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LAS ILUSIONES QUE SE VUELVEN FÍSICAS
Salgo del registro de la propiedad intelectual con una sonrisa de oreja a oreja. Ya está. París, 1928 está registrada bajo mi autoría por medio de un seudónimo, para que no se me vincule con mi padre y sienta que hay favoritismos. Porque lo siguiente que hago cuando salgo del registro es ir a una imprenta para hacer varias copias encuadernadas de mi novela. Y al tener las copias entre mis manos, siento una especie de comunión con ellas, de complicidad secreta: son la ilusión de mi vida y están aquí, tangibles, físicas, aguardando su hora. Su hora llega cuando salgo de Correos tras enviar cinco copias de mi manuscrito a cinco editoriales, junto con una carta de presentación. Y cuando hago los procedimientos correspondientes, salgo del edificio con la satisfacción de haber dado uno de los pasos más grandes e importantes de mi vida. Sonrío. Lo he hecho, joder. He escrito una novela yo sola, la he pulido, repasado, me he enfrentado a mis miedos literarios con ella, he tomado la decisión de enviarla y así he hecho. Por mí. Solo por mí.
En Hacia rutas salvajes, una de mis películas favoritas, el protagonista —real— dice una frase que me marcó en cuanto la oí: «La felicidad no es real si no es compartida». Y sí, es cierto. Al menos, lo es para mí en este momento. Porque aunque esté orgullosa de lo que he hecho, y más de no haber necesitado a nadie, ahora quiero compartir este momento. Quizá para hacerlo más real. Quizá por una pizca de ego. Así que, sin pensarlo mucho, sin saber si es lo correcto o no, si será para bien o no, marco su número con una sonrisa de oreja a oreja y una emoción que no me cabe dentro.
—Hola, Lena —responde serio a mi llamada.
—Hola, ¿puedes hablar?
—Claro, ¿ocurre algo? —pregunta asustado.
—No. Solo quería contarte que acabo de salir del registro de la propiedad intelectual. Mi novela ya es mía. —Sonrío—. Y he pensado que te gustaría saberlo. Al menos, yo he necesitado contártelo.
—¡Ey! ¡Qué bien! Enhorabuena, joder. Sabía que lo lograrías.
—Gracias. Y, además, he impreso unas cuantas copias y me he ido a Correos para mandarlas a varias editoriales. Así que ¡a ver si hay suerte!
—¡Qué dices! —Y sé que sonríe—. ¡Eso es la polla! Seguro que te llaman todas, Lena. Seguro.
—Y, bueno, he impreso una copia para ti.
—¿Para mí?
—Claro. ¿Cómo no ibas a tenerlo tú?
Sé que sonríe ilusionado a pesar del silencio que nos sobrevuela.
—Muchas gracias. Es un honor.
—No seas idiota. Cuando quieras, quedamos y te la doy.
—Chantajista. —Reímos—. Pero acepto barco.
—¿Sí?
—Sí. Supongo que tarde o temprano tendremos que enfrentarnos a eso. Te llamo esta semana y lo cuadramos, ¿vale?
—Vale, cuando quieras.
—Bien. Tengo que dejarte, Lena; he de volver al curro. Me alegro mucho por ti, por tu novela y porque me hayas llamado.
—Gracias. —Sonrío.
—Hablamos.
—Hablamos.
He quedado con Lidia para comer en un restaurante al lado de su trabajo. Me he pedido el día libre para hacer todo lo que quería hacer, así que llego a la cita con mi amiga con casi media hora de adelanto. Joder, Lena, te estás haciendo mayor. Me pido una caña y me pongo los cascos con «Huracán», de Pecker, sonando. Cuando termina la canción, me quito los cascos y, mirando el reloj, decido ponerme a leer, que estoy a nada de acabar… y siento que no es solo el libro de mi abuela.
Capítulo XXII. El segundo golpe
Isabel empeoró mucho en menos de una semana. A la mejora inusual que tuvo, y que le duró un par de días, le siguió un bajón con el que los tres supimos que la hora se acercaba. Ya no se levantaba para nada. Ni siquiera para ir al baño. Nada. Era un cuerpo ínfimo, llagado de tanto estar postrada en cama, lleno de paños para aliviar su sufrimiento y emitiendo continuos quejidos apenas audibles. No tenía fuerzas para gritar de dolor, la pobre. Ni siquiera podía llorar su propia muerte.
Mi teléfono móvil me saca de la lectura. Es Lidia.
—Hola, guapi —respondo.
—¡Hola, Lena! Oye, te llamo porque mi jefe me ha pedido ir a comer con él y con un cliente importante, así que voy a tener que cancelar nuestra cita.
—Oh, qué pena.
—Sí, lo siento. Me lo acaba de decir.
—Bueno, no pasa nada. Otro día nos vemos.
—Sí, ¿eh? ¡No lo dejemos pasar!
—Descuida. Hablamos, bombón.
Colgamos y suspiro. Me apetecía verla. Estar con alguien hoy. Pero nada va a amargármelo, lo tengo claro. Nada. El camarero me trae la caña que había pedido, así que en vista de que me la tengo que beber, sigo leyendo ahí.
—Elena —me susurró una tarde mientras yo le leía poemas para entretenerla—, ya no quiero que mi cuerpo yazca en París. Ni en Francia.
—Isabel, no hables de eso —dije aguantando las lágrimas.
—Quiero…, quiero quedarme aquí. Donde está mi hermano. Donde nacieron mis padres. Donde estás tú. Aquí he sido más feliz en mi enfermedad que en toda mi vida. Prométeme que me quedaré aquí, junto a mis abuelos, que sí están enterrados aquí. —Sonrió, lánguida.
—Isabel —dije llorando sin poder contenerme.
—Prométemelo, Elena.
—Te lo prometo —asentí.
—Gracias. Continua leyendo.
Tragué saliva e hice como me pidió. Continué leyendo hasta que se durmió casi llegada la noche. Tu abuelo volvió a casa y subió a darle un beso en la frente, tratando de no despertarla. Después bajó a la cocina y cenamos los dos en silencio, solo roto cuando le comenté mi promesa.
—Se nos va. —Sollozó.
Yo me levanté de la mesa y lo rodeé con mis brazos, llorando también. Andrés me abrazó la cintura y con su otra mano me acariciaba el vientre empapado de sus lágrimas.
Isabel murió esa misma noche, retorciéndose de dolor, mientras Andrés y yo la velábamos. Sus últimas palabras fueron: «Ojalá hubiera sido lo suficientemente fuerte como para ser débil», una reflexión que en ese momento no comprendí bien, aunque sí lo hice tiempo después cuando supe que se refería a que cuando todo empezó, no pidió ayuda por vergüenza y miedo a sentirse incomprendida. Siempre decimos que hay que saber estar solo, Lena, pero pocas veces mencionamos que también hay que saber contar con la gente que nos rodea y abrirnos a ellos. Quizá si Isabel lo hubiera hecho las cosas habrían sido distintas para ella; quizá si hubiera reconocido lo que había no se habría refugiado en la bebida ni se hubiese anclado en un matrimonio roto. Quizá no, nunca lo sabremos. Pero sí sabemos que el comportamiento pasivo que tuvo hacia sí misma acabó con su vida.
La lloramos durante meses. La pena que sentí fue más grande casi incluso que cuando perdí a mi madre. Me parecía injusto y cruel que una enfermedad así se llevara a alguien tan joven que solo había vivido penas, pero así es la vida. Andrés se volvió taciturno durante los meses siguientes. Se sentía culpable y sentía que ya no le quedaba familia. A ratos quería volver a París para enfrentarse a Marcel y a ratos quería que su hermana volviera a la vida para darle un bofetón y que espabilara, como si fuera una niña pequeña. Nuestra niña pequeña a la que no pudimos proteger y rescatar.
Pero, como siempre, la vida nos da una de cal y otra de arena. Contrastes que la hacen así de mágica y especial. Momentos por los que vale la pena vivirla y pelearla. Porque, en medio del dolor por la muerte de Isabel y aún tocados por la pena, un frío 14 de septiembre, la mayor de las alegrías que jamás viviríamos se hizo física, cuando di a luz a un bebé sano, rubio y grande: Martín Oliván. Tu padre.