15

HACIA LA LUZ

«Le llamaré por la mañana», pensé ayer cuando me acosté. Pero por la mañana solo tengo fuerzas para tomarme un ibuprofeno, al que le imploro me cure de mis pecados etílicos. Cuando el clavo que tengo en la cabeza me da algo de tregua, cojo el móvil para ver si tengo algo, lo que sea, de él. Pero solo hay un mensaje de mi operador indicando que el número de Dani ayer estaba apagado y que ya está disponible. Hago un mohín: no me ha devuelto la llamada ni me ha escrito. Y, como si fuera una señal, suena en la radio «Emborracharme», de Lori Meyers. Sí, muy apropiada para todo mi estado físico y mental de hoy. ¿La estará escuchando Daniel también? ¿Estará pensando en mí mientras asimila la letra como yo? «Que yo no quiero ser tu amante»… Parece una canción escrita para nosotros. Doy vueltas al teclado con mis deditos sopesando la idea de intentarlo de nuevo, pero su no respuesta también me parece una señal. Meneo la cabeza para no pensarlo y cojo el libro de Yayi para entretenerme un poco. Ya decidiré qué hacer luego.

Capítulo VIII. El uno para el otro

 

Noviembre de 1953 nos trajo, como era habitual, fuertes nevadas que dejaron al pueblo aislado. Los vecinos apenas podíamos salir de casa, pues las puertas quedaban casi sepultadas en la nieve. Las chimeneas no daban abasto del humo que sacaban para calentar las cocinas y las hogueras se consumían veloces dando aliento a la familia en torno a ellas. Y, sin embargo, aquel invierno fue uno de los mejores de mi vida.

—Mira lo que te he traído —me dijo Andrés un día, tendiéndome un libro.

—Pe-que-ño Te-a-tro —dije con mi modesta lectura—. A-na Ma-rí-a Ma-tu-te. ¿Y esto?

—Es un libro. —Rio. Yo le di con el libro en la cabeza y se rio más—. Lo he conseguido en la estación.

—¿Qué hacías en la estación? —pregunté extrañada.

—Conseguirte el libro. —Tornó su sonrisa en una mueca y yo fruncí el ceño—. Quiero darte cosas que te entretengan, Elena. No me gusta verte entristecida, así que he pensado que cosas como los libros te alegrarían.

Sonreí y le di un beso que me salió del alma.

—Gracias.

—Léemelo.

—¿Yo?

—Claro, tú. Así lo leemos a la vez. —Sonrió.

Nos encaminamos a la cadiera con el hogar encendido y Andrés se sirvió un vaso de vino y se lio un cigarrillo. Yo me acomodé también y al calor del fuego comencé a leer el libro despacio, sílaba a sílaba, comprobando la paciencia de tu abuelo que me miraba impertérrito sin interrumpir y sin mofarse de mí. Y a lo tonto, se nos hizo ya de noche, cenamos y nos fuimos a dormir. Y a mí me costó conciliar el sueño porque solo pensaba en el libro y en qué iba a pasar en el siguiente capítulo.

Poco después, una tarde, Andrés volvió del campo con un ramillete de flores silvestres. Me lo dio acompañado de un beso en los labios que me hizo temblar.

—¿Y estas flores? —Reí y él me abrazó la cintura.

—Te traigo flores porque me gusta verte sonreír.

Nos dimos un besito y nos encaminamos al fuego a leer. Esta vez un libro de poemas de Antonio Machado. El libro de Ana María Matute nos duró apenas unas semanas en las que mi ritmo de lectura mejoró y aumentó. Y también mi necesidad de adentrarme en otras vidas y de comprobar cómo empezaba a no pensar tanto en embarazos cuando tenía una distracción entre manos.

—¿De dónde has sacado este? —pregunté abriendo la primera página.

—De un tipo de la estación.

—Pero no tenemos dinero para pagarlos —dije enfadada.

—No gasto dinero. —Lo miré frunciendo el ceño—. Me los da a cambio de comida.

—¡¿De comida?!

—El campo nos da alimento de sobra, no pasa nada por compartir —dijo serio, dando una calada a su cigarrillo—. Anda, lee.

Meneé la cabeza no aprobando lo que hacía, pero sabía que no podía decir mucho más, así que comencé a leer y de nuevo me abstraje con los poemas de uno de los más grandes.

Andrés me traía cada semana revistas que conseguía en la estación a cambio de comida, y de cuando en cuando libros que colmaban mis tardes y me distraían de todo. Me enseñó un poco de francés, prometiéndome llevarme a visitar su tierra algún día y describiéndome París, la ciudad más hermosa del planeta según él, en la que estudió durante los años que estuvo en la universidad. Además, consiguió algún disco y todas las noches bailábamos al son de la gramola como dos jovencitos que no tienen nada que perder. Volvimos a reír. Volvimos a ser nosotros. Nuestra cama se convirtió de nuevo en el cuartel general donde se atrincheraban nuestros besos y nuestra casa se calentaba con nuestros abrazos y susurros a media voz. Nos reíamos juntos. Leíamos juntos y nos imaginábamos historias en las que éramos protagonistas, como en las novelas que devorábamos. A veces no nos gustaban los finales y los cambiábamos a nuestro antojo, representando la escena imaginada como si estuviéramos en un teatro. Durante el día nos echábamos tanto de menos que a veces, si tenía tiempo, iba al campo a verlo y de paso le ayudaba con pequeñas cosas. Nos convertimos en un tándem inseparable que empezó a entender que tenernos el uno al otro era el mejor de los regalos y la mayor de las fortunas. ¿Qué más podría querer? ¿Qué importaba no quedarme embarazada si tenía tantas cosas que hacer, tanto que leer y tanto por lo que soñar?

Las mujeres del pueblo de mi quinta tenían ya más de un hijo en sus faldas, pero ya no me daban envidia. Cuando a veces hablábamos en casa de alguna sobre nuestras cosas, yo veía que sus matrimonios no eran tan felices como el mío. No tenían nuestros juegos, ni nuestras risas, ni nuestras noches. No es que fueran desgraciadas, pero tampoco eran tan afortunadas como yo. Así que lejos de envidiarlas por no tener criaturas, me daban hasta pena porque se estaban perdiendo una parte de la vida que no tenían: el poder volar por ellas mismas y compartirlo con sus seres queridos. Aprendimos a vivir sin hijos, supongo. Aprendimos a aceptarlo y a reconocer que, aunque queríamos que llegaran, no nos hundía el ánimo tampoco. Éramos felices así, Lena, porque el poder compartir tu vida, tus ilusiones y tus inquietudes con el otro era lo que nos llenaba el corazón de felicidad y alegría.

«Compartir tu vida, tus ilusiones y tus inquietudes…». Releo la última frase una y otra vez. Y, como en un acto inconsciente, decido volver a coger el teléfono y llamar a Daniel. Sí, tenemos que hablar. No puedo seguir obviándolo, pase lo que pase, porque creo que estamos llegando a un punto peligroso. Y hay que ser valiente.

—Lena —responde adormilado.

—Hola. Perdona si te he despertado.

—No pasa nada, ¿qué tal?

—Bien. Me preguntaba si querrías venir a casa hoy.

—Ehm, no sé. ¿Qué hora es?

—La una.

—Joder. —Tose.

—Podemos pedir pizza y vaguear.

—Supongo. ¿Qué tal ayer? —y lo pregunta serio.

—Bien. Me fui al poco de irte tú.

—¿Con el cantante? —dice fingiendo despreocupación.

—No. Nos dimos algún beso, pero… no pude. Me fui y le dejé tirado.

—Bueno. Pues…, vale. Dame media hora y estoy allí.

Sonrío al colgar porque me da la sensación de que se ha quedado aliviado. Me levanto de la cama, compruebo que me encuentro mejor y me pongo tan solo una camiseta larga que me cubre un poco los muslos y que cae por un hombro. Llamo a una pizzería cercana y antes de que llegue el motero, Daniel está entrando en mi casa dándome un cálido abrazo y dos besos.

—¿Cómo estás? —pregunto cerrando la puerta.

—No tan bien como tú. —Me guiña un ojo.

—Idiota. —Río.

—¿Y tú?

—He muerto por la mañana, he leído un poco más las memorias de Yayi y ahora ya bien. Quiero comida basura en cantidades ingentes.

Daniel sonríe y llaman al portero automático. La pizza.

Nos sentamos en el sofá del saloncito a comer mientras recordamos la noche de ayer, las tonterías que hicimos y demás temas banales. No hablamos del cantante del grupo ni de nosotros, pero yo estoy nerviosa porque no sé cómo abordar el tema ni lo que pasará. Terminamos la pizza y nos fumamos unos cigarrillos viendo las noticias y comentándolas como solemos hacerlo. Y aunque todo es igual que siempre, algo ha cambiado… o soy yo que estoy nerviosa. No quiero pensarlo demasiado, así que mejor dejo fluir las cosas y ya llegará el momento oportuno.

Daniel se tumba en el sofá y se queda dormido en menos de dos minutos, lo que me hace sonreír. Tratando de no despertarlo, me siento en una esquina y acomodo su cabeza en mi regazo. Su brazo cae inerte por su torso, pero él sigue roncando, ajeno a mi presencia. Le meso el pelo con suavidad y me quedo mirando sus facciones un rato. Me las sé de memoria, pero cuando no sabe que lo miro, me gusta escudriñarlo. Daniel tiene algo que lo hace diferente, algo que me encanta.

—Lena… —gruñe cuando se despierta, resoplando y estirándose.

Yo aprovecho y me levanto para volver a tumbarme a su lado. Me apetece. Le abrazo la cintura y él, de forma automática, enrosca su brazo en mi cuello, sonriéndome.

—Buenas tardes.

Le abrazo más fuerte y enrosco mi pierna en su cintura, que él enseguida agarra para acomodarse en mi cuerpo. Sus ojos se entrecierran con una sonrisa socarrona mientras le recorro los labios con los míos hasta besarlo.

—¿Estás retozona? —Sonríe.

Me muerdo el labio y le llevo su mano hacia mi entrepierna. Él alza las cejas y se muerde el suyo cuando llega al vértice de mis muslos, que presiona con sus yemas. Suspiro. Y su voz se vuelve ronca.

—No hay nada que me la ponga más gorda que tú sin bragas, Lena.

Eso me hace gemir y ponerme encima de él, desnudándome, dejando que sean mis caderas encajadas en las suyas las que le cuenten todas las cosas que han cambiado entre nosotros. Nuestra intimidad, nuestras ganas del otro, hasta cómo me tocan sus manos ha cambiado. Y la sonrisa cuando muerde mis pechos, incorporándose para besarlos; o sus manos apretando mi carne, fuertes, llevando el movimiento de mi cuerpo.

Caigo tumbada a su lado y los dos nos echamos a reír. Pero lo que me sorprende es que, cuando dejamos de jadear, Daniel se gira hacia mí y me abraza muy tierno. No es que no tengamos ternura cuando nos acostamos, pero esta vez también es un poco distinta. Sobre todo cuando me besa muy despacio, moviendo con lentitud su lengua en la mía, y me acaricia la espalda y la mejilla. Paramos el beso y nos quedamos mirando con nuestras piernas enroscadas, nuestros labios rozándose y mis manos agarrando su pelo.

—¿Por qué no te fuiste con el pavo de ayer? —me pregunta muy bajito, con su boca todavía acariciando la mía.

—Porque pensaba en ti —susurro, sincerándome—. En ti y en nosotros. Y no pude. No quise.

Me besa otra vez. De nuevo nuestras lenguas se funden en un beso que sabe a algo más que cariño y ternura postcoital.

—Me jodió incluso que lo miraras —confiesa.

—¿Por qué te fuiste entonces?

—Porque creí que tú no me querías allí.

Niego con la cabeza y le agarro la cara para besarlo yo.

—Yo quería estar contigo, Dani. Siempre quiero estar contigo. Y más últimamente porque nosotros…, no sé —suspiro—, creo que algo ha cambiado.

—¿Y eso que ha cambiado…, te gusta? —pregunta contenido.

—Sí. —Sonrío—. Pero me ilusiona tanto como me aterra.

—¿Por qué te aterra? —Me acaricia la cara con sus nudillos.

—Porque no quiero perderte. Porque no sé si tú quieres lo mismo. Porque no quiero que salgas corriendo. Porque no sé si me aguantarás con todo lo que llevo encima. Porque no sé si tú quieres dar… un paso más —digo casi avergonzada.

Daniel me sonríe tímidamente, con sinceridad. Le brillan los ojos y, como respuesta, me da un beso lento y tierno que, sin palabras ni edulcorantes, disipa todas las dudas que podía tener. Cuando separamos nuestras bocas, los labios se mantienen casi estáticos el uno pegado al otro, como si tuvieran vida propia y se resistieran a no respirarse. Suspiro y él besa una de mis comisuras, sonriendo otra vez.

—¿Qué nos está pasando? —pregunto.

—Que hace días que dimos un paso más, pero no queríamos reconocerlo.

Sonrío y me muerde un labio. Él me devuelve la sonrisa y de nuevo nos fundimos en un beso, esta vez con sus manos acariciando mi cara. Y yo me pierdo en la sensación de querer y ser querida, la mejor que hay.

—Joder, Lena —susurra—, tanto tiempo buscándonos y estábamos aquí.

Asiento con una sonrisa y seguimos moviéndonos al cadencioso ritmo de nuestros primeros besos tras haber dado un paso más hacia compartir nuestra vida, nuestras ilusiones y nuestras inquietudes.