáticas predominantes en otras civilizaciones.
El grado de conflicto violento entre el islam y el cristianismo ha variado a lo largo del tiempo, influido por el crecimiento y declive demográfico, los progresos económicos, el cambio tecnológico y la intensidad del compromiso religioso. La difusión del islam en el siglo vii estuvo acompañada por migraciones masivas de pueblos árabes, a una «escala y velocidad» sin precedentes, a los territorios de los imperios bizantino y sasánida. Pocos siglos más tarde, las cruzadas fueron en gran parte el resultado del crecimiento económico, el aumento de la población y el «renacimiento cluniacense» en la Europa del siglo xi, que posibilitaron la movilización de grandes contingentes de caballeros y campesinos para la marcha hacia Tierra Santa. Cuando la primera cruzada llegó a Constantinopla, escribía un observador bizantino, parecía como si «Occidente entero, incluidas todas las tribus de los bárbaros que viven desde más allá del mar Adriático hasta las Columnas de Hércules, hubiera iniciado una migración masiva y estuviera en camino, prorrumpiendo en Asia como una masa compacta, con todas sus pertenencias».6 En el siglo xix, un espectacular crecimiento de la población volvió a producir una erupción europea, generando la mayor migración de la historia, que fluyó hacia territorios musulmanes y también hacia otros.
Una confluencia parecida de factores ha incrementado el conflicto entre el islam y Occidente a finales del siglo xx. En primer lugar, el crecimiento de la población musulmana ha generado gran cantidad de jóvenes desempleados y descontentos que se convierten en adeptos de causas islamistas, ejercen presión sobre las sociedades vecinas y emigran a Occidente. En segundo lugar, el Resurgimiento islámico ha dado a los musulmanes una confianza renovada en el carácter y validez distintivos de su civilización y sus valores en comparación con los de Occidente. En tercer lugar, los esfuerzos simultáneos de Occidente por universalizar sus valores e instituciones, mantener su superioridad militar y económica e intervenir en conflictos en el mundo musulmán generan un profundo resentimiento entre los musulmanes. En cuarto lugar, el hundimiento del comunismo acabó con un enemigo común de Occidente y el islam y convirtió a ambos en la principal amenaza a la vista para el otro. En quinto lugar, el creciente contacto y mezcla entre musulmanes y occidentales estimula en cada uno un sentido nuevo de su propia identidad y de cómo ésta difiere de la del otro. La interacción y la mezcla exacerban las diferencias acerca de los derechos de los miembros de una civilización en un país dominado por miembros de la otra civilización. Dentro de las sociedades tanto musulmanas como cristianas la tolerancia para con el otro decayó acusadamente en los años ochenta y noventa.
Así, las causas del renovado conflicto entre el islam y Occidente estriban en cuestiones fundamentales de poder y cultura. Kto? Kovo? ¿Quién ha de dominar? ¿Quién ha de ser dominado? La pregunta central de la política según Lenin es la raíz de la pugna entre el islam y Occidente. Sin embargo, está el conflicto adicional, que Lenin habría considerado insignificante, entre dos versiones diferentes de lo que está bien y lo que está mal y, en consecuencia, sobre quién tiene razón y quién se equivoca. Mientras el islam siga siendo islam (como así será) y Occidente siga siendo Occidente (cosa que es más dudosa), este conflicto fundamental entre dos grandes civilizaciones y formas de vida continuará definiendo sus relaciones en el futuro lo mismo que las ha definido durante los últimos catorce siglos.
Estas relaciones se ven más enturbiadas aún por varias cuestiones esenciales en las que sus posturas difieren o entran en conflicto. Históricamente, una cuestión importante fue el control del territorio, pero ahora es relativamente insignificante. De veintiocho conflictos de línea de fractura que se produjeron a mediados de los noventa entre musulmanes y no musulmanes, diecinueve tuvieron lugar entre musulmanes y cristianos. Once fueron con cristianos ortodoxos, y siete con adeptos del cristianismo occidental en África y el sudeste asiático. Sólo uno de estos conflictos violentos, o potencialmente violentos, el producido entre croatas y bosnios, se produjo siguiendo exactamente la línea de fractura entre Occidente y el islam. El final efectivo del imperialismo territorial occidental y la ausencia hasta ahora de una renovada expansión territorial musulmana han producido una segregación geográfica de modo que sólo en unos pocos lugares de los Balcanes limitan directamente entre sí los mundos occidental y musulmán. Los conflictos entre Occidente y el islam se centran, pues, menos en el territorio que en cuestiones más amplias de relación entre civilizaciones, tales como la proliferación de armas, los derechos humanos y la democracia, la emigración, el terrorismo islamista y la intervención occidental.
Después de la guerra fría, este antagonismo histórico cobró nueva vida, y la creciente intensidad de este choque ha sido ampliamente reconocida por miembros de ambas colectividades. En 1991, por ejemplo, el distinguido analista inglés, Barry Buzan, veía muchas razones para afirmar que estaba empezando a manifestarse una guerra fría societal «entre Occidente y el islam, en la que Europa estaría en primera línea».
Esta circunstancia tiene que ver en parte con la contraposición entre valores laicos y religiosos, en parte con la rivalidad histórica entre la cristiandad y el islam, en parte con los resentimientos por el dominio occidental de la estructuración política poscolonial de Oriente Próximo y Oriente Medio, y en parte con la amargura y humillación de la comparación odiosa entre los logros de las civilizaciones islámica y occidental en los últimos dos siglos.
Además, señaló, una «guerra fría societal con el islam serviría para fortalecer la identidad europea en conjunto en un momento crucial para el proceso de la unión europea». De ahí que «pueda muy bien haber en Occidente un grupo numeroso dispuesto, no sólo a apoyar una guerra fría societal con el islam, sino a adoptar posturas que la alienten». En 1990, Bernard Lewis, importante estudioso occidental del islam, analizaba «Las raíces de la ira musulmana», y concluía:
Actualmente debemos tener claro que nos enfrentamos a una disposición de ánimo y a un movimiento que trascienden en mucho el plano de los problemas y de las medidas y los gobiernos que las adoptan. Es nada menos que un choque de civilizaciones -esa reacción quizá irracional, pero ciertamente histórica, de un antiguo rival contra nuestra herencia judeo-cristiana, nuestro presente laico y la expansión de ambos por todo el mundo-. Es de importancia crucial que, por nuestra parte, eso no nos mueva a una reacción igualmente histórica, pero también igualmente irracional, contra ese rival.7
Observaciones parecidas llegaban del mundo islámico. «Hay signos inequívocos» -afirmó un importante periodista egipcio, Mohammed Sid-Ahmed, en 1994-, «de un choque cada vez mayor entre la ética occidental judeo-cristiana y el movimiento de renacimiento islámico, que actualmente se extiende del Atlántico, al oeste, hasta China, al este.» Un destacado musulmán indio predijo en 1992: «[E]stá claro que la siguiente confrontación [de Occidente] va a producirse con el mundo musulmán. Es en la extensión de las naciones islámicas, desde el Magreb a Paquistán, donde comenzará la lucha por un nuevo orden mundial». Para un importante abogado tunecino, esa lucha estaba ya en marcha: «El colonialismo intentó deformar todas las tradiciones culturales del islam. Yo no soy islamista. No creo que haya aquí un conflicto entre religiones. Hay un conflicto entre civilizaciones».8
En los años ochenta y noventa, la tendencia general en el islam ha seguido una dirección antioccidental. En parte, ésta es la consecuencia natural del Resurgimiento islámico y la reacción contra lo que se considera gharbzadegi u «occidentoxicación» de las sociedades musulmanas. La «reafirmación del islam, sea cual sea su forma sectaria concreta, supone el repudio de la influencia europea y estadounidense en la sociedad, política y moralidad locales».9 En el pasado, los líderes musulmanes decían de vez en cuando a su gente: «Debemos occidentalizarnos». Sin embargo, si algún líder musulmán ha dicho eso en el último cuarto del siglo xx, es una figura aislada. De hecho, es difícil encontrar declaraciones de musulmanes, sean políticos, funcionarios, académicos, hombres de negocios o periodistas, en las que alaben los valores e instituciones occidentales. Por el contrario, insisten en las diferencias entre su civilización y la occidental, en la superioridad de su cultura y la necesidad de mantener la integridad de dicha cultura contra el violento ataque occidental. Los musulmanes temen y se indignan ante el poder occidental y la amenaza que supone para su sociedad y sus creencias. Consideran la cultura occidental materialista, corrupta, decadente e inmoral. También la juzgan seductora, y por ello insisten más aún en la necesidad de resistir a su fuerza de sugestión sobre la forma de vida musulmana. Cada vez más, los musulmanes atacan a Occidente, no porque sea adepto de una religión imperfecta y errónea (pese a todo, es una «religión del libro»), sino porque no se adhiere a ninguna religión en absoluto. A los ojos musulmanes, el laicismo, la irreligiosidad y, por tanto, la inmoralidad occidentales son males peores que el cristianismo occidental que los produjo. En la guerra fría, Occidente etiquetó a su oponente como «comunismo sin Dios»; en el conflicto de civilizaciones posterior a la guerra fría, los musulmanes ven a su oponente como «Occidente sin Dios».
Estas imágenes de un Occidente arrogante, materialista, represivo, brutal y decadente no sólo las tienen imanes fundamentalistas, sino también aquellos a quienes muchos en Occidente considerarían sus aliados y partidarios naturales. Pocos libros de autores musulmanes publicados en los años noventa, por ejemplo, recibieron el elogio otorgado a la obra de Fatima Mernissi islam and Democracy, generalmente saludado por los occidentales como la valiente declaración de una mujer musulmana moderna y liberal.10 Sin embargo, el retrato de Occidente contenido en ese volumen difícilmente podría ser menos halagador. Occidente es «militarista» e «imperialista» y ha «traumatizado» a otras naciones mediante «el terror colonial» (págs. 3, 9). El individualismo, sello de la cultura occidental, es «la fuente de toda aflicción» (pág. 8). El poder occidental es temible. Occidente «solo decide si los satélites serán usados para educar a los árabes o para arrojarles bombas… Aplasta nuestras posibilidades e invade nuestras vidas con sus productos importados y películas televisadas que inundan las ondas… Es un poder que nos aplasta, asedia nuestros mercados y controla nuestros más simples recursos, iniciativas y capacidades. Así es como veíamos nuestra situación, y la guerra del Golfo convirtió nuestra impresión en certidumbre» (págs. 146-147). Occidente «crea su poder mediante la investigación militar» y después vende los productos de dicha investigación a países subdesarrollados que son sus «consumidores pasivos». Para liberarse de este servilismo, el islam debe conseguir sus propios ingenieros y científicos, construir sus propias armas (que sean nucleares o convencionales, la autora no lo especifica) y «liberarse de la dependencia militar respecto a Occidente» (págs. 43-44). Éstos, insistimos en ello, no son los puntos de vista de un ayatolá con barba y capucha.
Sean cuales sean sus opiniones políticas o religiosas, los musulmanes están de acuerdo en que existen diferencias básicas entre su cultura y la cultura occidental. Como dice Sheik Ghanoushi, «El punto fundamental es que nuestras sociedades están basadas en valores distintos que las de Occidente». Los estadounidenses «vienen aquí», decía un representante oficial egipcio, «y quieren que seamos como ellos. No entienden nada de nuestros valores o nuestra cultura». «[N]osotros somos diferentes», coincidía un periodista egipcio. «Tenemos un trasfondo diferente, una historia diferente. Por eso tenemos derecho a futuros diferentes.» Tanto publicaciones populares como intelectualmente serias hablan reiteradamente de lo que supuestamente son conjuras y maquinaciones occidentales para subordinar, humillar y socavar las instituciones y cultura islámicas.11
La reacción contra Occidente se puede ver, no sólo en el empuje intelectual fundamental del Resurgimiento islámico, sino también en el cambio de actitud respecto a Occidente de los gobiernos de países musulmanes. Los gobiernos inmediatamente poscoloniales eran generalmente occidentales en sus ideologías y programas políticos y económicos y prooccidentales en su política exterior, con excepciones parciales, como Argelia e Indonesia, donde la independencia fue el resultado de una revolución nacionalista. Sin embargo, en Irak, Libia, Yemen, Siria, Irán, Sudán, Líbano y Afganistán, los gobiernos prooccidentales fueron dando paso, uno a uno, a gobiernos menos identificados con Occidente o explícitamente antioccidentales. Cambios menos espectaculares en la misma dirección tuvieron lugar en la orientación y alineamiento de otros Estados, entre ellos Túnez, Indonesia y Malaisia. Los dos aliados militares más incondicionales que los Estados Unidos tuvieron entre los musulmanes durante la guerra fría, Turquía y Paquistán, están bajo presión política interna de los islamistas y sus vínculos con Occidente cada vez se ven sometidos a una tensión mayor.
En 1995, el único Estado musulmán claramente más prooccidental que diez años antes era Kuwait. Actualmente, los amigos íntimos de Occidente en el mundo musulmán son, o militarmente dependientes de él, como Kuwait, Arabia Saudí y los emiratos del Golfo, o económicamente dependientes, como Egipto y Argelia. A finales de los años 80, los regímenes comunistas de Europa del este se hundieron cuando quedó patente que la Unión Soviética ya no podía, o no quería, proporcionarles apoyo económico ni militar. Si quedara patente que Occidente ya no quiere mantener sus regímenes satélites musulmanes, es probable que éstos sufrieran un destino parecido.
El creciente antioccidentalismo musulmán ha ido paralelo a la inquietud occidental cada vez mayor por la «amenaza islámica» que supone particularmente el extremismo musulmán. El islam es considerado fuente de proliferación nuclear, de terrorismo y, en Europa, de inmigrantes no deseados. Estas inquietudes son compartidas tanto por la población como por los dirigentes. Ante la pregunta, realizada en noviembre de 1994, de si el «renacimiento islámico» era una amenaza para los intereses de los EE.UU. en Oriente Medio, por ejemplo, el 61 % de una muestra de 35.000 estadounidenses interesados en política exterior dijeron sí, y sólo un 28 % no. Un año antes, cuando se preguntó qué país representaba un mayor peligro para los Estados Unidos, una muestra de la población seleccionada al azar escogió Irán, China e Irak como los tres primeros de la lista. Así mismo, cuando en 1994 se pidió que identificaran «amenazas graves» para los Estados Unidos, el 72 % de la población y el 61 % de los encargados de la política exterior dijeron que la proliferación nuclear, y el 69 % de la población y el 33% de los dirigentes, que el terrorismo internacional (dos problemas generalmente asociados con el islam). Además, el 33 % de la población y el 39 % de los líderes veían una amenaza en la posible expansión del fundamentalismo islámico. Los europeos tienen actitudes semejantes. En la primavera de 1991, por ejemplo, el 51 % de los franceses decían que la principal amenaza para Francia era la procedente del sur, y sólo un 8 % decían que procedía del este. Los cuatro países a los que los franceses temían más eran todos musulmanes: Irak, el 52 %; Irán, el 35 %; Libia, el 26 %; y Argelia, el 22 %.12 Los líderes políticos occidentales, entre ellos el canciller alemán y el Primer ministro francés, expresaban inquietudes semejantes, y el secretario general de la OTAN declaró en 1995 que el fundamentalismo islámico era para Occidente «al menos tan peligroso como [lo había sido] el comunismo», y un «miembro muy relevante» del gobierno de Clinton señaló al islam como el rival de Occidente a escala mundial.13
Con la práctica desaparición de una amenaza militar procedente del este, la planificación de la OTAN va cada vez más encaminada hacia potenciales amenazas procedentes del sur. «El flanco sur», decía un analista del ejército de los EE.UU. en 1992, está reemplazando al frente central y «se está convirtiendo rápidamente en la nueva primera línea de la OTAN.» Para hacer frente a estas amenazas procedentes del sur, los miembros meridionales de la OTAN -Italia, Francia, España y Portugal- iniciaron conjuntamente maniobras y planificación militares y, al mismo tiempo, establecieron consultas con los gobiernos del Magreb sobre los modos de parar a los extremistas islamistas. Estas amenazas proporcionaron también una base lógica para mantener una importante presencia militar estadounidense en Europa. «Aunque las fuerzas de los EE.UU. en Europa no son la panacea para los problemas creados por el islam fundamentalista», decía un antiguo funcionario de alto rango de los EE.UU., «dichas fuerzas proyectan una alargada sombra sobre la planificación militar en toda la zona. ¿Recuerdan el exitoso despliegue de las fuerzas estadounidenses, francesas y británicas desde Europa en la guerra del Golfo de 1990-1991? Los habitantes de la región sí.»14 Y, podría haber añadido, lo recuerdan con temor, resentimiento y odio.
Dadas las impresiones que musulmanes y occidentales tienen habitualmente unos de otros, y sumado el ascenso del extremismo islamista, apenas resulta sorprendente que tras la revolución iraní de 1979 estallara una cuasiguerra entre civilizaciones, entre el islam y Occidente. Es una cuasiguerra por tres razones. En primer lugar, no ha luchado todo el islam con todo Occidente. Dos Estados fundamentalistas (Irán, Sudán), tres Estados no fundamentalistas (Irak, Libia, Siria), más una larga serie de organizaciones islamistas, con apoyo financiero de otros países musulmanes como Arabia Saudí, han estado combatiendo a los Estados Unidos y, a veces, a Gran Bretaña, Francia y otros Estados y grupos occidentales, así como a Israel y los judíos en general. En segundo lugar, es una cuasiguerra porque, aparte de la guerra del Golfo de 1990-1991, se ha combatido con medios limitados: terrorismo, por una parte, y potencial aéreo, operaciones secretas y sanciones económicas, por la otra. En tercer lugar, es una cuasiguerra porque, aun cuando la violencia ha sido continuada, no ha sido continua. Ha funcionado con acciones intermitentes por un lado que provocan reacciones por el otro. Sin embargo, una cuasiguerra sigue siendo una guerra. Aun excluyendo las decenas de miles de soldados y civiles iraquíes muertos por el bombardeo occidental en enero-febrero de 1991, las muertes y otras víctimas ciertamente se contarían por miles, y se produjeron prácticamente cada año desde 1979. En esta cuasiguerra han resultado muertos muchos más occidentales que los que resultaron muertos en la «verdadera» guerra del Golfo.
Además, ambas partes han reconocido que este conflicto es una guerra. Primero, Jomeini declaraba precisamente que «Irán está realmente en guerra con Estados Unidos»,15 y Gadafi proclama con regularidad la guerra santa contra Occidente. Los líderes musulmanes de otros grupos y Estados extremistas han hablado en términos semejantes. Por el lado occidental, los Estados Unidos han clasificado a siete países como «Estados terroristas»: cinco de ellos son musulmanes (Irán, Irak, Siria, Libia, Sudán); Cuba y Corea del Norte son los otros. Esto, en efecto, los señala como enemigos, porque están atacando a los Estados Unidos y a sus amigos con las armas más eficaces de que disponen, y así se reconoce la existencia de un estado de guerra con ellos. Además, los representantes de los EE.UU. se refieren reiteradamente a estos países como Estados «fuera de la ley», «de violentas reacciones» y «delincuentes», situándolos con ello fuera del orden internacional civilizado y convirtiéndolos en blanco legítimo de medidas multilaterales o unilaterales hostiles a ellos. El gobierno de los Estados Unidos acusó a quienes pusieron la bomba del World Trade Center de intentar «promover una guerra de terrorismo urbano contra los Estados Unidos» y afirmó que los conspiradores acusados de planear ulteriores atentados con bomba en Manhattan eran «soldados» en una lucha «que entrañaba una guerra» contra los Estados Unidos. Si los musulmanes declaran que Occidente hace la guerra al islam, y los occidentales afirman que ciertos grupos islámicos hacen la guerra a Occidente, parece razonable concluir que está en marcha algo muy parecido a una guerra.
En esta cuasiguerra, cada bando se ha aprovechado de sus propias fuerzas y de las debilidades de la otra parte. Militarmente, ha sido en buena medida una guerra de terrorismo contra poderío aéreo. Los activistas islámicos entregados de lleno a su misión se sirven del carácter abierto de las sociedades de Occidente para colocar coches bomba en blancos seleccionados. Los combatientes islámicos traman el asesinato de occidentales destacados; los Estados Unidos urden el derrocamiento de los regímenes islámicos extremistas. Durante los quince años que mediaron entre 1980 y 1995, según el Ministerio de Defensa estadounidense, los Estados Unidos llevaron a cabo diecisiete operaciones militares en Oriente Próximo y Oriente Medio, todas ellas dirigidas contra musulmanes. No se ha producido ninguna otra pauta comparable de operaciones militares estadounidenses contra el pueblo de cualquier otra civilización.
Hasta la fecha, dejando aparte la guerra del Golfo, cada bando ha mantenido la intensidad de la violencia en niveles razonablemente bajos, y se ha abstenido de calificar estos actos violentos como actos de guerra que requirieran una reacción total. «Si Libia ordenara a uno de sus submarinos hundir un transatlántico estadounidense», decía The Economist, «los Estados Unidos lo considerarían un acto de guerra por parte de un gobierno, no buscarían la extradición del comandante del submarino. En principio, la colocación y posterior detonación de una bomba en un avión de pasajeros por parte de los servicios secretos libios no es diferente.»16 Los combatientes en esta guerra emplean contra los del otro bando tácticas mucho más violentas que las utilizadas en la guerra fría por los Estados Unidos y la Unión Soviética directamente uno contra otro. Salvo raras excepciones, ninguna de las dos superpotencias emprendió acciones deliberadas que implicasen la muerte de civiles o tan siquiera la pérdida de propiedades militares de la otra. Sin embargo, en la cuasiguerra esto sucede a menudo.
Los líderes estadounidenses afirman que los musulmanes implicados en esta cuasiguerra son una pequeña minoría, cuya violencia rechaza la gran mayoría de los musulmanes moderados. Esto puede ser verdad, pero no hay pruebas que lo apoyen. Las protestas contra la violencia antioccidental han brillado casi totalmente por su ausencia en los países musulmanes. Los gobiernos musulmanes, incluso los gobiernos bunkerizados amistosos para con Occidente y dependientes de él, se han mostrado sorprendentemente reticentes a la hora de condenar actos terroristas contra Occidente. Por otro lado, los gobiernos y las sociedades de Europa han apoyado en gran medida, y rara vez han criticado, las acciones que los Estados Unidos han llevado a cabo contra sus adversarios musulmanes, en sorprendente contraste con la tenaz oposición que expresaron a menudo frente a las acciones estadounidenses contra la Unión Soviética y el comunismo durante la guerra fría. En conflictos de civilización, a diferencia de lo que ocurre en los ideológicos, los parientes respaldan a sus parientes.
El problema subyacente para Occidente no es el fundamentalismo islámico. Es el islam, una civilización diferente cuya gente está convencida de la superioridad de su cultura y está obsesionada con la inferioridad de su poder. El problema para el islam no es la CIA o el Ministerio de Defensa de los EE.UU. Es Occidente, una civilización diferente cuya gente está convencida de la universalidad de su cultura y cree que su poder superior, aunque en decadencia, les impone la obligación de extender esta cultura por todo el mundo. Éstos son los ingredientes básicos que alimentan el conflicto entre el islam y Occidente.