¿Renovación de Occidente?
En la historia de todas las civilizaciones, la historia termina al menos una vez, y a veces más. Cuando aparece el Estado universal de la civilización, sus gentes quedan cegadas por lo que Toynbee llamaba «el espejismo de la inmortalidad», convencidas de que la suya es la forma final de la sociedad humana. Así ocurrió con el imperio romano, el califato abasí, el imperio mogol y el imperio otomano. Los ciudadanos de tales Estados universales, «en contra de hechos claros en apariencia… son propensos a considerarlos, no como el refugio de una noche en el desierto, sino como la Tierra Prometida, la meta de todos los esfuerzos humanos». Lo mismo ocurrió en el apogeo de la pax britannica. En 1897, para la clase media británica, «desde su punto de vista, la historia había terminado para ellos… Y tenían toda la razón al congratularse por el permanente estado de felicidad que este final de la historia les había conferido».1 Sin embargo, las sociedades que suponen que su historia ha terminado son habitualmente sociedades cuya historia está a punto de empezar a declinar.
¿Es Occidente una excepción a esta regla? Las dos preguntas clave fueron bien formuladas por Melko:
En primer lugar, ¿es la civilización occidental una especie nueva, una clase en sí misma, diferente, sin parangón posible respecto a todas las demás civilizaciones que han existido?
En segundo lugar, ¿su expansión a escala planetaria amenaza (o promete) acabar con la posibilidad de desarrollo de todas las restantes civilizaciones?2
La mayoría de los occidentales se siente inclinados, de forma absolutamente natural, a responder afirmativamente a ambas preguntas. Y quizá tienen razón. Sin embargo, en el pasado los pueblos de otras civilizaciones pensaron de modo semejante y se equivocaron.
Occidente difiere obviamente de todas las demás civilizaciones que han existido, por cuanto ha dejado una huella profunda en todas las demás civilizaciones que han existido desde el año 1500. Además, inició los procesos de modernización e industrialización que se han convertido en universales, y, como consecuencia de ello, sociedades de todas las demás civilizaciones han estado intentando alcanzar a Occidente en opulencia y modernidad. Sin embargo, ¿significan estas características de Occidente que su evolución y dinámica como civilización son fundamentalmente diferentes de las leyes que han prevalecido en todas las demás civilizaciones? La evidencia de la historia y los juicios de los investigadores de la historia comparada de las civilizaciones indican lo contrario. El desarrollo de Occidente hasta hoy no se ha apartado significativamente de las leyes evolutivas comunes a las civilizaciones a lo largo de la historia. El Resurgimiento islámico y el dinamismo económico de Asia demuestran que otras civilizaciones están vivas y con buena salud, y amenazan, al menos potencialmente, a Occidente. Una gran guerra en la que intervengan Occidente y los Estados centrales de otras civilizaciones no es inevitable, pero podría suceder. Por otra parte, la decadencia gradual e irregular de Occidente, que empezó a principios del siglo xx, podría prolongarse en el futuro durante décadas, quizá siglos. También es posible que Occidente experimente un período de renacimiento, invierta la tendencia decadente de su influencia en los asuntos mundiales y confirme de nuevo su posición como líder al que las demás civilizaciones siguen e imitan.
Carroll Quigley, en la que probablemente es la determinación más útil de los períodos de evolución de las civilizaciones históricas, ve una trayectoria común de siete fases: mezcla, gestación, expansión, época de conflicto, imperio universal, decadencia, invasión.3 (Véase pág. 49.) Según este autor, la civilización occidental comenzó a tomar forma gradualmente entre el 370 y el 750 d.C. a través de la mezcla de elementos de las culturas clásica, semítica, sarracena y bárbara. Su período de gestación, que duró desde mediados del siglo viii hasta finales del siglo x, fue seguido por un movimiento, inusitado en otras civilizaciones, de avances y retrocesos entre fases de expansión y fases de conflicto. En su opinión, coincidente con las de otros estudiosos de las civilizaciones, Occidente en ese momento parece estar saliendo de su fase de conflicto. La civilización occidental se ha convertido en una zona de seguridad; las guerras dentro de Occidente, aparte de alguna guerra fría ocasional, son prácticamente impensables. Occidente va desarrollando, como afirmamos en el capítulo 2, su equivalente de un imperio universal en forma de un complejo sistema de confederaciones, federaciones, regímenes y otros tipos de instituciones de cooperación que encarnan en el plano de la civilización su adhesión a una política democrática y pluralista. Dicho brevemente, Occidente se ha convertido en una sociedad madura que entra en lo que futuras generaciones, siguiendo la trayectoria recurrente de las civilizaciones, verán retrospectivamente como una «edad dorada», un período de paz producto, según Quigley, de «la ausencia de unidades rivales dentro de la zona de la civilización misma, y de la lejanía o incluso ausencia de luchas con otras sociedades foráneas». Es también un período de prosperidad que nace del «fin de la beligerancia destructiva interna, la reducción de las barreras comerciales interiores, el establecimiento de un sistema común de pesos, medidas y moneda, y del amplio sistema de gasto estatal asociado con el establecimiento de un imperio universal».
En civilizaciones anteriores, esta fase de deleitosa edad dorada, con sus visiones de inmortalidad, terminó, o espectacular y rápidamente con la victoria de una sociedad exterior, o de forma lenta e igualmente penosa por desintegración interna. Lo que sucede dentro de una civilización es crucial, tanto para su capacidad de resistir a la destrucción procedente de fuentes exteriores, como para alejar la decadencia que amenaza desde dentro. Las civilizaciones crecen, afirmaba Quigley en 1961, porque tienen un «instrumento de expansión», esto es, una organización militar, religiosa, política o económica que acumula excedentes y los invierte en innovaciones productivas. Las civilizaciones decaen cuando dejan de «aplicar el excedente a nuevos modos de hacer cosas. En términos modernos diríamos que cuando el índice de inversión decrece». Esto sucede porque los grupos sociales que controlan el excedente tienen interés particular en usarlo para «fines no productivos, pero que satisfacen al ego… que distribuyen los excedentes para su consumo, pero no proporcionan métodos más eficaces de producción». La gente vive de su capital, y la civilización pasa de la fase del Estado universal a la fase de decadencia. Éste es un período de
grave depresión económica, niveles de vida en decadencia, guerras civiles entre los diversos intereses creados, y creciente analfabetismo. La sociedad se hace cada vez más débil. Se hacen vanos esfuerzos por detener el desgaste promulgando leyes. Pero la decadencia continúa. Los ámbitos religioso, intelectual, social y político de la sociedad comienzan a perder en gran medida la lealtad de las masas del pueblo. Comienzan a difundirse por la sociedad nuevos movimientos religiosos. Hay una reticencia cada vez mayor a luchar por la sociedad o incluso a mantenerla pagando impuestos.
Después, la decadencia conduce a la fase de invasión, «en la que la civilización, incapaz ya de defenderse porque ya no está dispuesta a hacerlo, queda abierta de par en par a los "invasores bárbaros"», que a menudo proceden de «otra civilización más joven y poderosa».4
Sin embargo, la lección primordial de la historia de la civilización es que muchas cosas son probables, pero nada es inevitable. Las civilizaciones pueden reformarse y renovarse, y lo han hecho. La cuestión fundamental para Occidente es si, dejando totalmente a un lado las amenazas exteriores, es capaz de detener e invertir los procesos internos de decadencia. ¿Puede Occidente renovarse, o la continua degeneración interna simplemente acelerará su final o su subordinación a otras civilizaciones económica y demográficamente más dinámicas?*
A mediados de los años noventa, Occidente tenía muchas características que Quigley catalogaba como las de una civilización madura en la antesala de la decadencia. Económicamente, Occidente era mucho más rico que ninguna otra civilización, pero también tenía índices bajos de crecimiento económico, de ahorro y de inversión, particularmente en comparación con las sociedades del este de Asia. El consumo individual y colectivo tenía prioridad sobre la creación de los potenciales para un futuro poder económico y militar. El crecimiento vegetativo de la población era bajo, particularmente en comparación con el de los países islámicos. Sin embargo, ninguno de estos problemas tenía por qué implicar, inevitablemente, consecuencias catastróficas. Las economías occidentales estaban creciendo todavía; los países occidentales en general iban mejorando su posición acomodada; y Occidente seguía siendo el líder en investigación científica e innovación tecnológica. No era probable que los gobiernos pudieran remediar las bajas tasas de natalidad (sus esfuerzos por conseguirlo tienen menos éxito aún, en general, que sus esfuerzos por reducir el crecimiento de la población). Sin embargo, la inmigración era una fuente potencial de nuevo vigor y capital humano, con tal de que se cumplieran dos condiciones: en primer lugar, que se diera prioridad a gente capaz, cualificada y dinámica, con el talento y los conocimientos necesarios para el país anfitrión; en segundo lugar, que los nuevos inmigrantes y sus hijos se integraran en las culturas del país y de Occidente. Era posible que los Estados Unidos tuvieran problemas en cumplir la primera condición, y los países europeos en cumplir la segunda. Sin embargo, establecer criterios que rijan las categorías, fuentes, características e integración de los inmigrantes atañe plenamente a la experiencia y competencia de los gobiernos occidentales.
Mucho más importantes que la economía y la demografía son los problemas de decadencia moral, suicidio cultural y desunión política en Occidente. Entre las manifestaciones de decadencia moral a las que a menudo se hace referencia se encuentran:
1. el aumento de la conducta antisocial, como crímenes, drogadicción y violencia en general;
2. la decadencia familiar, que incluye mayores tasas de divorcio, ilegitimidad, embarazos de adolescentes y familias monoparentales;
3. al menos en los Estados Unidos, el descenso del «capital social», esto es, del número de miembros de asociaciones de voluntariado y de la confianza interpersonal asociada con tal colectivo;
4. el debilitamiento general de la «ética del trabajo» y el auge de un culto de tolerancia personal;
5. el interés cada vez menor por el estudio y la actividad intelectual, manifestado en los Estados Unidos en unos niveles inferiores de rendimiento escolar.
La salud futura de Occidente y su influencia en otras sociedades depende en una medida considerable de su éxito a la hora de afrontar esas tendencias, que, por supuesto, son la fuente de las declaraciones de superioridad moral por parte de musulmanes y asiáticos.
La cultura occidental está cuestionada por grupos situados dentro de las sociedades occidentales. Uno de esos cuestionamientos procede de los inmigrantes de otras civilizaciones que rechazan la integración y siguen adhiriéndose y propagando los valores, costumbres y culturas de sus sociedades de origen. Este fenómeno se percibe sobre todo entre los musulmanes en Europa, que, sin embargo, son una pequeña minoría. También es manifiesto, en menor grado, entre los hispanos de los Estados Unidos, que son una gran minoría. Si la integración fracasa en este caso, los Estados Unidos se convertirán en un país escindido, con todos los potenciales de contienda y desunión internas que eso entraña. En Europa, la civilización occidental también podría quedar socavada por el debilitamiento de su componente central, el cristianismo. El número de europeos que profesan creencias religiosas, observan prácticas de una religión y participan en sus actividades son cada vez menores.5 Esta tendencia refleja, no tanto hostilidad respecto a la religión, cuanto indiferencia ante ella. Sin embargo, los conceptos, valores y prácticas cristianos impregnan la civilización europea. «Los suecos son probablemente el pueblo más irreligioso de Europa», comentaba uno de ellos, «pero no se puede entender este país de ningún modo a menos que se caiga en la cuenta de que nuestras instituciones, prácticas sociales, familias, política y forma de vida están configuradas de forma fundamental por nuestra herencia luterana.» Los estadounidenses, a diferencia de los europeos, creen mayoritariamente en Dios, se consideran gente religiosa y asisten a la iglesia en gran número. Aunque no había indicios de un resurgimiento de la religión en Estados Unidos a mediados de los años ochenta, la década siguiente fue testigo de una actividad religiosa intensificada.6 El desgaste del cristianismo entre los occidentales es probable que sea, en el peor de los casos, sólo una amenaza a muy largo plazo para la salud de la civilización occidental.
En los Estados Unidos existía un peligro más inmediato y grave. Históricamente, la identidad nacional estadounidense se ha definido culturalmente por la herencia de la civilización occidental y políticamente por los principios del credo norteamericano en el que coinciden abrumadoramente los estadounidenses: libertad, democracia, individualismo, igualdad ante la ley, constitucionalismo, propiedad privada. A finales del siglo xx, ambos componentes de la identidad norteamericana se vieron sometidos a un violento ataque, concentrado y continuo, por parte de un número pequeño pero influyente de intelectuales y publicistas. En nombre del multiculturalismo, atacaban la identificación de los Estados Unidos con la civilización occidental, negaban la existencia de una cultura estadounidense común y promovían identidades y agrupamientos raciales, étnicos y otros de tipo cultural subnacional. Condenaban, según palabras de uno de sus informes, la «propensión sistemática hacia la cultura europea y sus derivados» en educación y «el dominio de la perspectiva monocultural europeo-estadounidense». Como decía Arthur M. Schlesinger, Jr., los multiculturalistas eran «muy a menudo separatistas etnocéntricos que veían poco en la herencia occidental aparte de los crímenes de Occidente». Su «talante es el de despojar a los estadounidenses de la pecaminosa herencia europea y buscar inyecciones redentoras de culturas no occidentales».7
La tendencia multicultural se manifestó también en una variada legislación que siguió a las leyes de derechos civiles de los años sesenta, y en los años noventa el gobierno de Clinton hizo del estímulo de la diversidad uno de sus objetivos principales. El contraste con el pasado es llamativo. Los Padres Fundadores veían la diversidad como una realidad y como un problema: de ahí el lema nacional, e pluribus unum, escogido por un comité del Congreso Continental formado por Benjamin Franklin, Thomas Jefferson y John Adams. Los líderes políticos posteriores también temían los peligros de la diversidad racial, regional, étnica, económica y cultural (que de hecho provocó la mayor guerra del siglo que medió entre 1815 y 1914), reaccionaron a la llamada de «unámonos» e hicieron de la promoción de la unidad nacional su responsabilidad fundamental. «El único modo absolutamente seguro de llevar esta nación a la ruina, de impedirle toda posibilidad de continuar como nación», advertía Theodore Roosevelt, «sería permitir que se convirtiera en una maraña de nacionalidades enfrentadas.»8 Sin embargo, en los años noventa, los líderes de los Estados Unidos, no sólo lo permitían, sino que promovían asiduamente la diversidad del pueblo al que gobernaban, en lugar de su unidad.
Los líderes de otros países, como hemos visto, a veces han intentado rechazar su herencia cultural y cambiar la identidad de su país de una civilización a otra. Hasta la fecha, ninguno ha tenido éxito; en cambio, han creado países desgarrados y esquizofrénicos. Los multiculturalistas estadounidenses rechazan igualmente la herencia cultural de su país. Sin embargo, en lugar de intentar identificar a los Estados Unidos con otra civilización, desean crear un país de muchas civilizaciones, lo que equivale a decir un país que no pertenezca a ninguna civilización y carezca de núcleo cultural. La historia demuestra que ningún país así constituido puede pervivir largo tiempo como una sociedad coherente. Unos Estados Unidos de múltiples civilizaciones no serán los Estados Unidos, serán las Naciones Unidas.
Los multiculturalistas también cuestionaban un elemento fundamental del credo estadounidense, al sustituir los derechos de los individuos por los derechos de los grupos, definidos ampliamente desde el punto de vista de la raza, la etnia, el sexo y la preferencia sexual. Dicho credo, decía Gunnar Myrdal en los años cuarenta, reforzando los comentarios de observadores extranjeros que se remontan a Héctor St. John de Crèvecoeur y Alexis de Tocqueville, ha sido «el cemento en la estructura de esta nación grande y dispar». «Nuestro destino como nación no ha sido», coincidía Richard Hofstader, «tener ideologías, sino ser una.»9 ¿Qué les sucederá, pues, a los Estados Unidos si esa ideología es rechazada por una parte importante de sus ciudadanos? El destino de la Unión Soviética, el otro gran país cuya unidad, más aún que la de los Estados Unidos, estaba definida en términos ideológicos, es un ejemplo aleccionador para los estadounidenses. «[E]l fracaso total del marxismo… y la espectacular desmembración de la Unión Soviética», ha indicado el filósofo japonés Takeshi Umehara, «sólo son los precursores del hundimiento del liberalismo occidental, la corriente principal de la modernidad. Lejos de ser la alternativa al marxismo y la ideología imperante al final de la historia, el liberalismo será la siguiente ficha de dominó que caiga.»10 En una época en la que los pueblos de todas partes se definen en términos culturales, ¿qué lugar hay para una sociedad sin un núcleo cultural, y definida sólo por un credo político? Los principios políticos son una base poco firme para construir sobre ella una colectividad duradera. En un mundo de múltiples civilizaciones donde la cultura cuenta, los Estados Unidos podrían ser simplemente la última y anómala reliquia de un mundo occidental en vías de desaparición donde la ideología contaba.
El rechazo del credo y de la civilización occidental supone el final de los Estados Unidos de América tal y como los hemos conocido. También significa realmente el final de la civilización occidental. Si los Estados Unidos se desoccidentalizan, Occidente queda reducido a Europa y a unos pocos países ultramarinos de colonos europeos escasamente poblados. Sin los Estados Unidos, Occidente se convierte en una parte minúscula y decreciente de la población del mundo, en una península pequeña y sin trascendencia, situada en el extremo de la masa continental euroasiática.
El choque entre los multiculturalistas y los defensores de la civilización occidental y del credo estadounidense es, según la frase de James Kurth, «el verdadero choque» dentro del sector americano de la civilización occidental.11 Los estadounidenses no pueden evitar la pregunta: ¿somos un pueblo occidental o somos algo más? El futuro de los Estados Unidos y el de Occidente dependen de que los norteamericanos reafirmen su adhesión a la civilización occidental. Dentro del país, esto significa rechazar los diversos y subversivos cantos de sirena del multiculturalismo. En el plano internacional supone rechazar los esquivos e ilusorios llamamientos a identificar los Estados Unidos con Asia. Sean cuales sean las conexiones económicas que puedan existir entre ellas, la importante distancia cultural existente entre las sociedades asiáticas y estadounidense impide su unión en una casa común. Culturalmente, los norteamericanos son parte de la familia occidental; los multiculturalistas pueden dañar e incluso destruir esa relación, pero no pueden reemplazarla. Cuando los estadounidenses buscan sus raíces culturales, las encuentran en Europa.
A mediados de los años noventa, se produjo una nueva discusión acerca de la naturaleza y el futuro de Occidente, un renovado reconocimiento de que tal realidad había existido y un mayor interés por lo que pudiera asegurar el mantenimiento de su existencia. En cierto modo, esto brotó de la necesidad constatada de ampliar la principal institución occidental, la OTAN, para incluir a los países occidentales del este, y de las serias divisiones que surgieron dentro de Occidente acerca de cómo reaccionar ante la disgregación de Yugoslavia. Más en general, expresaba también inquietud acerca de la futura unidad de Occidente al faltar la amenaza soviética y particularmente por lo que esto significaba para el compromiso de los Estados Unidos con Europa. A medida que los países occidentales han ido interactuando más con sociedades no occidentales cada vez más poderosas, han cobrado progresivamente una mayor conciencia del núcleo cultural occidental común que los vincula. Dirigentes de ambos lados del Atlántico han insistido en la necesidad de remozar la colectividad atlántica. A finales de 1994 y en 1995, los ministros de Defensa alemán y británico, los ministros de Exteriores francés y estadounidense, Henry Kissinger y otras diversas figuras destacadas se adhirieron a esta causa. Su argumento fue sintetizado por el ministro de Defensa británico Malcolm Rifkind, quien, en noviembre de 1994, afirmaba la necesidad de «una Comunidad Atlántica» apoyada en cuatro pilares: defensa y seguridad materializada en la OTAN; «fe compartida en el imperio de la ley y en la democracia parlamentaria»; «capitalismo liberal y libre comercio»; y «la común herencia cultural europea procedente de Grecia y Roma, a través del Renacimiento, y que llega hasta los valores, creencias y civilización comunes de nuestro siglo».12 En 1995, la Comisión Europea puso en marcha un proyecto para «renovar» la relación transatlántica, lo que llevó a la firma de un pacto a gran escala entre la Unión y los Estados Unidos. Simultáneamente, muchos dirigentes políticos y empresariales europeos apoyaron la creación de una zona de libre comercio transatlántica. Aunque la AFL-CIO [Federación Americana de Trabajadores y Congreso de Organizaciones Industriales] se opuso al NAFTA y a otras medidas de liberalización del comercio, su dirección respaldó cordialmente dicho acuerdo transatlántico de libre comercio que no amenazaba los puestos de trabajo estadounidenses con la competencia de países con salarios bajos. También fue apoyado por conservadores tanto europeos (Margaret Thatcher) como estadounidenses (Newt Gingrich), y también por líderes canadienses y otros dirigentes británicos.
Occidente, como se dijo en el capítulo 2, atravesó una primera fase europea de desarrollo y expansión que duró varios siglos, y después una segunda fase americana en el siglo xx. Si Norteamérica y Europa renuevan su vida moral, construyen sobre su coincidencia cultural y desarrollan formas exclusivas de integración económica y política para complementar su colaboración en materia de seguridad en la OTAN, podrían generar una tercera fase euroamericana de prosperidad económica e influencia política occidentales. Una integración política significativa contrarrestaría en cierta medida la decadencia relativa en la proporción de Occidente respecto a la población, el producto económico y el potencial militar del mundo, y restablecería el poder de Occidente a los ojos de los líderes de otras civilizaciones. «Con su influencia comercial», advertía a los asiáticos el Primer ministro Mahathir, «la confederación UE-NAFTA podría dictar las condiciones al resto del mundo».13 Sin embargo, el que Occidente se una o no política y económicamente depende sobre todo de que los Estados Unidos se reafirmen en su identidad como nación occidental y definan su papel a escala mundial como líder de la civilización occidental.