La afirmación asiática
El desarrollo económico del este de Asia ha sido uno de los hechos más importantes que ha tenido lugar en el mundo en la segunda mitad del siglo xx. Este proceso comenzó en Japón en los años cincuenta, y durante algún tiempo se pensó que esa nación era la gran excepción: un país no occidental que se había modernizado con éxito y se había convertido en económicamente desarrollado. Sin embargo, el proceso de desarrollo económico se extendió a los «cuatro tigres» (Hong Kong, Taiwán, Corea del Sur, Singapur) y después a China, Malaisia, Tailandia e Indonesia, y está prendiendo en Filipinas, la India y Vietnam. En muchos casos, estos países han mantenido durante una década al menos tasas medias de crecimiento anual entre el 8 y el 10 %, o más. Una expansión igualmente espectacular del comercio ha tenido lugar, primero entre Asia y el resto del mundo, y después dentro de Asia. Esta productividad económica asiática contrasta de forma palpable con el modesto crecimiento de las economías europea y estadounidense y con el estancamiento que se ha extendido por gran parte del resto del mundo.
Así, la excepción ya no es sólo Japón, sino, cada vez más, toda Asia. La identificación de riqueza con Occidente y de subdesarrollo con lo que no es Occidente no sobrevivirá al siglo xx. La velocidad de esta transformación ha sido arrolladora. Como ha señalado Kishore Mahbubani, a Gran Bretaña y los Estados Unidos les llevó cincuenta y ocho y cuarenta y siete años, respectivamente, doblar su renta per cápita, pero Japón lo hizo en treinta y tres años, Indonesia en diecisiete, Corea del Sur en once y China en diez. En la actualidad, como hemos visto, la segunda y la tercera economías del mundo son asiáticas. La economía china creció con índices anuales medios del 8 % durante la década de los ochenta y la primera mitad de los noventa, y los «tigres» le seguían de cerca (véase la figura 5.1). La «zona económica china», declaró el Banco Mundial en 1993, se había convertido en el «cuarto polo de crecimiento» del mundo, junto con los Estados Unidos, Japón y Alemania. Probablemente, Asia, que en los años noventa contaba con la segunda y tercera mayores economías del mundo, para el año 2020 incluirá a cuatro de las cinco y siete de las diez economías más fuertes del planeta. La mayor parte de las economías más competitivas también serán, probablemente, asiáticas.1 Aun cuando el crecimiento económico asiático se estabilice antes y más repentinamente de lo esperado, las consecuencias del crecimiento que ya ha tenido lugar seguirán siendo trascendentales para Asia y el mundo.
El desarrollo económico del este asiático está alterando el equilibrio de poder entre Asia y Occidente, concretamente los Estados Unidos. Un desarrollo económico con éxito genera en quienes lo producen y se benefician de él un sentimiento de confianza y seguridad en sí mismos. Se supone que la riqueza, como el poder, es prueba de virtud, demostración de superioridad moral y cultural. A medida que han ido teniendo más éxito económicamente, los asiáticos del este no han dudado en subrayar la peculiaridad de su cultura y en pregonar la superioridad de sus valores y modo de vida en comparación con los de Occidente y otras sociedades. Las sociedades asiáticas son cada vez menos sensibles a las exigencias e intereses de los EE.UU. y cada vez más capaces de resistir a la presión procedente de los Estados Unidos u otros países occidentales.
Figura 5.1. El desafío económico: Asia y Occidente.
Fuente: Banco Mundial, World Tables 1995, 1991, Baltimore. Johns Hopkins University Press, 1995, 1991; Dirección General Presupuestaria, Contable y Estadística, R.O.C. Statistical Abstract of National Income, Taiwan Area, Republic of China, 1951-1995 (1995). Nota: Las representaciones de los datos se han construido a partir de promedios trienales compensados.
Un «renacimiento cultural», comentaba el embajador Tommy Koh en 1993, «está extendiéndose por» Asia. Supone una «creciente confianza en sí mismos», lo cual significa que los asiáticos «ya no consideran todo lo occidental o estadounidense como necesariamente lo mejor».2 Este renacimiento, potenciado por el éxito económico asiático, se manifiesta en la insistencia cada vez mayor, tanto en las identidades culturales distintivas de cada uno de los países asiáticos, como en aquellos elementos comunes de las culturas asiáticas que las distinguen de la cultura occidental. La importancia de este resurgir cultural queda patente en la cambiante interacción de las dos principales sociedades del este de Asia con la cultura occidental.
Cuando Occidente forzó su entrada en China y Japón a mediados del siglo xix, pequeñas minorías intelectuales en ambos países abogaban por el total rechazo de sus culturas tradicionales y la occidentalización en gran escala. Sin embargo, seguir ese camino no era ni justificable ni práctico. En ambos países, por consiguiente, las elites en el poder optaron por una estrategia reformista. Con la restauración Meiji, un grupo dinámico de reformadores llegó al poder en Japón; estudiaron y tomaron prestadas técnicas, prácticas e instituciones occidentales, y pusieron en marcha el proceso de la modernización japonesa. Pero lo hicieron de tal modo que se preservaran las esencias de la cultura japonesa tradicional, que en muchos aspectos contribuyó a la modernización e hizo posible el que, en los años treinta y cuarenta, Japón invocara los elementos de esa cultura, los remodelara y construyera sobre ellos para obtener apoyos en favor de su imperialismo, y para justificarlo. En China, por otro lado, la decadente dinastía Ching era incapaz de adaptarse con éxito a la influencia de Occidente. China fue derrotada, explotada y humillada por Japón y las potencias europeas. El derrumbamiento de la dinastía en 1910 fue seguido por la división, la guerra civil y la invocación de conceptos occidentales enfrentados por parte de líderes intelectuales y políticos chinos enfrentados: los tres principios de Sun Yat Sen de «nacionalismo, democracia y sustento del pueblo»; el liberalismo de Liang Ch'i-ch'ao; el marxismo-leninismo de Mao Tse-tung. A finales de los años cuarenta, los conceptos importados de la Unión Soviética se impusieron a los de Occidente -nacionalismo, liberalismo, democracia, cristianismo- y China se definió como una sociedad socialista.
En Japón, la derrota total en la segunda guerra mundial produjo una total disgregación cultural. «Ahora es muy difícil», comentaba en 1994 un occidental profundamente interesado en Japón, «que sepamos valorar la medida en que todo -religión, cultura, cada aspecto individual de la existencia mental de este país- estaba puesto al servicio de esa guerra. La pérdida de la guerra fue un verdadero choque para el sistema. En sus mentes, todo el asunto se convirtió en algo sin valor y fue desechado.»3 En su lugar, todo lo conectado con Occidente, y particularmente con los victoriosos Estados Unidos, llegó a ser considerado bueno y deseable. Así, Japón intentó emular a los Estados Unidos lo mismo que China emulaba a la Unión Soviética.
Para finales de los años setenta, el fracaso del comunismo en producir desarrollo económico y el éxito del capitalismo en Japón y cada vez más en otras sociedades asiáticas llevó a los nuevos líderes chinos a apartarse del modelo soviético. El derrumbamiento de la Unión Soviética una década después subrayó aún más los fallos de esa importación. Así, los chinos se enfrentaron al dilema de volverse hacia el oeste o bien volverse hacia el interior. Muchos intelectuales y algunos otros defendían una occidentalización general, una tendencia que alcanzó sus cumbres cultural y popular en la serie televisiva La elegía del río y con la diosa de la democracia erigida en la plaza de Tiananmen. Sin embargo, esta orientación occidental no disponía del apoyo de los pocos centenares de personas que contaban en Pekín, ni de los 800 millones de campesinos que vivían en el campo. La total occidentalización no era más práctica a finales del siglo xx que lo había sido a finales del siglo xix. Los líderes, en cambio, eligieron una nueva versión de Ti-Yong: capitalismo y participación en la economía mundial, por un lado, combinados con un autoritarismo político y un renovado interés por la cultura china tradicional, por el otro. En el lugar de la legitimidad revolucionaria del marxismo-leninismo, el régimen buscó la legitimidad de la productividad proporcionada por un desarrollo económico en efervescencia y la legitimidad nacionalista ofrecida por la invocación de las características distintivas de la cultura china. «El régimen posTiananmen», decía un comentarista, «ha adoptado con ansia el nacionalismo chino como una nueva fuente de legitimidad» y ha estimulado conscientemente el antiamericanismo para justificar su poder y su conducta.4 Así, está surgiendo un nacionalismo cultural chino, compendiado en las palabras de un líder de Hong Kong en 1994: «Nosotros los chinos nos sentimos nacionalistas, cosa que nunca antes nos sentimos. Somos chinos y estamos orgullosos de serlo». En China misma, a principios de los noventa, se manifestó un «deseo popular de volver a lo que es auténticamente chino, que a menudo es patriarcal, nativista y autoritario. En este resurgimiento histórico, la democracia está desacreditada, lo mismo que el leninismo, lo mismo que cualquier otra imposición extranjera.5
A principios del siglo xx, unos intelectuales chinos, de forma paralela a Weber pero con independencia de él, identificaban el confucianismo como la fuente del atraso chino. A finales del siglo xx, los líderes políticos chinos, de forma paralela a los estudiosos occidentales de las ciencias sociales, celebran el confucianismo como la fuente del progreso chino. En los años ochenta, el gobierno chino comenzó a promover el interés por el confucianismo, y algunos líderes del partido lo declararon «la parte principal» de la cultura china.6 Por supuesto, el confucianismo se convirtió además en objeto del entusiasmo de Lee Kuan Yew, quien lo consideraba fuente del éxito de Singapur y se convirtió en misionero de los valores confucionistas para el resto del mundo. En los años noventa, el gobierno taiwanés se declaró «el heredero del pensamiento confuciano», y el presidente Lee Teng-hui encontraba las raíces de la democratización de Taiwán en su «herencia cultural» china, que se remontaban a Kao Yao (siglo xxi a.C.), Confucio (siglo v a.C.) y Mencio (siglo iii a.C.).7 Ya deseen justificar el autoritarismo o la democracia, los líderes chinos buscan la legitimación en su cultura china común, no en conceptos occidentales importados.
El nacionalismo promovido por el régimen es un nacionalismo Han, lo cual ayuda a suprimir las diferencias lingüísticas, regionales y económicas entre el 90 % de la población china. Al mismo tiempo, subraya también las diferencias con las minorías étnicas no chinas que constituyen menos del 10 % de la población china, pero ocupan el 60 % de su territorio. Además proporciona una base para la oposición del régimen al cristianismo, sus organizaciones y su proselitismo, que quizá atraen al 5 % de la población y ofrecen una fe occidental alternativa para colmar el vacío dejado por el hundimiento del leninismo maoísta.
Mientras tanto en Japón, en los años ochenta, el éxito de su desarrollo económico, en contraste con los fracasos y «decadencia» percibidos en la economía y el sistema social estadounidenses, llevó a los japoneses a un desencanto cada vez mayor respecto a los modelos occidentales y a un convencimiento cada vez más profundo de que las fuentes de su éxito debían estar dentro de su propia cultura. La cultura japonesa que provocó el desastre militar en 1945, y por tanto debía ser rechazada, para 1985 había causado un triunfo económico, y, por tanto, podía ser aceptada. La mayor familiaridad de los japoneses con la sociedad occidental les condujo a «darse cuenta de que ser occidental no es mágicamente maravilloso en y por sí mismo. Destierran tal cosa de su sistema». Durante el apogeo del éxito económico de Japón, a finales de los ochenta, las virtudes japonesas eran saludadas en comparación con los vicios estadounidenses. Mientras que los japoneses de la restauración Meiji adoptaron la actitud de «desvincularse de Asia y unirse a Europa», el renacimiento cultural japonés de finales del siglo xx aprobaba una actitud de «distanciamiento respecto a Estados Unidos y acercamiento a Asia».8 Esta tendencia suponía, en primer lugar, una nueva identificación con las tradiciones culturales japonesas y una afirmación renovada de los valores de dichas tradiciones, y, en segundo lugar, algo más problemático: un esfuerzo por «asiatizar» Japón e identificarlo, pese a su civilización peculiar, con una cultura asiática común. Dada la medida en que tras la segunda guerra mundial Japón, a diferencia de China, se identificó con Occidente, y dado que Occidente, sean cuales sean sus fallos, no se derrumbó totalmente como la Unión Soviética, los motivos de Japón para rechazar a Occidente totalmente no han sido tan grandes, ni mucho menos, como los de China para distanciarse tanto del modelo soviético como del occidental. Por otro lado, el carácter único de la civilización japonesa, los recuerdos en otros países del imperialismo japonés y la importancia económica fundamental de los chinos en la mayoría de los demás países asiáticos significan también que para Japón será más fácil distanciarse de Occidente que armonizarse con Asia.9 Al reafirmar su propia identidad cultural, Japón subraya su carácter único y sus diferencias respecto a la cultura occidental y también respecto a las demás culturas asiáticas.
Al tiempo que chinos y japoneses encontraban un valor nuevo en sus propias culturas, también compartían un reafirmación más amplia del valor de la cultura asiática comparada de forma general con la de Occidente. La industrialización y el crecimiento que la acompañó han provocado en los años ochenta y noventa la formulación por parte de los asiáticos del este de lo que propiamente se podría denominar la afirmación asiática. Este conjunto de actitudes tiene cuatro componentes principales.
En primer lugar, los asiáticos creen que el este asiático se está desarrollando económicamente de forma rápida, pronto superará a Occidente en producción económica y, por tanto, será cada vez más poderoso en los asuntos mundiales con respecto a Occidente. El crecimiento económico estimula entre las sociedades asiáticas una sensación de poder y una seguridad en sí mismas acerca de su capacidad para hacer frente a Occidente. «Los días en que los Estados Unidos estornudaban y Asia se resfriaba han pasado», declaraba en 1993 un importante periodista japonés, y un funcionario malaisio añadía a la metáfora médica que «ni siquiera una fiebre alta en Estados Unidos hará toser a Asia». Los asiáticos, decía otro líder asiático, están «al final de la era de temor reverencial y al comienzo de la era de la réplica» en sus relaciones con los Estados Unidos. «La prosperidad cada vez mayor de Asia», declaraba el vicePrimer ministro de Malaisia, «significa que ahora está en situación de ofrecer alternativas serias a los ordenamientos políticos, sociales y económicos dominantes a escala mundial.»10 Significa además, afirman los asiáticos del este, que Occidente está perdiendo rápidamente su capacidad de forzar a las sociedades asiáticas a plegarse a los criterios occidentales concernientes a los derechos humanos y otros valores.
En segundo lugar, los asiáticos creen que este éxito económico es en gran medida fruto de la cultura asiática, que es superior a la de Occidente, cultural y socialmente decadente. Durante los excitantes días de los años ochenta, cuando la economía japonesa, sus exportaciones, balanza comercial y reservas de divisas extranjeras estaban en auge, los japoneses, como los saudíes antes que ellos, se jactaban de su nuevo poder económico, hablaban despreciativamente de la decadencia de Occidente y atribuían su éxito y los fracasos occidentales a la superioridad de su cultura y a la decadencia de la occidental. A principios de los años noventa, el triunfalismo asiático fue expresado nuevamente en lo que sólo se puede describir como la «ofensiva cultural de Singapur». A partir de Lee Kuan Yew, los líderes de Singapur pregonaban el ascenso de Asia con relación a Occidente y contrastaban las virtudes de la cultura asiática (básicamente confuciana) responsables de este éxito -orden, disciplina, responsabilidad familiar, trabajo duro, colectivismo, moderación- con los excesos, indolencia, individualismo, crimen, educación inferior, falta de respeto a la autoridad y «anquilosamiento mental», responsables de la decadencia de Occidente. Para competir con Oriente, se afirmaba, los Estados Unidos «deben poner en tela de juicio sus presupuestos fundamentales acerca de sus ordenamientos sociales y políticos y, a la vez, aprender una cosa o dos de las sociedades del este asiático».11
Para los asiáticos orientales, el éxito del este asiático es de forma particular el resultado de la insistencia cultural asiático-oriental en la colectividad más que en el individuo. «[L]a mayoría de los valores y prácticas colectivos de los asiáticos del este -de Japón, Corea, Taiwán, Hong-Kong y Singapur- han demostrado ser claros factores positivos en el proceso de recuperar el terreno perdido», afirma Lee Kuan Yew. «Los valores que la cultura asiático-oriental mantiene, tales como la primacía de los intereses del grupo sobre los del individuo, apoyan el esfuerzo de la totalidad del grupo, necesario para desarrollarse rápidamente.» «La ética laboral de japoneses y coreanos, hecha de disciplina, lealtad y diligencia», coincide el Primer ministro de Malaisia, «ha servido de fuerza motriz para el desarrollo económico y social de sus respectivos países. Esta ética laboral ha nacido de la doctrina de que el grupo y el país son más importantes que el individuo.»12
En tercer lugar, aun reconociendo las diferencias entre sociedades y civilizaciones asiáticas, los asiáticos del este sostienen que también existen importantes elementos comunes a todas ellas. Entre éstos es fundamental, decía un disidente chino, «el sistema de valores del confucianismo -honrado por la historia y compartido por la mayoría de los países de la región-», particularmente su insistencia en la frugalidad, la familia, el trabajo y la disciplina. Igualmente importante es el común rechazo del individualismo y la vigencia de un autoritarismo «suave» o bien de formas muy limitadas de democracia. Las sociedades asiáticas tienen intereses comunes frente a Occidente a la hora de defender estos valores distintivos y promocionar sus propios intereses económicos. Los asiáticos afirman que esto requiere el desarrollo de nuevas formas de cooperación dentro de Asia, tales como la expansión de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático y la creación de la Conferencia Económica del este de Asia. Aunque el interés económico inmediato de las sociedades asiático-orientales sea mantener el acceso a los mercados occidentales, es probable que a largo plazo prevalezca el regionalismo económico, y por tanto el este de Asia debe promover cada vez más el comercio y la inversión dentro de Asia.13 En particular, es necesario que Japón, como líder del desarrollo asiático, abandone su histórica «política de desasiatización y prooccidentalización» y siga «una senda de reasiatización» o, más ampliamente, promueva «la asiatización de Asia», una vía apoyada por funcionarios de Singapur.14
En cuarto lugar, los asiáticos del este sostienen que el desarrollo y los valores asiáticos son modelos que otras sociedades no occidentales deberían emular en sus esfuerzos por ponerse a la altura de Occidente, y que Occidente debería adoptar a fin de renovarse. El «modelo de desarrollo anglosajón, tan reverenciado a lo largo de las pasadas cuatro décadas como el mejor medio de modernizar las economías de las naciones en vías de desarrollo y de construir un sistema político viable, no funciona», alegan los asiáticos del este. El modelo del este asiático está ocupando su lugar, conforme países que van desde México y Chile a Irán y Turquía y las antiguas repúblicas soviéticas intentan ahora aprender de su éxito, lo mismo que las generaciones anteriores intentaron aprender del éxito occidental. Asia debe «transmitir al resto del mundo estos valores asiáticos que son de validez universal. (…) la transmisión de este ideal significa la exportación del sistema social de Asia, del este de Asia en particular». Es necesario que Japón y otros países asiáticos promuevan «el universalismo del Pacífico», que «universalicen Asia» y, por tanto, que «configuren decisivamente el carácter del nuevo orden mundial».15
Las sociedades poderosas son universalistas; las sociedades débiles son particularistas. La creciente confianza del este asiático en sí mismo ha originado un universalismo asiático emergente comparable al que ha sido característico de Occidente. «Los valores asiáticos son valores universales. Los valores europeos son valores europeos», afirmó el Primer ministro Mahathir ante los jefes de gobierno europeos en 1996.16 Unido a esto va también un «occidentalismo» asiático que representa a Occidente prácticamente del mismo modo uniforme y negativo en que, se dice, el orientalismo occidental representó en otro tiempo a Oriente. Para los asiáticos del Este, la prosperidad económica es prueba de superioridad moral. Si en algún momento la India sustituye al este asiático como la región del mundo con desarrollo económico más rápido, el mundo debe estar preparado para amplias disquisiciones sobre la superioridad de la cultura hindú, las aportaciones del sistema de castas al desarrollo económico y cómo, al volver a sus raíces y superar el adormecedor legado occidental dejado por el imperialismo británico, la India alcanzó finalmente su lugar propio en la categoría más alta de las civilizaciones. La afirmación cultural sigue al éxito material; el poder duro genera poder suave.