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LOS COMIENZOS QUE NO SON COMO IMAGINAMOS

¡Dani! —Me río—. Sé que estás haciéndome fotos, sucio pervertido.

Daniel sonríe con los ojos cerrados y disimuladamente está sacando fotos con la cámara del móvil.

—No te hagas el dormido tampoco —le digo dándole un almohadazo—. Sé que ya estás despierto y que estás inmortalizando mis tetas.

—Me gusta tenerlas siempre a mano.

—Guarro. Por tu vida que jamás salgan de ahí.

—Tarde. —Chasquea la lengua—. Se las he enseñado a todos mis amigos. Hay un par que están interesados en conocerte, por cierto. Dicen que tus domingas ya valen para una paja.

Le doy una patada voladora. Se echa a reír y rueda hacia mí. Me abraza por la cintura y entierra su cabeza entre mis pechos, besándolos. Yo le acaricio el pelo y sonrío mirando la luz que entra por la ventana.

—Hablando de amigos —digo estirándome y desperezándome—, debería llamar a Lidia. La tengo abandonada y para una amiga que me soporta…

—Harás bien. Necesitas aliadas para ponerme a caldo cuando me porte mal. —Reímos.

—Mejor no te portes mal, titán. —Le guiño un ojo y me levanto.

Daniel se queda en la cama mirando cómo me encamino a la puerta de la entrada para bajar a buscar el periódico, como cada día. Cuando subo de vuelta, oigo que se está dando una ducha así que aprovecho y me pongo a hacer café con la radio puesta. Todo es tan cotidiano y normal que sonrío sin darme cuenta y me llevo los dedos a mis labios también. Daniel aparece por la puerta envuelto en una toalla y me abraza dándome un beso.

—Me gustan las mañanas contigo —le digo.

—Y a mí. —Sonríe—. Pero cuando vuelva tu padre, no podremos seguir jugando a las casitas. —Alza las cejas dos veces.

—Qué idiota eres. —Río en sus labios.

—No, en serio. Sé que tu abuela y tu padre te han comentado alguna vez lo de independizarte. ¿Lo has pensado?

Suspiro.

—Sí, pero me da pena mi padre, ¿sabes? Dejarlo solo aquí, con tantos recuerdos.

—Entiendo. Pero tarde o temprano tendrás que hacerlo y creo que sería bueno para ti salir de esta casa. —Bajo la cabeza y se me pone un nudo en el estómago—. Yo puedo ayudarte a encontrar algo. O incluso puedes venirte con nosotros unos días, para ir probando. A Darío no le importará y…

—Ya iré viendo. ¿Desayunamos? —digo cortante.

Me observa, serio, pero no añade nada más. Nos sentamos en la mesa de la cocina con los cafés y un par de tostadas.

—Después de desayunar tengo que irme pitando —me dice entre sorbo y sorbo de café—. He de ir a cambiarme de ropa; no me queda nada limpio ya.

—Te dije que pusiéramos una lavadora.

—Decirme si ponemos una lavadora mientras te estás desnudando y veo tus tetas rebotar al quitarte el sujetador no es buena idea.

—La próxima vez me pondré mi disfraz de monja —digo con sorna.

—Ven aquí.

Echa su silla hacia atrás y no dudo en levantarme y acurrucarme a horcajadas en su regazo. Le doy un beso cortito y él acaricia mis piernas casi desnudas.

—¿Estás bien? —me pregunta.

—Sí.

—¿Pero?

—Pero… tengo miedo.

—¿A qué?

—A que estemos yendo demasiado rápido y nos agobiemos. Llevamos unos días tan intensos, me hablas de pisos e independencia y todo va tan rápido que…, no sé.

Daniel se pone serio.

—Lo del piso y la independencia solo es una sugerencia, Lena, nada más. Y conforme al resto, nos conocemos desde hace un año y llevamos enredados desde entonces. Sabemos lo que hay y no tenemos nada que nos frene, salvo tu padre cuando vuelva. —Sonríe—. Pero ¿qué más da rápido que lento, Lena? ¿Qué importancia real tiene?

—No quiero que nos explote en la cara, que esto sea algo vacío y nos lo encontremos cuando se nos baje la borrachera.

—Eso no va a pasar porque esto no es vacío.

—No quiero perderte —le digo acariciando sus sienes.

—No me perderás.

Lo abrazo y me acurruco en su cuello. Él me rodea el cuerpo con sus brazos.

—¿Sabes, Lena? —me pregunta y yo doy un pequeño gemidito como contestación—. Creo que, aparte de estas dudas tan tuyas, leer las memorias de tu abuela te está viniendo muy bien.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Porque has empezado a abrirte un poco. A abrirte a la vida. En serio, no sé. Te hacen bien.

—Quizá. —Me encojo de hombros—. Yayi era una mujer muy fuerte que a pesar de todo siempre tuvo una razón para seguir adelante y con una sonrisa en los labios. Supongo que ver cómo fue gestionando ella sus obstáculos me da fuerzas.

Daniel me besa la coronilla y me balancea en su regazo.

—Sí. Me gusta eso. No las dejes, ¿vale? Las has aparcado estos días —dice en modo regañina.

—Perdone usted, señorito, si no me parece apropiado leer la vida de mi abuela mientras me está sodomizando tumbada bocabajo.

Me muerde una teta.

—Mmmm, al acordarme me he puesto palote.

—Tienes que irte a poner lavadoras. —Reímos.

—Hija del mal.

Me levanto sonriendo y entre los dos recogemos los platos y vasos del desayuno. Después, Daniel se viste, me hace la cama y se encamina a la puerta para volver a su casa.

—Nos vemos en el curro —me dice.

Asiento, abro la puerta y se va guiñándome un ojo.

Me doy una ducha rápida mientras aireo un poco la casa y al terminar me visto, salgo aprisa y cojo el metro. Solo es una paradita, pero saco el libro de mi abuela. Susurro un «perdona por haberte abandonado dos semanas» y sonrío porque a Yayi le encantaría saber que Daniel y yo hemos formalizado nuestra relación de alguna manera. Él le gustaba. Decía que era un «poca sustancia», como yo.

Capítulo X. La llegada a París

 

Llegar a París aquel enero de 1954 nos costó una escala en Pau, muchas horas de viaje y mareos por estar tanto tiempo encerrados. Cuando por fin bajamos en la estación de París, teníamos las piernas entumecidas y los estómagos revueltos.

La hermana de Andrés, Isabel, nos estaba esperando junto con su marido, Marcel. Nada más vernos, Isabel se abalanzó hacia su hermano, eufórica, y después me abrazó como si fuera mi propia hermana. Solo nos conocíamos por una fotografía y me pareció una chica de veintiocho años con una belleza inocente, muy parlanchina y entusiasta. Tenía el pelo negro y recio, como su hermano, pero era extremadamente delgada y con la cara llena de pequeñas arañitas enrojecidas. Aun así era muy guapa y atractiva porque a pesar de su escuálido aspecto, era una mujer vivaz que irradiaba luz. Hablaba español de forma impecable, pero fue curioso ver a Andrés comunicarse con ella en un francés que yo entendía un poco, por las clases que él me había ido dando desde nuestra boda. Cuando se daban cuenta de que estaban hablando en francés, idioma que tenían más interiorizado, se echaban a reír y cambiaban al castellano, aunque Marcel no lo comprendía bien y había que traducirle. Así que el primer encuentro de los cuatro fue emotivo y cálido. Andrés no veía a su cuñado desde hacía ocho años y, según me dijo después, lo encontró desmejorado y más viejo. Sin embargo, a mí me pareció alguien efusivo, dicharachero y vivaz, como mi cuñada. Era zapatero y arreglaba todo tipo de calzado en un pequeño taller de Montmartre, donde ambos vivían. Isabel encontró trabajo al poco de mudarse como empleada en una panadería de la zona, aunque ella decía que lo que quería era ser actriz, como Elisabeth Taylor.

En el trayecto en autocar hasta su casa, Isabel no dejó de parlotear. Iba de un tema a otro, de una pregunta a otra sin apenas dejarnos hablar al resto. Era hipnótico estar a su lado porque contagiaba a todos con ese optimismo iluso en el que viven quienes creen que nada tiene importancia. A mí me gustó nada más verla porque era todo lo contrario a cualquiera que yo conociera: espontánea, alocada, vivaracha y deslenguada. Y aunque hubo momentos en los que abrí los ojos de par en par ante según qué afirmaciones, e incluso me sonrojé por su falta de pudor en algún momento, puedo decir que desde el minuto uno algo de Isabel entró dentro de mí y no se marchó nunca: sus contagiosas ganas de vivir.

Marcel e Isabel vivían alquilados en una mísera habitación de un edificio de varias plantas. Era un cuchitril oscuro lleno de humedades y desconchones que tan solo tenía un salón en el que se incrustaba una diminuta cocinilla, una única ventana que daba a un callejón lleno de mugre y olor a orín, y una pequeña alcoba con una cama. No tenía baño propio, pues lo único que había era un pequeño aseo en el pasillo de cada planta para compartirlo con los demás apartamentos de la escalera. Cuando entramos, tuve ganas de vomitar. Después de todo el día de viaje, de estar encerrados en vagones de tren, cansados y con un intenso dolor de cabeza, me encontré con una estancia que se caía a pedazos, que olía muy mal, estaba sucia y que tenía cucarachas correteando por todos los rincones e incluso un ratón muerto cerca de la cocinilla. Tuve que tragar saliva para contener una arcada. Yo no vivía entre lujos y comodidades, ni lo había hecho nunca; estaba más que acostumbrada a la austeridad y a la sencillez, pero al menos siempre había sido escrupulosamente limpia y nunca me había encontrado con semejante ejemplo de fauna mugrienta en un sitio donde fuera a dormir.

—Perdonad que el sitio no esté en condiciones —sonrió Isabel—, pero como ambos trabajamos, no tenemos mucho tiempo de limpiar, ya sabéis. De todas formas os hemos preparado un camastro en el salón, separado por un biombo que Marcel consiguió en un almacén, así que al menos tendréis cierta… intimidad. —Me guiñó un ojo—. Y nosotros también. —Rio sin pudor—. Y si necesitáis cualquier cosa, solo tenéis que decirnos…, estamos al lado. —Rio de nuevo—. Pero esta es ahora vuestra casa así que haced uso de ella como queráis. Entrad, salid…, ¡lo que necesitéis! Estáis en París así que ¡disfrutadlo!

Cuando Isabel dejó de hablar, cosa inusual, Andrés y yo nos acomodamos en un pequeño rincón en el que habían puesto un colchón y una mesilla de madera roída separados por un biombo estilo japonés. Me senté en la improvisada cama y miré a Andrés con evidente enfado. Gastarnos dinero en este viaje para dormir en un colchón putrefacto lleno de cucarachas no era lo que yo había imaginado.

—Sé lo que estás pensando —me susurró Andrés.

—¿Ah, sí?

—No sabía que la casa estaría… así. —Se encogió de hombros.

—Eso ya lo sé, Andrés. Pero no deberíamos haber hecho este viaje. ¡Nos hemos gastado mucho dinero! ¿Para qué? ¿Para pasar un mes rodeados de mugre?

—No levantes la voz —murmuró—. Te van a oír y sería muy desconsiderado.

Lo miré encendida y apreté los labios para no seguir. No quería tener una discusión delante de mis cuñados cuando nos estaban acogiendo en su casa. Andrés se acercó a mí y rodeó mi cintura con sus manos.

—Oye, siento que el hospedaje no sea idóneo y que el viaje haya sido largo y agónico, pero estamos en la ciudad más bella del mundo, vas a ver cosas increíbles aquí y estoy seguro de que vas a enamorarte de París y de los parisinos.

—Eso es mucho suponer —espeté.

—Me apuesto lo que quieras a que cuando tengamos que volver, tú no querrás irte.

Lo miré echándome a reír irónica. Tenía muy claro que se equivocaba: yo ya me quería ir de allí y no volver jamás. Lo que no imaginaba es que un mes después diría eso mismo de mi propia casa.

Cierro el libro con media sonrisa en la cara porque las aventuras parisinas de mi abuela empezaran tan distintas a lo que ella imaginó y a lo que después fueron. Y es que, muchas veces, los comienzos que nos asustan no siempre desembocan en los malos finales que imaginamos.