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EL SEGUNDO PEOR DÍA DE MI VIDA
Hay días que son luz radiante y sábanas blancas. Días que empiezan con el sol colándose por una ventana de madera, dejando que caliente la habitación y los pliegues de tu almohada. Entonces solo quieres cerrarle la puerta al mundo y perderte en la cama, entremeter la nariz en varios libros y beber mucho café. Hoy podría ser uno si no fuera porque, al abrir un ojo, noto algo incómodo y doloroso moviéndose en mi interior. Un quejido involuntario sale de mi garganta en forma de «otra vez no», pero sí, otra vez sí. De hecho, tan solo me da tiempo a incorporarme lo justo para no ahogarme porque enseguida una arcada hace que mi puñetero estómago salga a saludar, y todo el alcohol de ayer mezclado con el mísero sándwich de jamón de york que cené son expulsados de mi boca rumbo a la alfombrilla junto a la cama. Qué asco. Empezar el día vomitando no es un buen principio.
Por lo menos todo mi ser agradece el vómito y respiro tranquila cuando termino de toser los rescoldos de anoche; así que cuando me calmo, me levanto y me dirijo al baño. Al ritmo de varios estornudos encadenados que denotan que marzo y mi alergia ya están aquí, llego al lavabo y abro el grifo, gruñendo al ver mi maquillaje corrido, mis ojeras tipo oso panda y mi pelo rubio enredado en una maraña que pide acondicionador en cantidades industriales. Ñeh, soy un puto adefesio. Un puto adefesio con una resaca como una catedral. Eso sí, me doy una buena ducha y al salir tengo la impresión de volver a ser persona: así que me armo de valor y voy a mi habitación para tirar la alfombra llena de, ejem, residuos directamente en el contenedor de basura que hay frente a mi portal. Bien, ya vuelvo a tener el dormitorio de alguien normal y soy un ser humano en plenas facultades. Enhorabuena, Lena.
Ahora toca hacer recuento de daños.
Enciendo los altavoces para el iPad que me regaló mi padre en Navidad y pongo a todo volumen Interpol. Tengo lagunas mentales más grandes que Brasil, así que me siento en mi escritorio para pasar al ordenador las fotos de ayer que tengo en la réflex. Ah, sí. Empiezo a acordarme de la noche a fogonazos. Salimos a celebrar mi veintiséis cumpleaños Daniel, Darío, Lidia, Luis y yo. Nos metimos en un antro de mala muerte y nos vinimos arriba con todo el equipo. Acabamos de cubatas hasta las cejas y terminé en medio de la pista bailando a lo místico mientras Daniel y Darío se partían de risa. Lidia desapareció con Luis, de nuevo sin decir nada. Todos vemos que ocurre algo entre ellos, pero se empeñan en ocultarlo, así que ellos sabrán. El caso es que yo seguí bailando hasta que me comí la boca con un chico ante la atenta mirada de Daniel, que hizo lo mismo con una desconocida. También Darío ligoteó con un tío, y se fue guiñándome un ojo cómplice mientras salía del bar rumbo a su casa. Frunzo el ceño tratando de recordar por qué nos besamos ese chico y yo. Había bebido y no sé por qué me estaba acordando tanto de Mara que me entró el bajón. Fuerte y despiadado. Y entonces recuerdo el motivo por el que me había venido Mara a la cabeza: sonó su canción favorita, Wish you were here, de Pink Floyd, y a mí se me heló el alma. Lo siguiente de lo que tengo conciencia es de beber algo infernal de un trago, ponerme a bailar sola en la pista, empezar a hablar con el chico y dejar que su boca llenara la mía hasta que nos despedimos sin llegar a más.
Dios mío, no vuelvo a beber.
Ni a bailar.
El timbre de la puerta me devuelve a la realidad y me levanto a abrir. Es Daniel. Él y Darío viven juntos en un pequeño apartamento cercano a mi casa. Darío es físico y becario, aunque se gana un dinerillo extra dando clases particulares en su piso. Así que como su hogar es un ir y venir de adolescentes, Dani siempre viene a la mía a pasar el rato.
Entra dándome un beso en la mejilla y solo verlo ya me hace sonreír. Lleva un sombrero borsalino echado hacia atrás, resaltando así sus saltones ojos azules. Pasa a mi dormitorio y se tumba encima de mi cama dejando caer todo su peso en los muelles.
—Me vas a joder la cama —protesto.
—No sería la primera vez. —Me saca la lengua y yo me río mientras me acerco a la mesilla para coger un cigarrillo.
Daniel me atrapa entonces y me sube a su regazo. Me siento a horcajadas y me tumbo encima de su pecho, que huele a él y me hace suspirar por la sensación de comodidad que siempre me proporcionan su piel y sus brazos enredados en mi cintura.
—¿Qué tal con el pavo de anoche? —me pregunta, apretando su abrazo.
—Sin más. ¿Y tú?
—Sin más. —Sonreímos.
Me besa el pelo y me acaricia la cara. Con su índice y pulgar agarra mi barbilla, me levanta la cabeza, y deja mis labios a la altura de su boca. Me da un beso que nos hace sonreír. Entonces nos damos otro. Y otro. Y otro más. Hasta que dejan de ser besos suspirados para ser bocas clamando urgencia una vez más.
—Paso de ir a ningún sitio esta tarde —me dice sonriendo.
Asiento, y en menos de lo que tardo en pestañear, lo tengo dentro mí, llenándolo todo. Y así nos vamos moviendo en la cama, y creamos una especie de coreografía entretejida por los gemidos de dos personas que se sienten en casa cuando se tocan. Sin tiempo, sin ruido. Todo deja de importar con la más tibia de nuestras caricias. Todo. El sexo con Daniel es lo único que me llena, lo único que me hace ir más allá de todos los fantasmas que me rodean. Lo único que no es apatía. Terminamos y él se tumba encima de mi cuerpo, abrazándome muy fuerte. Abro las piernas para acomodarlo y rodeo su cintura con ellas. Me besa bonito. Yo sonrío. Hasta que se incorpora un poco, apoyando su cabeza en su mano. Y vuelven el tiempo y el ruido.
—¿Por qué Luis y Lidia se esconden? —le pregunto—. Parecen niños.
—Porque se han enamorado y eso suele dar vergüencita al principio —dice sonriendo.
—¿Enamorado? ¿Después de tanto tiempo siendo amigos?
—El roce hace el cariño, supongo.
—Tú y yo tenemos mucho roce desde hace meses y no nos hemos enamorado.
—Porque tú y yo nos queremos demasiado para enamorarnos, Lena.
Daniel y yo nos despedimos en la puerta de mi casa a las ocho de la tarde con un beso y un abrazo. Al final nos hemos quedado holgazaneando en mi cama y hablando de todo un poco. Con Daniel se me pasan las horas tan rápido que ni me entero de que las manillas del reloj han corrido. A él le ocurre lo mismo y por eso tratamos de vernos lo más posible. A veces recorremos Madrid dando larguísimos paseos, yendo de compras, tomando cañas, o follando en su casa o en la mía si mi padre y mi abuela no están, como hoy. Otras veces solo nos quedamos callados, tumbados en cualquier parque mirando al cielo, hasta que uno de los dos se acuerda de que hay que moverse. Ambos trabajamos juntos en una tienda de vinilos que ahora se ha puesto muy de moda por lo cool que parece, pero que, en realidad, la gestiona un jefe déspota que paga mal y valora más bien poco lo que hacemos. Sí, soy la compañera de Daniel, y nos acostamos cuando nos apetece desde que lo conocí hace un año. Mi abuela, la pobre, piensa que Daniel y yo somos novios porque en su cabeza, por muy moderna que sea, no cabe la palabra «follaamigo», por eso nunca he intentado explicarle lo que en realidad hay. Además, sé que ella se siente más tranquila pensando que tengo a alguien importante en mi vida y que así los fantasmas duelen menos. Que soy más feliz. Que vuelvo a tener las ilusiones que Mara se llevó. Que vuelvo a querer volar. ¿Cómo voy a sacarla de su error diciéndole que Dani no es esa persona y que no creo que llegue nunca? No, pobre. Mejor así.
Mi abuela vive con mi padre y conmigo desde que tengo uso de razón. Se mudó al poco de fallecer mi madre, cuando yo aún era una bebé, para ayudar a mi padre con la crianza. Él es un afamado escritor y se pega el año viajando de aquí para allá, bien para temas de promoción bien para, según él, inspirarse y documentarse para sus novelas históricas. Eso ha hecho que mi padre haya sido una figura ausente en mi vida. Su profesión por encima de su familia. Así que mi abuela y yo siempre hemos estado la una con la otra y por no dejarla sola, no me he independizado aún. Ella siempre insiste en que debería mirarme un piso, que tengo que soltar amarras, pero me niego: no quiero dejarla sola ni tampoco abandonar esta casa tan llena de recuerdos. Sería como cortar raíces con todo lo que ha pasado aquí y no puedo. Hace un par de semanas se fue a su pueblo natal, donde también vive mi tía, «la rancia», y se quedará allí unos días más. Y al acordarme de mi abuela decido llamarla a ver cómo está. La echo de menos.
—Hola, tía Amparo. ¿Está Yayi?
—Hola, Elena. —Mi tía es la única persona que me llama por mi nombre completo—. Sí, te la paso.
Oigo unos pasos y a mi tía gritando como si mi abuela no la oyese. Me río entre dientes porque es probable que mi abuela se esté haciendo la sorda para no oír las chorradas de su propia hija, que es una arpía.
—¿Dígame? —responde con su voz quebrada.
—¡Yayi! ¿Qué hace mi abu?
—¡Hola, mi vida! —Y a mí se me pone una sonrisa al escuchar su tono cariñoso como una caricia—. Estoy viendo la televisión…, ¿y tú?
—Estaba echándote de menos.
—Bueno. Queda poco para vernos, flor. Dentro de nada cojo el tren y vuelvo. ¿Cómo fue la celebración de tu cumpleaños?
—Superbien.
—Superguay. —Se ríe de mí y yo con ella—. ¿Hoy no trabajas?
—No, hoy tengo libre, afortunadamente —resoplo.
—Si no estás contenta con ese trabajo, déjalo. Eres muy joven todavía para estar donde no quieres estar.
—Están las cosas como para dejar trabajos, abuela —rebufo entre dientes.
—Pues escribe.
—Ya sabes que eso se acabó.
—Y es una tontería como un piano, Lena. Que tu padre sea crítico y duro contigo o que hiciera aquello no significa que seas mediocre. Significa que él es un profesional y quiere enseñarte, solo que no siempre sabe cómo hacerlo.
—Bueno.
—A veces las ilusiones se debilitan porque no tenemos la fuerza para pelearlas. Y entonces entramos en el bucle de la apatía. Tienes que salir de ahí, mi niña. Tienes veintiséis años y toda la vida por delante.
—Tengo que dejarte, Yayi. Papá vuelve hoy de su viaje y he de hacer la cena.
—De acuerdo —resopla resignada—. Dile que mañana por la mañana le llamo para que me cuente cómo le ha ido por Italia. Dile que he leído su borrador, que me ha gustado mucho y que le he enviado a su asistente eso.
—¿El qué? —le interrogo curiosa.
—Ya lo sabrás…, cuando llegue la hora, Lena.
—Qué jodida eres, Yayi —digo riéndome.
—Anda, ve a hacer la cena. —Se ríe también.
Nos despedimos y colgamos.
Dejo la cena preparada en la encimera de la cocina tapada con papel de aluminio y salgo de casa hacia el garaje. Los garajes siempre me han dado mucho repelús. Me da la sensación de que monstruos horribles se ocultan en ellos, tipo la habitación 101 de 1984 de Orwell, y que cualquier cosa me puede pasar. Aun así no me queda más remedio que atravesar el frío, gris y denso pasillo hasta llegar al coche: tengo que ir a buscar a mi padre al aeropuerto. Los aeropuertos son los peores lugares del mundo para mí, junto con los garajes. En ellos me he pasado media vida, bien esperando a que mi padre llegue de sus viajes, bien despidiéndole cuando se va. Es un buen hombre y ha sido un buen padre, pero ha estado siempre ausente y mi relación con él es la más extraña del mundo. Básicamente no se mete en mi vida y yo no me meto en la suya. Me da dinero si lo necesito, y me deja hacer y deshacer a mi antojo. Esto parece muy cool, pero si no hubiera sido por mi abuela yo no habría terminado la carrera y estaría puesta hasta las cejas, porque cuando te crías sin disciplina, cariño, ni control, acabas siendo un juguete roto que solo busca destrozarse aún más. Por eso mi abuela es intocable para mí. Ha sido la brújula que me ha guiado toda la vida. Sobre todo cuando pasó lo de Mara. Pero no quiero pensar en ella, porque con la resaca me dará bajón otra vez y ahora tengo que conducir hasta el aeropuerto.
Mi padre y yo nos saludamos con un abrazo que pretende ser cariñoso y dos besos fríos como el hielo. Me cuenta que está cansado del viaje, pero lleno de experiencias e inspiración. En el trayecto de vuelta a casa me pregunta por el trabajo, por si he vuelto a escribir algo, por mis amigos y por si tengo novio. Todo así como de carrerilla, como por obligación. «Tengo que preguntarle a mi hija por los aspectos de su vida». Algo así. Y cuando nos hemos hecho todas las preguntas del mundo, nos quedamos callados sin saber de qué hablar.
Llegamos a casa y cenamos en silencio. Solo se rompe cuando alaba mi cocina y me dice que lo he heredado de mi madre. Sonrío dándole las gracias y seguimos comiendo sin mediar palabra. Lo miro con disimulo y no sé dónde tiene la mente ahora mismo, pero estoy segura de que no es aquí. Hacía semanas que no nos veíamos y solo nos da para unos diez minutos de conversación banal. Cuánto echo de menos a Yayi ahora mismo. Y a mi padre, también.
El teléfono fijo suena interrumpiendo tan, ejem, amena velada y mi padre se levanta a cogerlo. No le oigo hablar, porque está en el salón y el piso es grande, pero tarda un buen rato en volver a la cocina. Yo he estado esperándolo para comernos juntos el postre, pero, cuando vuelve, trae una cara que me indica que no le apetece una mierda la naranja que le estaba pelando.
—Lena —me dice con los ojos llorosos y el puño en su boca.
—¿Qué ocurre?
—Lena, hija. Ha pasado una cosa terrible. Levántate.
Y cuando me pide levantarme, se me hiela la sangre porque mi padre siempre dice que las malas noticias hay que acogerlas de pie, para poder abrazarte a alguien en cuanto te las digan.
—¿Yayi? —digo sin pensar. Él asiente y yo dejo escapar un suspiro de dolor.
—Era tu tía Amparo. A Yayi le ha dado una embolia hace cuarenta minutos y se ha muerto en el acto.
Y menos mal que estoy de pie y al lado de mi padre, porque nada más oír la noticia casi me desplomo en sus brazos. Nos abrazamos con fuerza y sollozamos juntos. Y por primera vez en seis años, él y yo nos aferramos a algo con la misma necesidad: al dolor de la pérdida.